Padre Pio, testigo excepcional de la Pasión de Cristo

por P. Alberto Royo Mejía
Al igual que su santo Patrón, Francisco de Asís, San Pío de Pietrelcina (1887-1968) recibió en 1918 los estigmas de Jesús Crucificado, quien en una aparición lo invitó a unirse en su Pasión para participar en la salvación de los hermanos, en especial de los consagrados. Este particular se conoce gracias a la reciente apertura de los archivos del antiguo Santo Oficio de 1939 (actual Congregación para la Doctrina de la Fe), que custodian las revelaciones secretas del fraile sobre hechos y fenómenos nunca contados a nadie.
Recientemente han salido a la luz en el libro “padre Pio sotto inchiesta. L’autobiografia segreta” (padre Pío indagado. La autobiografía secreta), con prólogo de Vittorio Messori, y escrito por el sacerdote italiano Francesco Castelli, historiador para la causa de beatificación de Karol Wojtyla y profesor de Historia de la Iglesia moderna y contemporánea en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas “R. Guardini” de Taranto (Italia). Hasta hoy parecía, de hecho, que Pare Pío, por pudor o quizás por considerarse indigno de los extraordinarios carismas recibidos, no habría revelado nunca a nadie qué sucedió el día de su estigmatización. Sólo un dato al respecto se encuentra en una carta enviada a su director espiritual, el padre Benedetto da San Marco in Lamis, cuando habla de la aparición de un “misterioso personaje”, pero sin dejar traslucir otros detalles.
El libro, que ofrece por primera vez el informe íntegro redactado por el Carmelita Descalzo monseñor Raffaello Carlo Rossi, entoces obispo de Volterra (después llegó a Cardenal) y Visitador Apostólico enviado por el Santo Oficio para “inquirir” en secreto al padre Pío, aclara finalmente que el santo de Gargano tuvo un coloquio con Jesús crucificado. Monseñor Rossi, que hoy en día está también en proceso de Canonización por la fama de santidad que produjeron sus virtudes entre la gente, fue el único representante de una congregación vaticana encargado de estudiar los estigmas del padre Pío. Se pronunció favorablemente, considerando que su origen era divino, desmintiendo punto por punto las hipótesis presentadas por el padre Agostino Gemelli, que sin haber examinado al Padre Pío, definió injustamente los estigmas como “fruto de la sugestión”.

Una segunda fuente autobiográfica del padre Pío, prestada bajo juramento, se añade a su epistolario, ofreciendo las claves de lectura adecuadas para conocer la personalidad y la misión de “sacerdote asociado a la Pasión de Cristo” del fraile con los estigmas. Llamado a responder jurando sobre el Evangelio, a brevísima distancia de cuando sucedieron los fenómenos místicos, el padre Pío revela por primera vez la identidad de aquel que le ha estigmatizado.
Es el 15 de junio de 1921, hace poco que han pasado las 17 horas, e interrogado por el obispo, el padre Pío respondió así: “El 20 de septiembre de 1918, después de la celebración de la Misa, al entretenerme para hacer la acción de gracias en el Coro, en un momento fui asaltado por un gran temblor, después volví a la calma y ví a NS (Nuestro Señor) con la postura de quien está en cruz, lamentándose de la mala correspondencia de los hombres, especialmente de los consagrados a Él y por ello más favorecidos”.
“De aquí -continúa su relato- se manifestaba que él sufría y que deseaba asociar a las almas a su Pasión. Me invitaba a compenetrarme con sus dolores y a meditarlos: al mismo tiempo, a ocuparme en la salud de los hermanos. Seguidamente me sentí lleno de compasión por los dolores del Señor y le preguntaba qué podía hacer. Oí esta voz: ‘Te asocio a mi Pasión’. Y acto seguido, desaparecida la visión, volví en mí, recobré la razón y ví estos signos aquí, de los que goteaba sangre. Antes no tenía nada”.
El padre Pío revela por tanto que la estigmatización no fue el resultado de una petición suya sino una invitación del Señor, que lamentándose de la ingratitud de los hombres, particularmente de los consagrados, le hacía destinatario de una misión, como culmen de un camino de preparación interior y mística. Por otro lado, explica el autor del libro, “el tema de la mala correspondencia de los hombres, particularmente de aquellos que habían sido más favorecidos por Dios, no es nuevo en las revelaciones privadas del capuchino”. De hecho, el padre Pío relató que en una aparición, sucedida el 7 de abril de 1913, Jesús, con “una gran expresión de disgusto en el rostro” mirando a una multitud de sacerdotes, le dijo: “Yo estaré por causa de las almas más beneficiadas por mí, en agonía hasta el fin del mundo”.
Francesco Castelli afirma que “hay un aspecto decisivo en el hecho de que no hubiera una petición de los estigmas por parte del padre Pío. Esto nos da a entender la libertad y la humildad del Capuchino, que no mostraba absolutamente ningún interés en mostrar las heridas”. “La humildad del padre Pío se trasluce también en su reacción, al recobrar los sentidos. Los signos de la Pasión marcados en su carne -subraya el historiador-. Una vez concluida la escena mística, no habla de ella. No hace ningún comentario”. De las conversaciones, de su correspondencia, de los testigos interrogados por monseñor Rossi e incluso de su informe se desprende el hecho de que el padre Pío sentía disgusto por los signos de la Pasión, que intentaba esconderlos y que sufría por tener que mostrarlos por las continuas peticiones del visitador apostólico.
El libro refiere además las conclusiones de monseñor Rossi a los reconocimientos realizados sobre los estigmas del padre Pío, efectuados personalmente por él, y de los que se tenía noticia solo en parte, y que aporta grandes novedades, especialmente en lo que respecta a la morfología de la herida del costado y la presunta sexta llaga de la espalda. En su informe, el Visitador revela que las heridas del padre Pío no supuraban, no se cerraban, no cicatrizaban. Permanecían inexplicablemente abiertas y sangrantes, a pesar de que el fraile había dejado de untarlas con tintura de yodo para intentar contener la sangre.
Tras el examen, el Obispo escribiría: “los estigmas en cuestión no son ni obra del demonio ni un grueso engaño, ni un fraude, ni un arte malicioso o malvado; menos producto de la sugestión externa, ni tampoco las considero efecto de sugestión”. En definitiva, añadía Mons. Rossi, los elementos distintivos “de los verdaderos estigmas se encontrarían en los del Padre Pío”. Otros detalles como las fiebres altísimas y el perfume a andanadas que percibió él mismo, reconfirmaban el hecho como cierto. Para Francesco Castelli lo primero que emerge de estas investigaciones es que el “temido dicasterio romano no fue, en estas circunstancias, un enemigo del Padre Pío sino ¡todo lo contrario! Mons. Rossi se reveló como un inquisidor preciso hasta la desesperación pero también un hombre maduro de auténtico valor, desprovisto de durezas injustificadas hacia quien cuestionaba”.
Gracias a estas investigaciones, el ex Santo Oficio posee una crono-historia del Padre Pío escrita por su “padre espiritual, un documento riquísimo de información que hasta ahora había sido casi ignorado”. Tras explicar que después de 1939 no hay una forma clara de contar lo que aconteció con el sacerdote capuchino que falleció el 23 de septiembre de 1968, Castelli relata la forma en que Mons. Rossi recordaría, con sus propias palabras, al Santo: “el Padre Pío es un buen religioso, ejemplar, ejercitado en la práctica de la virtud, dado a la piedad y elevado tal vez en grados de oración que van más allá de lo externo, resplandeciente en particular por una profunda humildad y una singular simplicidad que nunca han venido a menos ni siquiera en los momentos más graves, en los que estas virtudes fueron puestas a pruebas de manera grave y peligrosa”.
“La descripción de monseñor Rossi sobre el estigma del costado -afirma Castelli – es decididamente diferente a las de quienes le han precedido y de los que le han seguido. No se le presenta como una cruz inclinada o incluso oblicua, sino como una “mancha triangular”, y por tanto de contornos definidos”. En el acta del examen, el obispo de Volterra, contrariamente a lo que revelan otros médicos, sostiene que “no hay aperturas, cortes o heridas” y que en tal caso “se puede suponer legítimamente que la sangre salga por exudación”, es decir -explica Castelli- que se tratara de “material sanguíneo que ha salido afuera por una forma de hiper-permeabilidad de las paredes de los vasos”.
“Esto testifica a favor de su autenticidad -explica el historiador- porque el ácido fénico, que según algunos habría sido utilizado por el padre Pío para producirse las llagas, una vez aplicado acaba por consumir los tejidos inflamando las zonas circundantes. Es difícil pensar que el padre Pío hubiese estado en grado de producirse estas heridas de bordes netos durante 60 años y de forma constante”, comenta Castelli. “Además, de las llagas se desprendía un perfume intenso de violeta en lugar del olor fétido causado las más de las veces por procesos degenerativos o por la necrosis de los tejidos, o por la presencia de infecciones”.
Otro elemento digno de mención es el hecho de que el padre Pío confesara abiertamente no tener otros signos visibles de la Pasión fuera de los de las manos, los pies y el costado, excluyendo la existencia de una llaga a la altura del hombro donde Jesús llevaba la cruz, de la que habla una oración atribuida a san Bernardo.
Fuente: Temas de Historia de la Iglesia – http://infocatolica.com/blog/historiaiglesia.php/0909230836-padre-pio-testigo-excepcional

El Padre Pío y la reforma de la misa

Fuente: Roma Aeterna
¿Qué pensaba el Padre Pío de la reforma de la misa? Es éste un dato que ha interesado e interesa tanto a defensores como a detractores de ésta porque siempre conviene tener como argumento a favor de la propia postura la opinión de un santo. Y qué duda cabe de que el estigmatizado capuchino es de los más populares e influyentes entre los católicos. La cuestión ha sido debatida aunque sin un resultado unánime. Cada quien pretende llevar agua a su molino y así se nos presenta, por un lado, a un Padre Pío enemigo del Novus Ordo, mientras, por otro, a un verdadero entusiasta de la reforma. No se ofrecen, sin embargo, pruebas incontestables ni por uno ni por otro lado.
Para mejor dilucidar la cuestión conviene recordar las etapas de la reforma litúrgica postconciliar (en especial por lo que respecta al rito de la misa):
4 de diciembre de 1963: Es promulgada la constitución Sacrosanctum Concilium sobre Sagrada Liturgia, primer documento emanado por el Concilio Vaticano II.
25 de enero de 1964: El papa Pablo VI da su motu proprio Sacram Liturgiam, por el cual se dispone la entrada en vigor de algunas prescripciones de la constitución sobre Sagrada Liturgia. El ordinario de la misa no es, de momento, tocado.
26 de septiembre de 1964: La Sagrada Congregación de Ritos y el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia publican conjuntamente la instrucción Inter Oecumenici para la aplicación de la constitución Sacrosanctum Concilium. Primeras modificaciones del ordinario de la misa –con supresión del salmo Judica me y del último evangelio y adición de la oración común de los fieles– y de los tratados Ritus servandus in celebratione Missae y De deffectibus in celebratione Missae occurrentibus, contenidos en la edición típica del Misal Romano de 1962. Introducción de la lengua vernácula en algunas partes de la misa con asistencia de fieles.
27 de enero de 1965: Aparición del llamado “Ordo de 1965”, que constituye el texto revisado del ordinario de la misa y de los tratados Ritus servandus in celebratione Missae y De deffectibus in celebratione Missae occurrentibus, contenidos en la edición típica del Misal Romano de 1962, en aplicación de la instrucción Inter Oecumenici.
5 de marzo de 1967: Instrucción Musicam sacram de la Sagrada Congregación de Ritos, por la cual se introduce el canto en lengua vernácula en las acciones litúrgicas.
4 de mayo de 1967: La Sagrada Congregación de Ritos y el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia publican conjuntamente la instrucción Tres abhinc annos, segundo documento para la recta aplicación de la constitución Sacrosanctum Concilium. Se suprimen ciertos ósculos, signos de la cruz y genuglexiones, así como otros gestos de reverencia, y se introduce ampliamente la lengua vernácula (permitiéndose incluso en el canon para las misas con asistencia de fieles). A pesar de todo, el rito básico de la misa sigue siendo el de la edición típica del Misal Romano de 1962.
24 de octubre de 1967: El P. Annibale Bugnini, secretario del Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia y secretario de la Comisión de Liturgia del Sínodo de los Obispos que tiene lugar en Roma, realiza en la Capilla Sixtina, delante de los padres sinodales, una “celebración-piloto” de la llamada missa normativa, confeccionada en el seno del Consilium y que es propuesto a aquéllos como la forma definitiva de la misa reformada según las prescripciones conciliares. A diferencia de los cambios de 1965 y de mayo de 1967, la missa normativa no es una modificación del rito tradicional contenido en el Misal Romano de 1962, sino un rito distinto. Sometida a votación, esta misa no recaba un consenso favorable general y retorna a las oficinas del Consilium.
3 de abril de 1969: Pablo VI promulga la constitución apostólica Missale Romanum, por la cual introduce un nuevo rito de la misa (Novus Ordo Missae), el cual no es otro que la missa normativa apenas retocada.

El centro de la vida del santo capuchino
Con los datos que acabamos de consignar podemos seguir con seguridad el hilo de los acontecimientos relativos a la cuestión que nos ocupa. Hace décadas que corre la historia de que el Padre Pío “rechazó el Novus Ordo Missae”. El simple hecho de que el santo murió el 23 de septiembre de 1968, es decir, más de seis meses antes de la publicación del nuevo misal, desbarata la especie. El Padre Pío no pudo rechazar el Novus Ordo porque sencillamente no pudo conocerlo. Sin embargo, se aduce que, anticipándose a la reforma radical que se avecinaba, había solicitado al Papa una dispensa para poder seguir oficiando con el rito tradicional. De dicha dispensa habría sido portador el cardenal Antonio Bacci, a quien el Padre Pío habría encargado decir a Pablo VI: “por piedad, ponga rápidamente fin al Concilio”. Nuevamente el cotejo de fechas no cuadra. El cardenal Bacci visitó al Padre Pío en San Giovanni Rotondo el 1º de abril de 1964. Mal podría éste haber pedido a aquél entonces que le gestionara una dispensa para seguir empleando un rito que seguía vigente e intacto y podía celebrar con toda tranquilidad. Sólo en enero de 1965, o sea diez meses después de la visita cardenalicia, fue cuando comenzaron los cambios.
La dispensa, sin embargo sí se pidió y se obtuvo, pero no hubo la intervención del cardenal Bacci. El 17 de febrero de 1965, fray Carmelo da San Giovanni in Galdo, guardián del convento de San Giovanni Rotondo, escribía a Roma, por encargo del Padre Pío, manifestando que éste “con 78 anni, tiene la vista debilitada y padece por la vida de trabajo que lleva y por los demás sufrimientos de todos conocidos”, por lo cual “ruega que la Santa Misa celebrada por él todas las madrugadas en hora inhabitual (alrededor de las 4:30), es decir dos horas antes de las misas fijadas que se suelen celebrar en nuestro santuario, se considere como misa privada y, como tal, exenta de las normas concernientes a la misa con participación de pueblo, quedando a salvo la adaptación a la uniformidad por lo que respecta a las demás ceremonias que han de observarse en las misas privadas” (Positio de la causa de beatificación, volumen III/1, pág. 753). El cardenal Ottaviani respondió positivamente el 20 de febrero de 1965 (como consta en misma Positio, ibid., pág. 754).
¿En qué consistió, pues, la dispensa? La misa del Padre Pío, a pesar de lo intempestivo de la hora, era concurridísima por los fieles, que acudían de todas partes de Italia, de Europa y del mundo. No se podía considerar, a la verdad, una missa sine populo. Así pues, normalmente, habría tenido que adaptarse a las particularidades de la missa cum populo que comportaba partes recitadas en italiano, lo cual habría supuesto un excesivo esfuerzo para la vista del Padre Pío, al tener que leer textos vernáculos que no le eran familiares, siendo así que se sabía de memoria los latinos. Pero en virtud de la dispensa podía seguir celebrando íntegramente en latín. Era una especie de aplicación del antiguo privilegio de los sacerdotes caecucientes, a los que, en razón de mala visión o de ceguera parcial o total se les concedía la dispensa del calendario litúrgico, pudiendo celebrar todos los días la misa de Beata (de la Virgen María) o de Requie (de difuntos), cuyos formularios eran conocidos y fáciles de retener y se imprimían a grandes caracteres en misales especiales. La dispensa se refería sólo al idioma, ya que en la carta de fray Carmelo se declara la conformidad con “las demás ceremonias prescritas para la misa privada”. Es decir, el Padre Pío celebraría el Ordo de 1965 íntegramente en latín, que seguía siendo prácticamente el rito del Misal Romano de 1962, sólo que mutilado.

El Padre Pío no era un entusiasta de las reformas
 El santo capuchino, dada la altísima idea que tenía del santo sacrificio de la misa y la extraordinaria piedad con la que lo celebraba (hasta el punto de estarse dos horas en el altar) no vería con los mejores ojos los cambios que se estaban operando y que, claramente, eran pasos previos a algo de mayor envergadura y que llevaban en una dirección por lo menos extraña a la tradición litúrgica. Un testimonio que ilumina el pensamiento del Padre Pío a este respecto es el de su hijo espiritual y biógrafo, el abogado Antonio Pandiscia, el cual asegura que le dijo en cierta ocasión acerca del Misal Romano tridentino: “En confianza, siempre he seguido ese misal; ¿por cuál razón tengo hoy que cambiar?”, lo que indica poco entusiasmo –por no decir ninguno– hacia la reforma litúrgica. Sin embargo, no se opuso a ella, sino que la acató, como puede verse en la grabación que se hizo de su última misa (que tuvo lugar el 22 de septiembre de 1968, la víspera de su muerte), en la que celebra de cara a los fieles, pudiéndose apreciar ciertos elementos extraños que atestiguan la adaptación a los cambios de 1967. Como se trataba de misa solemne, el diácono y subdiácono hacen las lecturas en italiano. En los últimos tiempos, el Padre Pío celebraba sentado debido a su delicado estado de salud.
 Puede, por lo tanto, decirse que, si bien personalmente nuestro santo no estuviera de acuerdo con la evolución de la reforma litúrgica, sin embargo, se sometía a las disposiciones del Papa y de la Santa Sede en virtud de aquella obediencia religiosa a la Iglesia, de la que siempre hizo gala a pesar de las duras persecuciones de las que fue objeto y precisamente por obra de los hombres de Iglesia. Una rebelión abierta por su parte habría sido impensable. El Padre Pío no vivió lo suficiente para ver instalada la reforma bugniniana. Es claro que no le habría gustado en absoluto y que habría solicitado una nueva dispensa. También es probable que Pablo VI se la habría otorgado fácilmente en atención a la persona y a la circunstancia de tratarse de un anciano fraile de 81 años con las fuerzas mermadas. Seguramente habría estado de acuerdo con el Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae presentado al papa Montini por los cardenales Ottaviani y Bacci, pero, dada su inquebrantable sumisión franciscana a la autoridad de la Iglesia, ¿quién sabe qué actitud hubiera tomado? Pero esta es ya entrar en el terreno de la conjetura.

La última misa del Padre Pío (22 de septiembre de 1968

El Padre San Pío de Pietrelcina y el Arzobispo Marcel Lefebvre. ¿Qué sucedió realmente durante su encuentro?

La Mentira

En Estados Unidos existe un libro titulado ‘Padre Pio Gleanings’ (Selecciones del Padre Pio) de Pascal Cataneo, el cual ha sido traducido al inglés. En las páginas 58 y 59 se puede leer el siguiente pasaje:

“Entre las muchas, muchas personas quienes fueron a ver al Padre Pio, estuvo el Arzobispo Lefebvre, quien más tarde se adheriría obstinadamente a la Tradición católica, como la llamaba él, cuestionando la autoridad del Vaticano II y por lo tanto fue removido de su cargo por el Papa Pablo VI.

“El Arzobispo tuvo un encuentro con el Padre Pío en la presencia del profesor Bruno Rabajotti. Este testigo reportó que en un momento en particular el Padre Pío miró a Lefebvre de forma muy severa y dijo: ‘Nunca cause discordia entre sus hermanos y siempre practique la regla de obediencia, y sobre todo, cuando le parezca a Ud. que los errores de quienes representan la autoridad son muy serios. No existe otro camino que la obediencia, especialmente para aquellos quienes hemos hecho este voto’.

“Padre Pío le pudo haber dado este consejo debido a que él mismo tuvo que obedecer algunas órdenes cuestionables, su actitud era poner esto en las manos de Dios, porque Él encontraría la manera de que la verdad triunfase. Parece que el Arzobispo Lefebvre no veía las cosas de la misma forma, incluso cuando respondió al Padre Pío de la siguiente manera: ‘Lo recordaré, Padre’.
Padre Pío lo miró fijamente y, viendo lo que muy pronto ocurriría, dijo: ‘¡No, usted lo olvidará! usted desgarrará a la comunidad de los fieles, oponiéndose a la voluntad de sus superiores e incluso irá en contra de las órdenes del Papa mismo, y este afán sucederá muy pronto. Usted olvidará la promesa que hizo hoy y toda la Iglesia será herida por usted. No se ponga en el lugar de juez, no tome poderes que no le corresponden y no se considere como la voz del pueblo de Dios, que Dios ya ha hablado por ellos. No siembre la discordia y la disensión. Sin embargo, ¡sé que lo hará!’. Desafortunadamente, la verdad de la profecía del Padre Pío fue obvia para todos”. [Fin de cita]


La Verdad

El Arzobispo Lefebvre y el Padre Pío en el pasillo

El 8 de agosto de 1990, el Arzobispo Lefebvre escribió una carta personal a un sacerdote de la Fraternidad en Francia, quien le había escrito previamente para saber sobre su encuentro con el Padre Pío. He aquí un extracto de la carta:

“Por muchos años ya, esta difamación ha sido una mentira de principio a fin, y ha estado circulando por Italia. Ya la he refutado, pero esta mentira se niega a morir. No existe una sola palabra de verdad en la copia de la página de la revista que me envió.

“El encuentro tuvo lugar después de Pascua, en 1967, durando dos minutos. Me acompañó Fr. Barbara y un hermano de la Congregación del Espíritu Santo, el Hno. Felin. Conocí al Padre Pío en un pasillo, cuando iba de camino a su confesionario, le asitían dos Capuchinos.

“Le expliqué, en pocas palabras, el propósito de mi visita: que bendijera a la Congregación del Espíritu Santo, la cual estaba por celebrar un Capítulo General Extraordinario al que asistíría, y que estaba siendo conducida al ‘aggiornamiento’ o modernización, como estaba sucediendo con otras sociedades religiosas, y que temía que tal reunión sería problemática…

“Entonces el Padre Pío exclamó: ‘¿Yo bendiciendo a un arzobispo?, no, no, ¡es usted quien debe bendecirme a mí!’, se inclinó para recibir la bendición. Lo bendije, el besó mi anillo y continuó su camino hacia el confesionario…

Padre Pío besando el anillo de Mons. Lefebvre

“Esto fue todo lo que ocurrió en ese encuentro, ni más, ni menos. La invención que se plasma en el texto que me envía, es sólo producto de una imaginación y mendacidad satánica, el autor es hijo del ‘Padre de la Mentira’.

“Gracias por darme la oportunidad de decir una vez más la verdad, simple y llana."

“Suyo, de la manera más cordial,
en Cristo y María.
+Marcel Lefebvre.
"

Padre Pio convierte a un masón

El confesionario fue el lugar habitual de los sucesivos «milagros» realizados por él. Llegaba a pasar hasta quince horas al día confesando, con lo cual abundaban las verdaderas transformaciones interiores. Una de las conversiones espectaculares, antes de la primera persecución de que fue objeto, fue la del famoso abogado genovés Cesare Festa, gran dignatario de la masonería italiana y primo del doctor Giorgio Festa. Éste había comentado en su informe médico:

«Después de varios exámenes y ver la evolución con el tiempo de las heridas del Padre Pío, no hay otra explicación que la de que nos encontramos ante un caso sobrenatural».

Con su primo Cesare, ateo y rabiosamente anticlerical, mantenían una discusión interminable, hasta que al fin un día le dijo:
–Cesare, anda, vete a San Giovanni Rotondo y encontrarás allí un testigo que acabará con todas tus objeciones. Después ya continuaremos hablando.
Cesare decidió ir, con el propósito de desenmascarar y denunciar lo que él creía ser un fraude.
El Padre Pío no le conocía ni sabía de su existencia. Cuando le vio entrar en la sacristía junto a otros peregrinos, le espetó bruscamente:
–¿Qué hace ése entre nosotros? Es un masón.
–Pues sí, es cierto, lo soy.
–¿Qué papel desempeñas en la masonería?
–Luchar contra la Iglesia.
El Padre Pío, sin decir más, le señaló el confesonario, y ante la estupefacción de todos los presentes el abogado masón se arrodilló, abrió su corazón, y con la ayuda del padre capuchino examinó toda su vida pasada. Cuando se levantó era otro hombre, ¡llevaba la paz en su corazón! Permaneció tres días en el convento y regresó a Génova. Su conversión salió en la primera página de los periódicos. Cesare Festa fue a Lourdes y volvió a San Giovanni Rotondo para recibir de manos del Padre Pío el escapulario de la Orden Tercera franciscana.
Todo en pocos meses: de masón a franciscano. Fue recibido por el Papa Benedicto XV, quien le confió esta misión:
–Tengo en gran estima al Padre Pío, a pesar de algunos informes desfavorables que me han hecho llegar. Es un hombre de Dios. Comprométase usted a darlo a conocer, porque no es apreciado por todos como él se merece.
La Gran Logia italiana se reunió para expulsar al abogado renegado. Cesare Festa decidió asistir y dar a conocer su testimonio. El mismo día recibió una carta del Padre Pío animándole:
«No te avergüences de Cristo y de su doctrina; es momento de lucha a rostro descubierto. El Espíritu Santo te dará la fortaleza necesaria».

(Fuente: Vida del Padre Pío, Enrique Calicó) Gratis date

El silencio en clave franciscana

 

(Christus medium) OMNIUM TENENS
San Buenaventura, Collationes in Hexaëmeron I,10
Las palabras son valiosas, pero más valioso es el silencio

«Dichoso el siervo que […] no es pronto para hablar, sino que prepara sabiamente lo que ha de decir y responder» (San Francisco).
El silencio es siempre compañero de la palabra. Podemos decir que la palabra nace en el silencio. Una palabra oportuna, madura, responsable, que construye y da vida. En el campo del lenguaje, hay siempre espacio para el silencio y el callar. Cuando la persona no dedica un tiempo a callar, a no hablar, pierde la ocasión para que madure en su interior lo que habrá de decir y se daña a sí misma. Para tener autoridad moral, hay que aprender a callar.
La palabra, el lenguaje, es algo personal. Es también una música, que puede ser armonía que une los corazones, o bien puede crear caos, una cacofonía. Entonces se entiende el valor del silencio, precisamente cuando la palabra muestra sus límites.
El uso de las palabras requiere el sentido común por parte nuestra. Una persona que habla mucho puede ser incapaz de expresar una idea, aunque use mil palabras. Al contrario, quien sabe callar y es dueño del silencio sabe expresarse de un modo adecuado incluso con una sola palabra. Por otra parte, a veces una palabra es menos expresiva que un momento de silencio.
A menudo, en la vida cotidiana hay situaciones que no conseguimos afrontar. En esos casos el silencio puede ser una gran ayuda, un silencio que se convierte en escucha de la realidad y del sentido que se encuentra más allá de las palabras, los acontecimientos y las personas. Dicho sentido, en definitiva, reside en Dios y en su amor infinito y eterno.
Nuestra fe consiste esencialmente en agradar a Dios, darle gloria, y así agradar al hombre, es decir, hacerle el bien. Podemos decir, como Jesús, que el núcleo esencial de nuestra religión es el amor al prójimo, hacerle el bien en la verdad: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12). No es posible vivir esta religión del amor mutuo si no sabemos dominar la palabra, es decir, si no sabemos callar y fiarnos de Dios y del prójimo, que puede abrirse también a su luz aunque no intervengamos nosotros. Muchas veces el silencio tiene un gran poder. Se dice que “el silencio es el escudo de los ignorantes y la protección de los sabios”.
Hoy no se cultiva el silencio. Es una verdadera lástima que a menudo y por doquier haya ruido y muchas, demasiadas palabras. También entre nosotros, los creyentes en Cristo, abundan las reuniones rebosantes de palabras. Se trata de un problema que afecta al alma, el espíritu, la vida. Hay una saturación, debida al exceso de actividad del cuerpo y de la mente. Necesitamos recogimiento, espacios de pausa, de silencio, de quietud, para regenerar mente, cuerpo y corazón. Es entonces cuando se manifiesta la verdad y se descubre a la persona: al Señor, a nosotros mismos, a los hermanos y hermanas.
Una Facultad Teológica se dedica, sobre todo, a profundizar en la Verdad y a comunicarla. Se usan muchas palabras: escritas, leídas, dichas. Pero precisamente en un centro de estudios como el nuestro, el silencio tiene una gran importancia. No es suficiente leer, estudiar, dar clase y debatir sobre las verdades de las que nos ocupamos. Es muy importante profundizar, y esto requiere tiempo y espacios de silencio.
Hoy corremos el peligro de descuidar la reflexión profunda. En cambio, ésta es fundamental para que el pensamiento no sea superficial y las decisiones no sean casuales, es decir, vanas. Hay que aprender, pues, a hacer silencio, a tomarse el tiempo necesario para dejar que la verdad conocida repose en nuestra mente y, al calor de la caridad, se gesten afirmaciones verdaderas y profundas, surjan intuiciones penetrantes acerca del significado de los signos de nuestro tiempo. Para que el servicio de la búsqueda de la verdad, al que todos estamos llamados de algún modo, pueda resultar útil al hombre y la mujer de hoy, es necesario hacer silencio y dejar que broten de él nuestras declaraciones, la comprensión de las verdaderas necesidades de la humanidad contemporánea y las decisiones que estamos llamados a tomar. En esto, San Francisco era un maestro, un hombre capaz de pasar largos periodos de silencio, durante las diversas “cuaresmas” que hacía cada año. Se retiraba al silencio como a un lugar de encuentro con la única Palabra verdadera, el paradigma que ilumina y da sentido a la realidad y a partir del cual recibe significado toda palabra humana. En definitiva, el silencio, sobre todo el silencio de quien ama a Dios, es precisamente eso: un lugar de encuentro, un ámbito en el que sumergirse en la verdad y la luz, para salir de ahí más auténticos, más libres, más sencillos y capaces de comunicar de verdad.
Que nuestros santos nos ayuden a vivir en plenitud esta dimensión humana y sobrenatural fundamental: la palabra y el silencio. 
Por: P. Zdzisław J. Kijas, OFMConv 
Presidente de la Facultad San Buenaventura (Roma)