REGLA DE LA TERCERA ORDEN SEGLAR DE SAN FRANCISCO DE ASÍS - Regla de León XIII

Regla de León XIII
Bula “Misericors Dei Filius”

            El misericordioso Hijo de Dios, que, imponiendo a los hombres un yugo suave y un peso ligero, provee a la vida y a la salud de todos, dejó a la Iglesia, fundada por Él, no sólo heredera de la potestad, sino también de su misericordia, para que los beneficios, adquiridos por Él se propaguen con constante tenor de caridad a todas las generaciones a través de los siglos. Por lo que, como en todo lo que Jesucristo hizo y prescribió en su vida mortal, brilla siempre humilde sabiduría y grandeza de invencible benignidad, así en cada instituto de la Iglesia reluce tal maravillosa indulgencia y sencillez, hasta hacer ver que aún en esto Ella refleja la imagen de Dios que es caridad. De tal materna clemencia es proprio particularmente el adaptar sabiamente las leyes, hasta donde se puede, a los tiempos y a las costumbres, y usar siempre en la adaptación y en la exigencia suma discreción. De donde se deduce que la Iglesia, con tal afecto de caridad y de paciencia, aúna la inmutabilidad absoluta y sempiterna del dogma con la prudente variedad de la disciplina. Por esta razón, confirmando Nos el ánimo y la mente en el ejercicio del Sumo Pontificado, estimamos competencia de nuestro oficio pesar en equilibrada balanza la naturaleza de los tiempos, y consideradas todas las circunstancias, aunque alguno considere que freno la práctica de saludables virtudes. Y ahora Nos parece bien adecuar a esta norma la Fraternidad Franciscana de la Tercera Orden Seglar, y ponderar diligentemente si es oportuno suavizar un poco las leyes, según los cambios de los tiempos.
            Nos ya hemos recomendado ardientemente a la piedad de los fieles este mismo Instituto del Patriarca San Francisco, mediante nuestra Encíclica “Auspicato”, publicada el 17 de septiembre del año pasado. Y la publicamos con el deseo y con la única intención de invitar a la adquisición de la santidad cristiana en tiempo oportuno, con nuestra propuesta, a cuantos más puedan. Origen principal, de verdad, de los males que nos oprimen y de los males que nos amenazan, es la observancia negligente de las virtudes cristianas. Pero los hombres no pueden remediar estos males y conjurar estos peligros por otro camino, que acelerando la vuelta de las personas y de la sociedad a Jesucristo, que puede salvar perpetuamente a cuantos por su medio se acercan a Dios. Ahora bien, la observancia de los preceptos de Jesucristo miran a los Institutos de San Francisco: porque ninguna otra cosa se propuso su santísimo Fundador, sino abrir en ellos como una palestra, en la que se viviese con mayor diligencia la vida cristiana.
            Las dos primeras Órdenes Franciscanas, ciertamente,  ejercitándose en la escuela de las grandes virtudes, tienden a algo más perfecto y divino. Pero estas dos Órdenes son accesibles a pocos, es decir, sólo a aquellos a los que por especial gracia de Dios es concedido aspirar con singular prontitud a la santidad de los consejos evangélicos. Pero la Tercera Orden ha nacido para el pueblo; y cuanta eficacia tenga para formar buenas, íntegras, piadosas costumbres, se deduce por ella misma, y por el testimonio de los tiempos transcurridos.
            Debemos reconocer a Dios, Autor y Ayudador de buenos consejos, que no permanecieron cerrados los oídos del pueblo cristiano a nuestras exhortaciones. Por el contrario, sabemos que en muchos lugares, se ha encendido de nuevo la piedad hacia el Patriarca de Asís y ha aumentado poco a poco el número de los que solicitan inscribirse en la Tercera Orden. Por lo cual, con la intención de animar al que corre, Nos decidimos dirigir Nuestro pensamiento allí, donde este feliz itinerario de los ánimos parece impedido o retardado. En primer lugar, examinamos la Regla de la Tercera Orden, aprobada por Nuestro Predecesor Nicolás IV y confirmada con la Constitución “Supra Montem”, el 18 de agosto de 1289, y la consideramos que no responde plenamente a los tiempos y a las costumbres de hoy en día. Por lo que, no pudiendo cumplir las obligaciones asumidas  sin demasiada molestia y fatiga, fue necesario hasta ahora, a instancia de los asociados, pasar por encima de aquellas leyes; y como esto no llega nunca sin menoscabo de la disciplina común, es fácil comprenderlo.
            Además, se daba otra razón en la misma Confraternidad que requería Nuestra asistencia. Queremos decir que los Romanos Pontífices, Nuestros Antecesores, habiendo acogido con suma benevolencia a la Tercera Orden desde su nacimiento, otorgaron a los Terciarios muchas y amplias Indulgencias para la expiación de las culpas. La índole y la razón de tales Indulgencias, en el transcurso de los años, llegó a ser ambigua y perpleja, por lo que en diversas ocasiones se cuestionó, si el indulto papal era cierto, y en qué tiempo y en qué medida se podía hacer uso.
Ciertamente que la providencia de la Sede Apostólica no se descuidó urgida por la necesidad y particularmente Benedicto XIV P.M. con su Constitución “Ad Romanum Pontificem”, del 15 de marzo de 1751, hizo desaparecer las primeras dudas que habían surgido.
            Pero aparecieron otras, sucesivamente, como suele ocurrir. Por lo que Nos movidos por la solicitud de tales incomodidades, designamos algunos Cardenales de la S.R. Iglesia pertenecientes a la S. Congregación de las Indulgencias y sagradas Reliquias, encomendándoles que revisasen con mucha atención la primitiva Regla de los Terciarios, e igualmente, redactado el elenco de todas las Indulgencias y Privilegios; los examinaron y Nos refirieron, después de maduro juicio, qué entendían se tuviese que retener o renovar, dada la condición de los tiempos,. Hecho cuanto habíamos ordenado, los dichos Cardenales nos propusieron que confirmáramos y acomodáramos las antiguas leyes al actual modo de vivir , modificando algunos capítulos. Luego, en torno a las Indulgencias, para no dar lugar a dudas y evitar el peligro de que algo no camine debidamente, juzgaron que Nos obraríamos sabia y útilmente, si a ejemplo de Benedicto XIV, retiradas y abrogadas todas las Indulgencias que hasta aquí se encuentran en vigor, concediésemos otras nuevas a la misma Fraternidad.
            Así pues, para que redunde el bien, aumente la gloria de Dios, y se incremente todavía más el amor a la piedad y a las otras virtudes cristianas, Nos, con esta Constitución y con Nuestra Apostólica Autoridad, renovamos y aprobamos en el modo que sigue la Regla de la Tercera Orden Seglar de San Francisco. Con lo que nadie piense que se toca la íntima naturaleza de la misma Orden, la cual, por el contrario, queremos que permanezca inalterable y entera. Queremos, además, y mandamos que todos los Terciarios gocen de las Indulgencias y Privilegios que aquí se hallen detallados, anuladas totalmente las demás Indulgencias y Privilegios, que a la misma Fraternidad han sido concedidos hasta hoy por esta Sede Apostólica en cualquier tiempo, o nombre, o forma.

REGLA
de la tercera orden seglar de san francisco

Capítulo I
De la aceptación, Noviciado, Profesión
I.       No se acepte en la Orden Tercera al que no haya superado la edad de catorce años, y no sea de buenas costumbres, amante de la concordia, y especialmente de acreditada fe en la profesión católica y de comprobado respeto hacia la Iglesia Romana y la Sede Apostólica.
II.      Las casadas no se admitan sin que el marido lo sepa y consienta, excepto el caso en que el confesor decida diversamente.
III.    Los inscritos a la Fraternidad lleven el pequeño escapulario y el cíngulo según la costumbre: si no lo llevan, queden privados de los privilegios y derechos concedidos.
IV.    Los Terciarios y las Terciarias, cuando son recibidos en la Orden, pasen en el noviciado el primer año: luego, admitidos, según el ritual a  la profesión de la misma Orden, prometan observar los mandamientos de Dios, obedecer a la Iglesia, y si faltan en algún punto de su profesión, sean diligentes en enmendarse.

Capítulo II
De la disciplina
I.       Los Terciarios y las Terciarias se abstengan en todo del lujo y de la refinada elegancia, ateniéndose a aquel gusto medio, que conviene a la condición de cada uno.
II.      Se alejen con suma cautela de bailes y espectáculos peligrosos y de toda orgía.
III.    Sean frugales en la comida y en la bebida y no se sienten ni se levanten de la mesa  sin haber invocado piadosamente y dadas gracias al Señor.
IV.    En la vigilia de la Inmaculada Concepción de María y del Patriarca San Francisco cada uno observe el ayuno; es muy encomiable, si ayunan además todos los viernes y se abstienen de la carne el miércoles, según la antigua usanza de los Terciarios.
V.      Se acerquen a los Sacramentos de la Confesión y de la Comunión cada mes.
VI.    Los Terciarios Eclesiásticos, dado que cada día deben recitar las Horas canónicas, por esta parte no tienen otra obligación. Los laicos que no recitan el oficio divino ni el oficio parvo de la Bienaventurada Virgen, digan cada día doce Pater noster, Ave María y Gloria Patri, excepto los que están impedidos por enfermedad.
VII.   Aquellos que por ley pueden, hagan con tiempo testamento de sus cosas.
VIII. En familia sean de ejemplo para otros, promoviendo ejercicios de piedad y buenas obras. No permitan que entren en casa libros y periódicos que dañen la virtud, e impidan la lectura a los que están sujetos a ellos.
IX.       Cuiden de mantener entre ellos y con los demás generosidad caritativa. Donde puedan, trabajen por extinguir las discordias.
  1. X.                No juren nunca, a no ser en caso de verdadera necesidad. Huyan del hablar indecente, de toda vulgaridad y de toda burla. Cada tarde hagan el examen para ver si han cometido alguna falta; habiéndola cometido, se arrepienten y enmienden la falta.
  2. XI.             Aquellos que pueden asistan cada día a la Santa Misa. A invitación del Ministro participen cada mes a la reunión.
XII.     Pongan en común, según las posibilidades de cada uno, algo      para aliviar a los hermanos necesitados, principalmente en las enfermedades, o para proveer al decoro del divino oficio.
XIII.   En l visita a los Terciarios enfermos, los Ministros, vayan ellos mismos, o manden cumplir los debidos oficios de caridad. Y si la enfermedad es peligrosa, amonesten y persuadan al enfermo a que prepare a tiempo las cosas del alma.
XIV.  En los funerales de los hermanos difuntos los Terciarios del lugar y los forasteros que allí se encuentren, se reúnan y reciten juntos una tercera parte del Santo Rosario en sufragio del finado. Los sacerdotes en el divino sacrificio, y los seglares acercándose a la Sagrada Comunión, si pueden, recen piadosa y de buena gana por la paz del hermano difunto.

Capítulo III
De los Oficios, de la Visita, de la misma Regla
I.       Los diversos oficios se confieran en las reuniones de los hermanos. Los oficios duren tres años. Ninguno, sin justa causa, rechace o ejecute con negligencia el oficio que se le ha otorgado.
II.      El Visitador indague diligentemente si se observa la Regla. Con este fin, una vez al año, visite de oficio a los Hermanos, convoque a reunión general a los Ministros y a los hermanos. Si el Visitador amonestando o mandando llama a alguno al deber, o impone alguna penitencia saludable, éstos dócilmente la acepten y no rechacen cumplirla.
III.    Los Visitadores se elijan de entre los religiosos de la Primera Orden y de la Tercera Orden Regular Franciscana; y sean designados por los guardianes cuando sean solicitados. El oficio de Visitador no está permitido a los laicos.
IV.    Los Terciarios insubordinados y de mal ejemplo sean amonestados de su obligación por segunda y tercera vez: si no obedecen, sean expulsados.
  1. V.                Si en las prescripciones de esta Regla alguno llega a faltar, sepa que no incurre por este título en verdadero pecado, a no ser que la falta ofenda las leyes de Dios y los preceptos de la Iglesia.
VI.    Si alguno por grave o justa causa no puede observar alguna prescripción de esta Regla, es lícito dispensarlo de esta parte o prudentemente hacerle el cambio. Y acerca de esto los Superiores ordinarios Franciscanos de la Primera y de la Tercera Orden, como también los Visitadores, tengan pleno poder.

            Todas y cada una de estas cosas, en el modo que arriba han sido decretadas, queremos que permanezcan firmes, estables y aprobadas en perpetuidad: no obstante las Constituciones, las Cartas Apostólicas, los Estatutos, las Costumbres, los Privilegios, las otras Reglas Nuestras y de la Cancillería Apostólica y cualquier otra cosa en contrario. A ninguno, por lo tanto, le sea lícito violar e modo alguno alguna parte de las presentes nuestras letras: cualquiera que lo ose, sepa que incurre en la indignación de Dios Omnipotente, y de los Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo.

            Dado en Roma, junto a San Pedro, el año de la Encarnación del Señor 1883, el 30 de mayo, año sexto de Nuestro Pontificado.

León Papa XII