Santa Rosa de Lima


Honorum ómnium largítor, omníptens Deus, qui beátam Rosam, cœléstis grátiæ rore prævéntam, virginitátis et patiétiæ decóre Indis floréscere voluísti: da nobis fámulis tuis; ut in odórem sauvitátis ejus curréntes, Christí bonus odor éffici mereámur: Qui tecum vivit...

Rosa de Lima, la primera santa americana canonizada, nació de ascendencia española en la capital del Perú en 1586. Sus humildes padres son Gaspar de Flores y María de Oliva.

Aunque la niña fue bautizada con el nombre de Isabel, se la llamaba comúnmente Rosa y ése fue el único nombre que le impuso en la Confirmación el arzobispo de Lima, Santo Toribio. Rosa tomó a Santa Catalina de Siena por modelo, a pesar de la oposición y las burlas de sus padres y amigos. En cierta ocasión, su madre le coronó con una guirnalda de flores para lucirla ante algunas visitas y Rosa se clavó una de las horquillas de la guirnalda en la cabeza, con la intención de hacer penitencia por aquella vanidad, de suerte que tuvo después bastante dificultad en quitársela. Como las gentes alababan frecuentemente su belleza, Rosa solía restregarse la piel con pimienta para desfigurarse y no ser ocasión de tentaciones para nadie.

Una dama le hizo un día ciertos cumplimientos acerca de la suavidad de la piel de sus manos y de la finura de sus dedos; inmediatamente la santa se talló las manos con barro, a consecuencia de lo cual no pudo vestirse por sí misma en un mes. Estas y otras austeridades aún más sorprendentes la prepararon a la lucha contra los peligros exteriores y contra sus propios sentidos. Pero Rosa sabía muy bien que todo ello sería inútil si no desterraba de su corazón todo amor propio, cuya fuente es el orgullo, pues esa pasión es capaz de esconderse aun en la oración y el ayuno. Así pues, se dedicó a atacar el amor propio mediante la humildad, la obediencia y la abnegación de la voluntad propia.

Aunque era capaz de oponerse a sus padres por una causa justa, jamás los desobedeció ni se apartó de la más escrupulosa obediencia y paciencia en las dificultades y contradicciones.

Rosa tuvo que sufrir enormemente por parte de quienes no la comprendían.

El padre de Rosa fracasó en la explotación de una mina, y la familia se vio en circunstancias económicas difíciles. Rosa trabajaba el día entero en el huerto, cosía una parte de la noche y en esa forma ayudaba al sostenimiento de la familia. La santa estaba contenta con su suerte y jamás hubiese intentado cambiarla, si sus padres no hubiesen querido inducirla a casarse. Rosa luchó contra ellos diez años e hizo voto de virginidad para confirmar su resolución de vivir consagrada al Señor.

Al cabo de esos años, ingresó en la tercera orden de Santo Domingo, imitando así a Santa Catalina de Siena. A partir de entonces, se recluyó prácticamente en una cabaña que había construido en el huerto. Llevaba sobre la cabeza una cinta de plata, cuyo interior era lleno de puntas sirviendo así como una corona de espinas. Su amor de Dios era tan ardiente que, cuando hablaba de El, cambiaba el tono de su voz y su rostro se encendía como un reflejo del sentimiento que embargaba su alma. Ese fenómeno se manifestaba, sobre todo, cuando la santa se hallaba en presencia del Santísimo Sacramento o cuando en la comunión unía su corazón a la Fuente del Amor.

Extraordinarias pruebas y gracias

Dios concedió a su sierva gracias extraordinarias, pero también permitió que sufriese durante quince años la persecución de sus amigos y conocidos, en tanto que su alma se veía sumida en la más profunda desolación espiritual.

El demonio la molestaba con violentas tentaciones. El único consejo que supieron darle aquellos a quienes consultó fue que comiese y durmiese más. Más tarde, una comisión de sacerdotes y médicos examinó a la santa y dictaminó que sus experiencias eran realmente sobrenaturales.

Rosa pasó los tres últimos años de su vida en la casa de Don Gonzalo de Massa, un empleado del gobierno, cuya esposa le tenía particular cariño. Durante la penosa y larga enfermedad que precedió a su muerte, la oración de la joven era: "Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor".

Dios la llamó a Sí el 24 de agosto de 1617, a los treinta y un años de edad. El capítulo, el senado y otros dignatarios de la ciudad se turnaron para transportar su cuerpo al sepulcro.

El Papa Clemente X la canonizó en 1671.

Aunque no todos pueden imitar algunas de sus prácticas ascéticas, ciertamente nos reta a todos a entregarnos con mas pasión al amado, Jesucristo. Es esa pasión de amor la que nos debe mover a vivir nuestra santidad abrazando nuestra vocación con todo el corazón, ya sea en el mundo, en el desierto o en el claustro.

DE LOS ESCRITOS DE SANTA ROSA

El salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad:
"¡Conozcan todos que la gracia sigue a la tribulación.
Sepan que sin el peso de las aflicciones no se llega al
colmo de la gracia. Comprendan que, conforme al acre-
centamiento de los trabajos, se aumenta juntamente la
medida de los carismas. Que nadie se engañe: esta es
la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz
no hay camino por donde se pueda subir al cielo!"
Oídas estas palabras, me sobrevino un impetu pode-
roso de ponerme en medio de la plaza para gritar con
grandes clamores, diciendo a todas las personas, de cual-
quier edad, sexo, estado y condición que fuesen:
"Oíd pueblos, oíd, todo género de gentes: de parte de
Cristo y con palabras tomadas de su misma boca, yo os
aviso: Que no se adquiere gracia sin padecer aflicciones;
hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conse-
guir la participación íntima de la divina naturaleza, la
gloria de los hijos de Dios y la perfecta hermosura del
alma."
Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente
a predicar la hermosura de la divina gracia, me angus-
tiaba y me hacía sudar y anhelar. Me parecía que ya no
podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo, sino que
se había de romper la prisión y, libre y sola, con más
agilidad se había de ir por el mundo, dando voces:
"¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la
gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas ri-
quezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y
delicias! Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes
y desvelos en buscar penas y aflicciones; andarían todos
por el mundo en busca de molestias, enfermedades y
tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro
último de la constancia en el sufrimiento. Nadie se que-
jaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte,
si conocieran las balanzas donde se pesan para repartir-
los entre los hombres."

Juan de Perusa y Pedro de Saxoferrato, Beatos, Mártires de Teruel

En los primeros tiempos de la Orden Franciscana hubo tres expediciones de religiosos para predicar la fe a los sarracenos, coronadas con el martirio. La primera, la de San Berardo y compañeros, martirizados en Marruecos el 16 de enero de 1220. La segunda, la de nuestros santos mártires Juan y Pedro, que salen de Italia por el mismo tiempo de la otra, y son martirizados en Valencia el 29 de agosto de 1228. La tercera, la de San Daniel y compañeros, que salen de Italia en 1227, y son martirizados en Ceuta el 10 de octubre de ese mismo año. Las tres tomaron el camino de Aragón para llegar al mundo árabe.

La primera y la tercera son más divulgadas por haber pasado antes estos mártires al rezo del breviario. La fiesta de nuestros santos mártires entró en fecha más tardía; por eso su historia y devoción quedaron más bien concentradas en Teruel y en la Provincia Seráfica de Aragón.

I. Datos históricos de los Beatos hasta la fecha de su martirio

Los Beatos Juan y Pedro son de nacionalidad italiana; el primero nacido en Perusa, ciudad de Umbría, y el segundo en Saxoferrato, de la región de los Abruzos. Entraron en la Orden Franciscana en edad avanzada y fueron formados espiritualmente bajo la dirección del mismo seráfico Padre San Francisco. Juan era sacerdote, y Pedro hermano laico. De esto se infiere que Juan era ya sacerdote cuando ingresó en la Orden, porque ni la edad -entró de edad avanzada- ni la organización de la Orden antes del año 1220, que es el tiempo en que hay que colocar la fecha de su entrada en la misma, podían proporcionarle ocasión y coyuntura para adquirir la formación intelectual que entonces se requería para el estado sacerdotal.

La fecha de ingreso en la nueva Orden, todavía en proceso de fundación, no la conocemos. Ciertamente hay que colocarla después del año 1209, fecha en que comienzan a afluir los primeros discípulos de San Francisco, y antes de 1220, fecha cierta en que aparecen en la ciudad de Teruel.

Su formación espiritual la recibieron del mismo San Francisco, bajo su dirección inmediata, como todos los primeros compañeros que se le agregaron. Adiestrados en la vida espiritual por tan insigne maestro, bien pudieron realizar en sí el ideal del perfecto religioso franciscano.

Según la Crónica de los XXIV Generales fueron enviados por el Seráfico Padre al Reino de Aragón «para predicar la fe católica». El Reino de Aragón era el camino que les había de conducir a la España ocupada por los árabes, cuyo punto más próximo era Valencia.

Hay algo de discrepancia entre los historiadores respecto de la fecha de su llegada a Teruel. En dos capítulos generales envió San Francisco sus frailes a las Misiones: el de 1217, del cual salieron los religiosos principalmente a tierras cristianas, y el de 1219, de donde se dirigen a tierras de moros, pasando por Aragón. La fecha de la llegada de nuestros Beatos a Teruel depende de una u otra de estas dos expediciones, en que debieron de salir a predicar la fe. Algunos sostienen que llegaron a Teruel en 1216 ó 1217, mientras que otros, más numerosos, dan como año de entrada en Teruel el 1220. Esta fecha nos parece más aceptable: primeramente por convenir en ella mayor número de historiadores, y luego por estar más en consonancia con la finalidad de la misión de los religiosos enviados por el Seráfico Padre a la tierra de infieles; más concretamente, la predicación de la fe a los sarracenos de España y Marruecos, cuyo paso natural para llegar allí era Aragón. Resultado de esta misión fueron los protomártires de la Orden en Marruecos y nuestros Beatos, martirizados por los moros de Valencia. Ya hemos dicho que la misión de 1217 tuvo como finalidad la predicación entre fieles y propagar la Orden en las naciones cristianas de Europa; por eso no se produjo ningún martirio.

Enviados por San Francisco al Reino de Aragón, ellos mismos eligieron la ciudad de Teruel para fijar pie en ella. La causa de esta elección es obvia. El P. Tomás Jordán, cronista del Convento de Zaragoza, lo declara al afirmar que, siendo la intención de los Beatos predicar la fe a los moros, y con ello buscar la gracia del martirio, se dirigieron a Teruel como punto más cercano a Valencia, que es en donde ellos intentaban predicar.

De su estancia en Teruel, dice la Crónica de los XXIV Generales que, con la oración y la predicación, esparcieron por aquellas tierras el buen olor de su santidad. Su porte humilde, caritativo y sencillamente franciscano les granjeó en gran manera el afecto de todo el pueblo.

Cuadra aquí muy bien una antigua tradición muy arraigada en Teruel. Apenas llegaron a la ciudad, no teniendo todavía local donde cobijarse, se dirigieron a un hospital, dicen que de leprosos, situado en la plaza de San Juan, donde comenzaron a prestar los buenos servicios de la caridad a los enfermos. Las noches las pasaban en casa de una persona caritativa que los albergaba por amor de Dios. El emplazamiento de esta casa todavía se muestra en la calle llamada de los Santos Mártires, donde hasta hace poco aún existían restos de pinturas antiguas que recordaban este hecho. Hoy lleva esta casa en la fachada unos azulejos con las imágenes de los santo mártires. Este modo de preceder anda en perfecto acuerdo con la primitiva organización de la Orden Franciscana. Los frailes franciscanos no tuvieron residencias fijas hasta después del año 1221. Hasta esa fecha vivían practicando la oración, la predicación y la caridad recorriendo ciudades y villas, siendo siempre sus lugares preferidos los hospitales. Era, pues, muy puesto en razón que al llegar a Teruel los Beatos Juan y Pedro se dirigieran al hospital, según su modo de vivir en Italia.

Después del año 1220 comienza ya en la Orden Franciscana, recién fundada, la organización de las casas en residencias fijas. La Crónica de los XXIV Generales dice que los Beatos Juan y Pedro, conformándose con la nueva modalidad de la Orden, resolvieron establecer en Teruel residencia fija. El lugar preciso donde construyeron su humildísima morada está bien determinado por las fuentes históricas que refieren el caso. Muy cercana a la ciudad y a la vera del río Turia, se alzaba una pequeña ermita dedicada al Apóstol San Bartolomé. Como ya hemos dicho antes, los santos religiosos se ganaron el afecto de toda la población por su caridad, predicación y buen ejemplo. Ello fue causa de que de muy buen grado les ofrecieran dicha ermita para edificar junto a ella su pobre y pequeña morada. Fabricaron de pobres y humildes materiales dos celditas adosadas al ábside de la ermita, de tal manera que la del Beato Juan correspondía al lado del Evangelio y la del Beato Pedro al lado de la Epístola. Junto a la ermita tenían los Beatos un huertecito en el cual cultivaban las verduras que les servían para su pobre alimentación. Este huerto existía todavía al final del siglo XVII.

Dentro del actual claustro de los Franciscanos hay un pozo que ya de tiempo inmemorial se tiene como obra de nuestros Beatos. Este pozo es lo único de los santos mártires que ha llegado hasta nosotros. Tiene escasa profundidad y nunca se ha agotado el agua. De la grande veneración en que se ha tenido este pozo y de los prodigios obrados por su agua, ya hablaremos más adelante. Las Relaciones del Proceso de Beatificación de los santos mártires nos hablan de este pozo como obra realizada por ellos mismos, para proveerse de agua en sus necesidades.

El tiempo que estuvieron en Teruel lo emplearon santamente en la edificación de aquellas gentes con su buen ejemplo, con la oración y la predicación de la divina palabra. Este apostolado no se limitó sólo a Teruel, sino que también se extendió a toda la comarca circundante. En su propia capillita la predicación era muy frecuente y seguramente concurrida, dada la veneración y afecto que les tenía el pueblo. La ermita tenía un púlpito que ellos construyeron o que existía ya al tomar posesión de la misma, de donde solían dirigir la palabra de Dios a los fieles. Este púlpito había de ser, andando el tiempo, como el primer altar que recibiera sus santos cuerpos al ser rescatados después de su martirio y ser traídos en viaje triunfal a Teruel.

Fray Juan Parente, compañero de San Francisco, fue nombrado primer Provincial de la Provincia Franciscana de Aragón, que con él y los religiosos de la Misión de España acababa de fundarse. Convocó Capítulo Provincial en Zaragoza, en 1220, al que asistieron los religiosos disponibles, probablemente todos italianos, existentes en los pocos conventos que habían fundado. Waddingo dice que nuestros Beatos estuvieron en Zaragoza, y su presencia en este Capítulo viene afirmada por Hebrera, quien dice que en este Capítulo trataron con Fray Juan Parente, su Provincial, de su propósito de predicar la fe a los sarracenos de Valencia. Luego regresaron a Teruel.

No podemos determinar con exactitud el tiempo transcurrido en Teruel hasta su partida a predicar la fe en Valencia. Waddingo dice que ocurrió su martirio a los diez años de su llegada a Teruel y el P. Vicente Martínez Colomer afirma que moraron en Teruel diez años.

El tiempo que estuvieron los Beatos Juan y Pedro en Teruel lo podemos determinar con estos datos: su llegada a Teruel ocurrió en el año 1220; podemos dar como fecha más tardía de su martirio el año 1228; por tanto, el tiempo que estuvieron en Teruel no va más allá de ocho años.

II. El martirio en Valencia

Los dos santos varones Juan y Pedro, almas formadas al calor e irradiación de la santidad de San Francisco, de quien reciben la obediencia para predicar la fe a los sarracenos de España; acrisolados y maduros en las obras del apostolado, de la oración, caridad y predicación entre los turolenses en los ocho años de su permanencia en estas tierras, consideraron ya llegada la hora de dar cima a la empresa que les había sido encomendada. El celo santo de la fe, la salvación de las almas por la predicación de la divina palabra y el ardiente deseo del martirio, fueron los estímulos que empujaron a nuestros Beatos a emprender el viaje a Valencia, al decir de la Crónica de los XXIV Generales. Para Waddingo fue el deseo de la salvación de los moros del Reino de Valencia lo que les llevó allá a predicar la fe. La Relación de la Causa de Beatificación asegura que las noticias que les llegaron de la cruel persecución desencadenada por el rey Azoto contra los cristianos fue lo que les llevó a Valencia a predicar la fe, lo cual naturalmente les hacía más fácil conseguir la palma del martirio que tan ansiosamente deseaban.

Los tres testimonios concuerdan, pues, en afirmar que el motivo que les llevó a Valencia fue el celo por la conversión de los infieles y el vehemente deseo del martirio. Ciertamente, poderosos eran estos motivos para empresa tan santa, además de la obediencia del Seráfico Padre y de las exigencias de su propia vida interior que buscaba el completo holocausto por el Señor. Ante sus propios ojos tenían dos recentísimos martirios de compañeros suyos que habían convivido con ellos en compañía del Seráfico Padre y que habían sido sacrificados en la misma parcela de la viña del Señor que a ellos les estaba invitando a trabajar: la conversión de los moros. En efecto, el día 16 de enero de 1220, apenas llegados nuestros Beatos a Teruel, morían en Marruecos por la fe sus propios compañeros, los seis Protomártires de la Orden, San Berardo y compañeros; y el día 10 de octubre de 1227, un año antes de su propio martirio, sufren el martirio por la misma causa otros siete compañeros suyos en Ceuta, San Daniel y compañeros mártires. El ejemplo, pues, de sus propios hermanos era también para nuestros Beatos poderoso estímulo para alcanzar la misma corona.

Para establecer bien los hechos de la fecha del martirio de Juan y Pedro, y el tiempo que medió entre su llegada a Valencia y la muerte de los mismos, hemos de tener presente las circunstancias que concurrieron a su llegada a dicha ciudad.

Los santos religiosos llegan a Valencia, dentro del año 1228, en los últimos tiempos del último rey moro de aquel Reino árabe, conocido entre los cristianos con el nombre de Azoto, el célebre moro Zeit Abuzeit, hermano de Miramolín, el caudillo de los Almohades, derrotado en las Navas de Tolosa. Rey tirano y déspota, perseguidor de los cristianos para vengar en ellos la derrota de los Almohades en las Navas. Los miraba como a espías de los ejércitos cristianos; por eso permitió el asalto al barrio cristiano de Valencia, donde tantas crueldades y crímenes se cometieron.

Al llegar a la ciudad del Turia los Beatos Juan y Pedro, la persecución de los cristianos se encuentra en fase aguda, como lo prueba el mismo hecho de su propio martirio.

¿Cuánto tiempo transcurrió entre su llegada y el martirio? Del examen detenido de las fuentes históricas se infiere que el martirio de los Beatos Juan y Pedro debió de ocurrir muy poco después de su llegada a Valencia. La Crónica de los XXIV Generales afirma que tan pronto llegaron a dicha ciudad comenzaron a predicar con fervor y valentía la fe de Cristo y la falsedad de la ley de Mahoma, lo cual, llegado a oídos del rey Zeit Abuzeit, hizo que éste los mandara encerrar en dura prisión.

Los cronistas andan bastante discordes en el establecimiento de la fecha del martirio de nuestros Beatos. En el espacio de una década, desde 1221 hasta 1231, se hallan comprendidos los distintos pareceres en orden al año de su muerte.

Prescindiendo de todos estos pareceres tan distintos, para fijar con bastante seguridad la fecha del martirio de los Beatos Juan y Pedro tenemos en la historia de Valencia de estos tiempos un acontecimiento bien conocido que tomamos como término ad quem del martirio. Este hecho es el destronamiento del rey moro Zeit Abuzeit, ocurrido en el año 1229. Es un dato histórico indiscutible y admitido por todos los historiadores de los santos mártires que el rey moro de Valencia Zeit Abuzeit fue el que ordenó su martirio siendo rey de la Ciudad y Reino. Pues bien: a raíz de la muerte de nuestros santos mártires estalló la sublevación de los moros de la ciudad contra Zeit, al tiempo que la ocupaba con sus tropas un noble jeque de aquella tierra y gobernador de Denia, conocido por los historiadores con el nombre de Zaen. Zeit tuvo que huir y buscar refugio en don Jaime I el Conquistador, a quien encontró en Calatayud. Después de 1229 reina ya en Valencia Zaen. El martirio de nuestros Beatos no pudo ser posterior a esta fecha. Como entre el martirio y la caída de Zeit transcurrió poco tiempo, si Zeit fue destronado en 1229, el martirio debió ocurrir el día 29 de agosto de 1229, o en el mismo día de 1228, como se dice en el Proceso de Beatificación. De estas dos fechas nos parece más probable la de 1228, porque daría más tiempo para producirse los acontecimientos del cambio de Zeit: la rebelión de Valencia, la huida del mismo Zeit y la toma de la misma ciudad por Zaen.

III. Circunstancias del martirio

Acuciados por el celo apostólico más encumbrado por la salvación de las almas apartadas de la fe, y con vivo y ardiente anhelo de dar su sangre por la gloria de Dios, por el año 1228 los Beatos entran en Valencia para dar cima a la obra que se habían propuesto. Tan pronto como llegaron comenzaron a predicar con ardor y valentía la fe de Cristo y la falsedad de la religión mahometana a los sarracenos. Fueron detenidos y llevados a la presencia del rey Zeit, quien les interrogó acerca de la causa de su venida a Valencia, y como primera providencia los encerró en cárcel durísima. Zeit pone todo su empeño en atraerles a la ley musulmana; para ello emplea todos los medios a su alcance. Recurre a los halagos, promesas y todo cuanto de humano pudiera cautivar el interés de los invictos varones. No consiguiendo nada por este camino, recurre a las amenazas, a las que siguen los tormentos. Estas torturas las padecieron atados a un ciprés. No especifican las fuentes de información la clase de tormentos que recibieron atados al ciprés. Sin embargo, no es difícil comprender que al ser atados al árbol era para recibir el tormento de los azotes. Así lo han entendido los escritores posteriores.

Después del horrendo castigo, nuestros Beatos no sólo quedaron con la fe más robusta, si es que en ella cabían grados, sino que sin dejarse amilanar por los tormentos persistieron en la predicación. Perdidas, pues, todas las esperanzas de atraerles a la ley islámica, Zeit pronuncia la sentencia capital contra ellos.

Era el día 29 de agosto de 1228, fiesta de la Degollación de San Juan Bautista, como hacen notar todas las fuentes históricas. La sentencia pronunciada sobre los dos confesores de Cristo era la decapitación, la cual había de cumplirse en lugar público. El escenario escogido para el suplicio lo indican bien claro los testimonios históricos más antiguos: la plaza de la Higuera o de la Figuereta, como entonces se la nombraba. Esta plaza estaba junto a la antigua iglesia de Santa Tecla, que correspondía a la actual plaza de la Reina. Con anterioridad nuestros Beatos habían estado en el palacio de Zeit, donde fueron encarcelados y sufrieron los interrogatorios; además, vista la ineficacia de éstos, fueron atados a un ciprés de aquella finca y allí recibieron el tormento de los azotes y demás vejaciones e injurias. Ciertamente, la sangre de los santos Mártires también llegó a santificar aquella regia morada, convertida más tarde en convento.

Puestos ya nuestros dos santos religiosos en el lugar del suplicio en la llamada plaza de la Higuera, dieron gracias al verdugo por el beneficio del martirio, y puestos de rodillas en tierra, con fervor rogaron por la salud espiritual del Rey, e interiormente recibieron del cielo la convicción de que su oración era atendida. Hincadas las rodillas en el suelo, y después de haber pronunciado unas palabras proféticas referentes a la conversión del tirano Zeit, los Beatos Juan y Pedro fueron decapitados, recibiendo con ello la tan ansiada palma del martirio. Esto ocurría en la fiesta de la Degollación de San Juan Bautista, día 29 de agosto de 1228.

Ejecutada la sentencia, los cristianos residentes en Valencia se hicieron cargo de los cuerpos y de las cabezas separadas de los santos mártires, hasta las reliquias más insignificantes. En el tiempo que andamos de nuestra historia, existía en Valencia, ya desde los comienzos de la conquista árabe, un barrio cristiano llamado de "Rebetins", que estaba situado entre las calles actuales de la Concordia, San Bartolomé y Portal de Valldigna. A los cristianos, que tenían la costumbre de hacer sus enterramientos dentro de las iglesias, les servía de cementerio la iglesia del Santo Sepulcro, después iglesia de San Bartolomé, enclavada dentro del barrio cristiano. Obtenidos ya los sagrados cuerpos, allí les dieron honrosa sepultura, y allí estuvieron sepultados hasta su traslado a Teruel.

Según hemos dicho, los gloriosos mártires, habiendo orado por la conversión del rey Zeit y después de recibir aviso del cielo de que su oración había sido escuchada, le anunciaron con palabras proféticas su futura conversión a la fe cristiana. ¿Cómo y en qué circunstancias se cumplió esta profecía? Zeit, consumado el martirio de nuestros santos religiosos, experimentó un cambio radical en su propia contextura psicológica y moral. Torcedores remordimientos y angustiosas tristezas le acompañaban de continuo. Se dijo que alguien le vio entrar disfrazado en el barrio cristiano. Por otra parte, en 1229 estalló la rebelión del pueblo de Valencia contra Zeit, a quien destronó, proclamando en su lugar a Zaen o Zellan. Zeit, con unos partidarios suyos, huyó a Zaragoza, a buscar a don Jaime, con el cual tenía un tratado de amistad, poniéndose a sus órdenes. Según J. Zurita, Zeit fue bautizado en 1233. Ayudó antes a don Jaime en la reconquista de Valencia, y éste le concedió la Señoría de Villahermosa, donde gobernó hasta su muerte, acaecida en 1247.

IV. Glorificación de los mártires

La devoción popular a los santos mártires Juan y Pedro comenzó en el punto mismo de su muerte y sepultura. A raíz de su martirio se apresuró el Señor a honrar a sus siervos con el don de milagros obtenidos por intercesión de los mismos. Pronto comenzaron a ser invocados con los nombres de Beatos y Santos, no sólo entre la gente del pueblo, sino también entre las personas de la nobleza y de la familia real.

Dada la comunicación que había entre Teruel y Valencia por los mercaderes que iban y venían por razón de sus negocios, la noticia del martirio de nuestros Beatos llegó pronto a Teruel. Además, los nobles caballeros Blasco de Alagón y Artal de Luna, presentes en Valencia durante el proceso y martirio de los gloriosos confesores de Cristo, volvieron a Teruel en el mismo año o, a lo más tardar, al siguiente del martirio. Pudieron, pues, referir todos los pormenores de lo acaecido en Valencia. La devoción y afecto que la gente de Teruel sentía por estos santos varones por el olor de santidad que habían difundido en la ciudad y sus aledaños durante los ocho años de convivencia con ellos, hubo de tomar mucho vuelo con la llegada de estas noticias.

El mismo rey don Jaime sintió viva devoción a los nuevos Mártires, de tal manera que a la intercesión de ellos atribuía los clamorosos triunfos logrados en su continuo batallar contra los moros. Con vivo anhelo deseaba el rey recuperar las santas reliquias, y con no menos singular interés lo deseaban también los turolenses, quienes miraban a los santos mártires como a sus venerandos maestros de espíritu. No era, sin embargo, cosa fácil la recuperación de los cuerpos de los Beatos Juan y Pedro. Las relaciones entre el nuevo régulo de Valencia, Zaen, y don Jaime distaban mucho de ser amistosas. Fue la divina Providencia quien llevó las cosas de manera que con facilidad, y como venidas a la mano pudieran ser trasladadas las reliquias a Teruel.

La fecha de la entrada en Teruel de los cuerpos de los santos mártires la colocamos en el año 1232. En efecto, aquel año el rey don Jaime se encontraba en Teruel y, a instancia de los turolenses, rechazando la ingente suma que le ofreció el rey moro Zaen, pidió los cuerpos de los mártires como precio del rescate de los nobles moros de Morella, prisioneros del monarca aragonés tras la caída de dicha ciudad a finales de 1231. No era cosa difícil para Zaen encontrar los sagrados cuerpos. Depositados en la iglesia del Santo Sepulcro (San Bartolomé), cementerio de los cristianos, éstos los entregaron al rey moro, quien los consignó a unos mercaderes cristianos, que traficaban entre Valencia y Teruel, para su traslado a esta ciudad. Salieron de Valencia encerrados en una caja en la cual los cristianos valencianos escribieron los nombres de nuestros Beatos en esta forma: San Juan y San Pedro. Y con este título se les ha invocado en el transcurso de los siglos posteriores, y con este título ha quedado aún hoy profundamente arraigada en el corazón de los turolenses la devoción a los Beatos Juan de Perusa y Pedro de Saxoferrato.

El recibimiento de los sagrados cuerpos fue apoteósico. Llegan a Teruel al tiempo en que la ciudad se encuentra visitada por muchos y muy ilustres huéspedes de todo Aragón, convocados por don Jaime con motivo de la magna asamblea para preparar la conquista de Valencia. Este asunto del rescate de las santas reliquias es muy del agrado y de la devoción de don Jaime, y por ello todas estas gestiones las lleva personalmente, por el gran deseo que tenía de tenerlas consigo. De aquí que, al acercarse la comitiva que traía los sagrados despojos, se aparejaron, por orden del Rey, todos los habitantes de la ciudad para recibirlos con gran devoción y compostura y solemne procesión. Y, como advierte el Proceso de beatificación, el propio don Jaime, que presidía esta fastuosa al par que piadosa manifestación, recibió las santas reliquias en sus propias manos, llevándolas con suma devoción y recogimiento hasta el lugar designado para ellas. Este lugar era el mismo oratorio o ermita de San Bartolomé, con las dos celditas que, adosadas al ábside, habían construido ellos mismos. En elegante urna de alabastro fueron colocadas en el púlpito desde donde tantas veces habían predicado la divina palabra a los turolenses.

Al llegar la caja con los santos cuerpos a Teruel, no faltaba ninguno de los miembros. Sin embargo, las cabezas de los dos mártires, separadas de sus cuerpos por la espada y contenidas también en el arca al llegar a Teruel, no fueron depositadas en el oratorio de San Bartolomé, sino que el rey don Jaime las sacó de la caja y, engastadas en plata, las colocó en su relicario o capilla con suma devoción y ternura.

La veneración y culto secular a nuestros mártires, constantemente mantenido por la devoción de los fieles, tardó por diversas circunstancias en obtener el reconocimiento oficial de la Iglesia. El 31 de enero de 1705 la Sagrada Congregación de Ritos publicó, con la aprobación del papa Clemente XI, el decreto en el que confirmaba el culto inmemorial de estos santos mártires, lo que equivale a una beatificación formal. Y el 23 de julio de 1723 el papa Benedicto XIII concedía el Oficio divino y Misa en honor de los Beatos Juan y Pedro, a toda la Orden franciscana, a las ciudades y diócesis de Valencia, Teruel y Perusa, y al pueblo de Saxoferrato.

[Texto extraído del trabajo de auténtica investigación histórica del P. León Amorós, OFM, Los santos mártires franciscanos B. Juan de Perusa y B. Pedro de Saxoferrato en la historia de Teruel. Separata de la revista Teruel núms. 15 y 16 (1956), 144 págs.]

Junípero Serra

«Siempre adelante, nunca hacia atrás». Este fue el lema de Junípero Serra, cuyas dotes intelectuales, celo misionero, bondad y paciencia produjeron sus frutos en su nativa Mallorca, en México y en los Estados Unidos.

Nacido en Petra (Mallorca) el 24 de noviembre de 1713, Miguel José fue hijo de Antonio Serra y Margarita Ferrer, agricultores. Después de la enseñanza primaria en los Franciscanos de Petra, Miguel marchó a Palma, la Capital, e ingresó en los Frailes Menores en 1730, tomando el nombre de Junípero en honor de uno de los primeros seguidores de San Francisco. Ordenado de sacerdote en 1737, Serra fue destinado a enseñar filosofía. Entre sus alumnos hubo dos que fueron sus últimos colaboradores en el Nuevo Mundo, Francisco Palou y Juan Crespí. Tras doctorarse en Teología en la Universidad del Beato Ramón Llull en 1742, Serra continuó enseñando filosofía y teología y adquirió gran fama como predicador.

En 1749, en unión de Palou, partió para el Colegio de San Fernando, en la Ciudad de México. Temiendo comunicar a sus padres su próxima partida, Serra pidió a un fraile compañero suyo que les informara sobre el particular. «Yo quisiera poder infundirles la gran alegría que llena mi corazón», decía. «Si yo pudiera hacer esto, seguro que ellos me instarían a seguir adelante y no retroceder nunca». Les pedía que comprendieran su vocación misionera y prometía recordarlos en la oración.

Poco después de su llegada a México, Serra sufrió la picadura de un insecto que le produjo la hinchazón de un pie y una úlcera en la pierna de la que le resultó una cojera para el resto de su vida. Tras unos meses en el Colegio de San Fernando, Serra fue destinado a las misiones de Sierra Gorda al nordeste de la ciudad de México. Allí trabajó durante ocho años, tres de ellos como presidente de las misiones. Llamado a la Ciudad de México, fue maestro de novicios durante nueve años y continuó su predicación en las zonas alrededor de la capital. En 1767 los jesuitas fueron expulsados de México y sus misiones de la Baja California fueron encomendadas al Colegio de San Fernando. Serra fue nombrado presidente de esas misiones, cuya cabecera estaba en la Misión de Loreto.

En 1769, la Corona de España decidió colonizar la Alta California (hoy Estado de California en los EE.UU.). Serra fue nombrado nuevamente presidente; supervisó la fundación de las nueve misiones: San Diego (1769), San Carlos Borromeo (1770), San Antonio de Padua (1771), San Gabriel Arcángel (1771), San Luis Obispo (1772), San Francisco de Asís (1776), San Juan de Capistrano (1776). Santa Clara de Asís (1777) y San Buenaventura (1782).

En 1773 Junípero fue a la Ciudad de México para entrevistarse con el Virrey Bucarelli y tratar de resolver los problemas que habían surgido entre los misioneros y los representantes del Rey en California. La Representación de Serra (1773) ha sido llamada «Carta de los Derechos» de los indios; una parte decretaba que «el gobierno, el control y la educación de los indios bautizados pertenecerían exclusivamente a los misioneros». Durante esta visita a la Ciudad de México Serra escribió a su sobrino, el Padre Miguel Ribot Serra diciéndole: «En California está mi vida y allí, si Dios quiere, espero morir».

Ni siquiera el martirio del Padre Luis Jaime en la Misión de San Diego (1775) apagó el deseo de Serra de añadir nuevas misiones a la cadena de las ya existentes a lo largo de la costa de California. En todas estas misiones, Junípero y los frailes enseñaron a los indios métodos de cultivo más eficaces y el modo de domesticar a los animales necesarios para la alimentación y el transporte. Cuando fue capturado el indio que dirigía a los rebeldes en la Misión de San Diego, Serra escribió al Virrey, pidiéndole que perdonara la vida del indio. Los que fueron capturados, fueron eventualmente perdonados. En la misma carta al Virrey, Serra pedía que «en el caso de que los indios, tanto paganos como cristianos, quisieran matarme, deberían ser perdonados». Serra explicaba: «Debe darse a entender al asesino, después de un moderado castigo, que ha sido perdonado y así cumpliremos la ley cristiana que nos manda perdonar las injurias y no buscar la muerte del pecador, sino su salvación eterna».

Serra pasó los últimos años de su vida ocupado en las tareas de la administración, la necesidad de escribir muchas cartas a las otras misiones y a la Iglesia y a los oficiales del gobierno en la Ciudad de México, y con el ansia de fundar las misiones necesarias. Sin embargo, trabajó con gran fe y tenacidad, aunque le iban faltando las fuerzas. Los indios le pusieron de apodo «el viejo», porque tenía 56 años cuando llegó a la Alta California, pero Serra trabajó constantemente hasta su muerte el 28 de agosto de 1784 en la Misión de San Carlos Borromeo, que había sido su cuartel general y se convirtió en el lugar de su descanso definitivo. Los indios y los soldados lloraron la muerte de Serra y lo llamaban «Bendito Padre». Muchos se llevaban un trozo de su hábito como recuerdo; otros tocaban medallas y rosarios a su cuerpo.

Poco tiempo después de la muerte de Serra, el Guardián del Colegio de San Fernando escribía al Provincial de los Franciscanos en Mallorca: «Murió como un justo, en tales circunstancias que todos los que estaban presentes derramaban tiernas lágrimas y pensaban que su bendita alma subió inmediatamente al cielo a recibir la recompensa de su intensa e ininterrumpida labor de 34 años, sostenido por nuestro amado Jesús, al que siempre tenía en su mente, sufriendo aquellos inexplicables tormentos por nuestra redención. Fue tan grande la caridad que manifestaba, que causaba admiración no sólo en la gente ordinaria, sino también en personas de alta posición, proclamando todos que ese hombre era un santo y sus obras las de un apóstol».

El 14 de septiembre de 1987, el Papa Juan Pablo II tuvo un encuentro con los Indios nativos americanos en Fénix, Arizona, durante el cual alabó los esfuerzos de Serra para proteger a los indios contra la explotación. Tres días más tarde el Papa visitó la tumba de Serra en la Misión de S. Carlos Borromeo y recordó la Representación de Serra en 1773 en favor de los indios de California. Juan Pablo II dijo que Serra y sus misioneros compartían la convicción de que «el Evangelio es un asunto de vida y de salvación. Ellos estimaban que al ofrecer a Jesucristo a la gente, estaban haciendo algo de un valor, importancia y dignidad inmensos». Esta convicción los sostenía «frente a cualquier vicisitud, desazón y oposición».

Beatos Francisco de Santa María, Bartolomé Laurel Antonio de San Francisco, presbíteros y compañeros mártires de Japón

Los beatos Francisco, Bartolomé y Antonio, de la Orden de Hermanos Menores, junto con 12 seglares japoneses, fueron martirizados en Nagasaki (Japón) en agosto de 1627, quemados vivos o decapitados. Francisco nació en Montalbanejo (España), entró de joven en la Orden franciscana y recibió la ordenación sacerdotal. Pidió ir a misiones y, después de trabajar 14 años en Filipinas, pasó a Japón, en plena persecución religiosa, acompañado de Bartolomé, hermano laico que había vestido el hábito franciscano en México (¿oriundo de Sevilla?), médico y catequista. Se dedicaron a atender clandestinamente a las comunidades cristianas desasistidas, y se les unió como catequista un joven cristiano japonés, Antonio, que profesaría la Regla franciscana estando ya en la cárcel. Con ellos fueron arrestados, encarcelados y martirizados ocho terciarios franciscanos y cuatro terciarios dominicos. El 7 de julio de 1867 fueron beatificados, con otros muchos, por Pío IX.


El ingenio de numerosos japoneses hizo que, cuando ya la persecución contaba trece años, siguiera habiendo misioneros en el país y sitios donde poder vivir escondidos y administrando los sacramentos. Las autoridades redoblaban sus pesquisas y lograban muchas veces encontrar el escondite de los misioneros y prenderlos junto con sus hospedadores. Éste fue el caso de estos quince mártires, tres religiosos y doce laicos, que sufrieron muerte por Cristo en Nagasaki siendo o quemados vivos o decapitados.

Damos los datos de cada mártir:

Francisco de Santa María era el único sacerdote del grupo, y había nacido en la población manchega de Montalbanejo. Muy joven entró en la Provincia de San José de los franciscanos descalzos, en la que hizo la profesión religiosa y se ordenó sacerdote. Se ofreció para ir a las misiones y en 1609 marchó a Filipinas, donde trabajó con mucho celo por la conversión de los nativos y la salvación de las almas. Llevaba ya 14 años en Filipinas cuando se le propuso la posibilidad de pasar a Japón, pese a que estaba vigente la persecución y se corría un gran peligro. Hay que decir por tanto que incluyendo la perspectiva del martirio es como el P. Francisco de Santa María se ofreció para ir a Japón, a donde marchó acompañado del hermano Bartolomé Laurel. Desembarcaron ambos religiosos en una playa próxima a Nagasaki y como no tenían asignado un puesto de misión fijo, lo primero que hicieron fue enterarse de qué comunidades estaban más desasistidas, pues era su intención cubrir los puestos más abandonados religiosamente a causa de la persecución. Su vida fue, pues, itinerante, y ciudades, aldeas, caminos y bosques, altas montañas y ríos fueron los sitios por donde ambos misioneros hubieron de pasar continuamente. Tenían los misioneros la consigna de no exponer las vidas sino reservarse para poder ejercer el apostolado, ya que el martirio dejaba sin obreros el campo evangélico. Como la búsqueda policial arreciaba más, en algunas ocasiones se vieron los misioneros obligados a vivir en los bosques, únicos sitios de mayor seguridad, albergándose en pobres cabañas y pasando grandes privaciones. Pronto tuvieron una estimable compañía: un joven cristiano japonés que se había unido a ellos, profesaría, ya preso, en la Orden franciscana y se convirtió en su guía y mentor, con la garantía de pasar muy inadvertido por ser nativo. Se trataba del Beato Antonio de San Francisco, que morirá mártir con sus dos compañeros. Así pasaron cuatro años de intensa y fecunda labor apostólica.

En la primavera del año 1627 estaban en la casa del Beato Gaspar Vaz el P Francisco y el Hno. Laurel junto con un grupo de cristianos para celebrar allí la eucaristía. Un apóstata se enteró y avisó a la policía. Ésta llegó con presteza y rodeó la casa, y todos hubieron de entregarse. No estaba fray Antonio, pero al enterarse de la detención acudió a declarar su cristianismo y quedó igualmente preso. Fueron todos llevados a la cárcel y allí se dedicaron a la oración, animándose mutuamente a permanecer firmes en la fe. Juzgados, se les condenó a muerte: los dos misioneros extranjeros y otros cristianos serían quemados vivos y los demás decapitados.

Bartolomé Laurel es tenido por mexicano, generalmente, pero la archidiócesis de Sevilla, cuando su beatificación en 1867, alegó que en realidad Bartolomé Díaz, apodado Laurel, había nacido en el Puerto de Santa María, provincia de Cádiz y diócesis de Sevilla, y que había marchado a México cuando muchacho, y por ello lo agregó a su propio de los santos, lo que igualmente hizo en 1980 la diócesis de Jerez, cuando se constituyó, al quedar el Puerto de Santa María dentro de la diócesis jerezana. Buscado en el archivo parroquial de la iglesia mayor del Puerto, única existente entonces, un Bartolomé Díaz, apodado Laurel, no aparece, pero ello es lógico si Laurel era un apodo como alegan los escritores hispalenses, pero sí aparece un Bartolomé Díaz en 1593 que podría ser nuestro beato. Tras marchar a México en la niñez, se establece en la ciudad de Valladolid, hoy Morelia, y en el «Libro de profesiones» del convento franciscano de dicha población, que se conserva, está registrada su profesión: «Hoy, 18 de octubre de 1617, ha profesado solemnemente la seráfica regla el joven Bartolomé Díaz, llamado también Laurel».

Profesó como hermano lego y no mucho después se ofreció para las misiones, marchando a Filipinas en 1619. Establecido en el convento de su Orden en Manila, se dedicó al estudio del japonés y a la práctica de la medicina y la enfermería. El convento tenía anejo un hospital en el que se daba acogida a los marineros y comerciantes japoneses que arribaban enfermos a la ciudad. Allí practicó la lengua japonesa y la enfermería, llegando a ser un notable profesional. En 1623 llegó la hora de su ida al Japón, siendo asignado como compañero y ayudante del P. Francisco de Santa María. Se le ha llamado guía y vanguardia del P. Francisco, porque era Bartolomé quien programaba los viajes y actividades, y porque junto con el hermano Antonio de San Francisco estudiaba cuáles eran los sitios más seguros para conducir allí al sacerdote sin peligro. Se adelantaba él muchas veces a aquellos lugares, y llevaba personalmente sobre sus hombros el fardo con los ornamentos y enseres del culto divino. Él y fray Antonio se encargaban también de las primeras lecciones de catecismo a los catecúmenos, quedando para el sacerdote la preparación más inmediata. Estos cursos de catequesis eran breves porque breves tenían que ser las estancias de los misioneros, pero suplía el fervor lo que el tiempo no daba de sí. Igualmente preparaban a los niños y a los demás cristianos a la recepción fructífera de los sacramentos. Atendía también a domicilio a los enfermos cristianos, y, cuando era llamado, también a los paganos, corriendo por caridad un grave peligro. Consta el amor que ponía fray Bartolomé en la preparación de los niños a la primera comunión.

Antonio de San Francisco, cuyo nombre nativo no hallamos en las fuentes, era un cristiano japonés que, pese a la persecución, se había ofrecido para ser catequista y que, cuando llegaron a Japón en 1623 el P. Francisco de Santa María y el Hno. Bartolomé Laurel, quedó unido a ellos en su labor apostólica. Primero siguió ejercitando a su lado la labor catequética, y luego, viendo la santidad de ambos religiosos, se sintió inclinado a compartir con ellos la profesión de la Regla franciscana y le pidió al P Francisco que lo admitiera, lo que el padre haría posteriormente. Continuó a su lado e hizo con ellos los trabajos que hemos relatado más arriba. Cuando en la primavera de 1627 fueron ambos religiosos arrestados con un grupo de cristianos, Antonio, que estaba en una casa vecina, sintió el ruido formado por los guardias y entonces salió a ver qué pasaba. Vio que se llevaban a los misioneros y a los cristianos reunidos para la misa. Movido del íntimo deseo del martirio, corrió a casa del gobernador y le dijo estas palabras:

«Vos tenéis una multitud de espías, delatores o verdugos; considerables son las recompensas prometidas a los delatores. Pues ahora está aquí un delator que viene a denunciar a un adorador de Cristo. Este adorador soy yo, que desde hace muchos años me dedico a sostener a los fieles y a convertir a los paganos, muchos de los cuales han sido convertidos a la fe [...]. Quiero de vos la recompensa por mi delación, la de ser asociado a mi querido padre y a mis queridos hermanos en la prisión, los padecimientos y la muerte».

Arrestado en el acto, fue enviado a la cárcel con los demás, y viendo seguro el martirio, reiteró al P. Francisco su deseo de ser franciscano, a lo que el padre accedió y le permitió, en tan especiales circunstancias, profesar la regla franciscana. Fue condenado a ser quemado vivo.

Gaspar Vaz y su esposa María eran un matrimonio sinceramente cristiano, cuya casa estaba siempre abierta a la acogida de los misioneros. Ambos eran terciarios franciscanos. Gaspar hizo una casa especial para los religiosos y la registró a nombre de su amigo Cufioye que en la cárcel se haría cristiano y moriría mártir. Descubiertos y arrestados, se hizo todo lo posible por lograr su apostasía, pero ellos permanecieron firmes en la fe, y así fueron condenados a muerte. Gaspar fue quemado vivo y María decapitada.

Magdalena Kiyota era una mujer de clase alta, pariente del rey de Bungo. Era terciaria dominica y al quedar viuda se dedicó por entero a Dios haciendo los votos de pobreza, castidad y obediencia ante el Beato Domingo Casteller y realizando innumerables obras de caridad. Tenía en su casa un oratorio donde los sacerdotes decían misa discretamente. Descubierta como cristiana, confesó la fe con valentía hasta dar la vida por Cristo.

Cayo Jiyemon o Xeimon nace en Coray, en las Islas de Amacusen. Su inquietud religiosa le llevó a ser bonzo, pero cuando conoció el cristianismo se convirtió a Cristo y se hizo terciario dominico. Fue un buen catequista y fervoroso cristiano. Fue quemado vivo.

Francisca, llamada Pinzokere, era una virtuosa viuda, terciaria dominica, que vivía con gran recogimiento y modestia, y tenía un oratorio en su casa. Arrestada, mostró gran serenidad en su detención. Fue quemada viva.

Francisco Kurobioye era natural del distrito de Chicungo y fervoroso cristiano. Muy unido a los religiosos dominicos, a los que sirvió como catequista y ayudante, fue acusado de hospedar a los misioneros. Rehusó firmemente la apostasía. Fue decapitado.

Francisco Kuhioye o Cufioye había nacido de familia pagana en el distrito de Chicungo. Vivía de forma honesta y trabajaba de carpintero cuando conoció al Beato Gaspar Vaz y se hizo amigo suyo. Le permitió registrar a su nombre una casa destinada a albergar a los misioneros. Descubierta la casa, fue acusado de no delatar a los misioneros y llevado a la cárcel. Aquí convive con los misioneros y cristianos detenidos, lo que le lleva a pedir el bautismo, que tras la oportuna instrucción le administró el Beato Francisco de Santa María, tomando el nombre cristiano de Francisco. Se inscribió en la Orden Tercera de San Francisco. Fue quemado vivo.

Luis Matsuo Soyemon (Matzuo Someyon) era un cristiano fervoroso, terciario franciscano y que ponía su casa al servicio de los misioneros. Descubierto, fue arrestado e impelido a apostatar, a lo que se negó tenazmente. Fue decapitado.

Martín Gómez usaba, como otros mártires, apellido español, pero era un cristiano japonés fervoroso y terciario franciscano, que daba hospitalidad generosa y valientemente a los misioneros, por lo que fue arrestado y encarcelado. Resistió las llamadas a apostatar y murió decapitado.

Tomás Wo Jinyemon era un vecino de Nagasaki, cristiano fervoroso y terciario franciscano, a quien se sorprendió teniendo en su casa a misioneros. Arrestado y preso, se negó a apostatar. Fue decapitado.

Lucas Kiyemon era hijo de una familia acomodada de Fingen, donde había nacido en 1599. En Meaco conoció a los franciscanos, se hizo cristiano y terciario franciscano. Muertos sus padres, reparte su pingüe fortuna entre los pobres y dota el hospital para pobres que tenían en Meaco los religiosos y se puso a prestar en él sus servicios. También colaboraba en la catequesis. Cuando llega la persecución en 1614 es exiliado pero vuelve en 1618 y se instala en una casita junto a la del Beato Gaspar Vaz, fabricando un escondite para los misioneros. Arrestado al mismo tiempo que Gaspar, se le acusó de no delatar a los misioneros. Se negó a apostatar. Fue decapitado.

Miguel Kizayemon o Kirayemon, nacido en Conga, fue abandonado por sus padres. Un mercader español lo recibe y hace su criado y se lo confía al franciscano Francisco de Rojas, que lo instruye en el cristianismo y lo hace bautizar, inscribiéndose luego en la Orden Tercera de San Francisco. Pasa luego a vivir en Nagasaki con el Beato Lucas Kiyemon, trabajando como carpintero. Hizo magníficos escondites para los misioneros. Descubierto y apresado, se mantuvo firme en la fe cristiana. Fue decapitado.

Todos estos mártires fueron beatificados el 7 de julio de 1867 por el papa Pío IX.

J. L. Repetto Betes, Año Cristiano. VIII, Agosto. Madrid, BAC, 2005, pp. 1002-1007


BEATO FRANCISCO DE SANTA MARÍA Y COMPAÑEROS MÁRTIRES DE JAPÓN ( 1627)

Después de la persecución de 1597, que dio al Japón el selecto grupo de 23 mártires guiados por San Pedro Bautista (6 de febrero), la Iglesia pudo disfrutar de un período de gran fervor bajo el emperador Cubosama y pudo difundirse ampliamente.

Una de las características del apostolado de los misioneros en tierras del Japón era el rodearse de activos colaboradores para el apostolado y las diversas necesidades. Los japoneses, al poseer perfectamente la lengua, conociendo las instituciones y las costumbres de los diversos lugares, eran una preciosa vanguardia de los misioneros. La catequesis de niños y de adultos en el período del catecumenado como preparación para el bautismo generalmente era confiada a catequistas japoneses. La asistencia a los enfermos en los hospitales o en las casas privadas, la ayuda a los pobres, los orfanatos para acoger a los niños abandonados o sin padres, eran encomendados a estos maravillosos cristianos, que repetían en el Japón los prodigios de los cristianos de la primitiva Iglesia.

Los mejores catequistas, los más formados espiritualmente, los que mostraban indicios de vocación, eran admitidos a la Tercera Orden o, inclusive, a la Primera Orden. Y así más ligados al apostolado misionero e imbuidos del espíritu franciscano trabajaban con mayor diligencia. Muchos de ellos fueron mártires por su fe.

Por otra parte, la obra de los franciscanos y de los jesuitas en el Japón se amplió con la apertura de esta misión a otras órdenes religiosas, entre ellas la de los agustinos y la de los dominicos. La rabia de los bonzos logró todavía influir, con amenazas y engañosos motivos políticos y económicos, en el corazón del emperador, que en 1614 publicó un edicto con el cual proscribía la religión católica, expulsaba a todos los misioneros, ordenaba derribar las iglesias y condenaba a muerte a cuantos persistieran en su fe.

Fue un inmenso incendio de fuego y sangre que se abatió sobre la floreciente Iglesia, que contaba entonces con más de dos millones de fieles. Se ensayaron suplicios de toda clase en el lapso de unos 18 años, sin respetar ninguna edad ni clase social.

Entre estos innumerables héroes de la fe se pudieron recoger las actas de los 205 mártires que fueron beatificados por Pío IX en 1867, pertenecientes a las órdenes de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y San Ignacio.

A la Orden de San Francisco pertenecen 45, de los cuales 18 a la Primera Orden, 15 a la Tercera, y los demás son familiares y amigos de ellos. A continuación nos referimos a los martirizados en Nagasaki el mes de agosto de 1627.

Beato Francisco de Santa María. Franciscano de la Primera Orden, sacerdote y mártir en Japón. Es nativo de Montalbanejo, provincia de Cuenca, España. Siendo joven fue admitido en la Orden de los Hermanos Menores, donde fue admirado por sus hermanos en religión a causa de sus virtudes y su inteligencia. El amor de Dios y de las almas lo movió a ofrecerse como misionero para dedicar su vida a la conversión de los infieles. En 1623, junto con el franciscano mejicano Bartolomé Laurel, llegó a Japón, donde desarrolló una dinámica actividad apostólica. Tuvo la fortuna de encontrar un óptimo catequista a quien en la cárcel podría luego recibir en la Orden de los Hermanos Menores en calidad de hermano, y que luego también lo acompañaría en el martirio: el Beato Antonio de San Francisco.

Francisco de Santa Marta pudo realizar un inmenso trabajo con su valeroso catequista, siempre lleno de celo, de valor y de espléndidas iniciativas, asiduo en la asistencia a los enfermos. Con otros terciarios bien formados espiritualmente tuvo la alegría de bautizar a muchos paganos.

Un día en Nagasaki era huésped del terciario Gaspar Vaz junto con Fray Bartolomé Laurel y algunos terciarios, cuando un grupo de guardias irrumpió en la casa y arrestaron a los dos religiosos y a ocho terciarios, incluidos Gaspar Vaz y María su mujer.

Mientras eran conducidos a la prisión encadenados, un joven japonés se enfrentó con valor al gobernador para reprocharle su crueldad y ofrecerse a morir con su maestro, fue recibido por éste en la Primera Orden y alcanzó da gracia del martirio: Fray Antonio de San Francisco.

El Beato Francisco, después de indecibles sufrimientos, sostenido e iluminado por la fe y la esperanza del cielo, fue quemado vivo el 16 de agosto de 1627 en Nagasaki, en la Santa Colina.

Beato Bartolomé Laurel. Religioso profeso de la Primera Orden franciscana y mártir en el Japón. Era nativo de México. Siendo joven vistió el hábito y profesó la Regla de San Francisco en calidad de religioso no clérigo. Se hizo compañero y amigo inseparable del Beato Francisco de Santa María, con quien en 1609 llegó a Manila (Filipinas), y de allí en 1622 arribó a las costas del Japón, donde trabajó intensamente como catequista.

Atendió a la asistencia de los enfermos en los hospitales, trabajó también como médico; preparaba a los fieles a recibir los últimos sacramentos y a los paganos a abrazar la fe cristiana. Dio continuos ejemplos de humildad, mortificación, modestia y celo apostólico.

Un día en Nagasaki era huésped de la familia de Gaspar Vaz junto con el Beato Francisco de Santa María y otros terciarios. La policía irrumpió en la casa y los arrestó; encadenados, fueron conducidos a la prisión.

Bartolomé Laurel, después de indecibles sufrimientos iluminados por la fe y el amor a Cristo, fue quemado vivo el 16 de agosto de 1627 en Nagasaki, en la Santa Colina.

Beato Antonio de San Francisco. Religioso profeso de la Primera Orden franciscana y mártir en Japón. Era japonés de nacimiento y de nacionalidad. Fue catequista del Padre Francisco de Santa María y terciario franciscano. Desarrolló incesantes obras de caridad entre los cristianos y los paganos de Nagasaki, los visitaba y asistía al Padre Francisco en su laborioso ministerio apostólico.

No estaba presente cuando fue apresado el misionero en la casa del Beato Gaspar Vaz, pero, avisado, corrió a donde el gobernador para enfrentarlo, gritándole: "Tú tienes una multitud de espías y verdugos. Considerables son las recompensas prometidas a los delatores. Pues bien, aquí delante de ti tienes un delator que viene a denunciar a un adorador de Cristo. Ese adorador soy yo, que hace muchos años me ocupo sin descanso en apoyar a los fieles y convertir a los paganos, muchos de los cuales han sido conducidos a la fe. Quiero que me des la recompensa por mi delación; quiero ser asociado a mi querido padre y maestro y a mis queridos hermanos en la prisión, en los padecimientos y en la muerte".

Antonio fue escuchado de inmediato, y en la prisión vio realizado otro ardentísimo deseo suyo, el de ser recibido en la Orden de los Hermanos Menores. Con vivísima alegría fue admitido al noviciado, cumplido el cual hizo la profesión en manos de su "padre y maestro de novicios", el P. Francisco de Santa María, en calidad de religioso no clérigo. En la historia de la Orden Franciscana quizás es de los pocos casos de una admisión, un año de noviciado y una profesión cumplidos en la cárcel.

Este valeroso cristiano, fiel catequista y ardiente franciscano, junto con otros dos religiosos y quien lo hospedaba, el Beato Gaspar Vaz, consumó su martirio en el fuego, mientras María Vaz y otros terciarios fueron decapitados. La constancia de estos intrépidos atletas dio un solemne testimonio de la fe y dejó pasmados a los mismos paganos.

En esta misma ocasión fueron muertos por odio a la fe algunos niños de tres y de cinco años, hijos de Gaspar y María Vaz. Sus nombres no aparecen en el decreto de beatificación. Su martirio tuvo lugar en Nagasaki en la Santa Colina o Monte de los Mártires, consagrado ya con la sangre de una multitud de mártires. Antonio de San Francisco sufrió el martirio el 17 de agosto de 1627.

Beatos Gaspar Vaz, María Vaz y Juan Romano. Mártires, japoneses nativos, de la Tercera Orden de San Francisco ( 1627-1628). Los esposos Gaspar y María Vaz habían dedicado su vida a la mayor gloria de Dios y a la evangelización de los fieles. Su casa se había convertido en otra casa de Betania, donde los tres hermanos, Lázaro, Marta y María, acogieron muchas veces a Jesús y a los apóstoles, con gran cordialidad. También la casa de Gaspar y María acogía a menudo a los misioneros y a los cristianos para alojamiento, comida, reuniones de fieles, celebración de la Eucaristía, etc. Así como en Roma las catacumbas acogieron a los primeros cristianos perseguidos, así durante la persecución del Japón los fieles se recogían en la casa de esta familia. Pero un día un traidor los denunció ante las autoridades. Fueron arrestados junto con sacerdotes y fieles, encerrados en una dura prisión y luego condenados a muerte. También ellos subieron a la Santa Colina, Calvario de su inmolación. Por Cristo y su fe sufrieron el martirio: Gaspar fue quemado vivo, María fue decapitada. Así juntos los dos heroicos esposos de la Betania de esta tierra, alcanzaron la Betania del cielo, ejemplo sobre todo para los esposos en un plan de vida dedicado a la caridad y a la hospitalidad.

Juan Romano, también japonés perteneciente a la Orden Franciscana Seglar, era fervoroso colaborador de los misioneros franciscanos. Los acompañaba en sus desplazamientos como catequista, asistente en las obras de caridad que florecían al lado de la misión. Los hospedaba en su casa y ponía a su disposición su propia barca para trasladarlos a las diversas islas. Junto con otros fieles, fue arrestado, maniatado y llevado a la cárcel de Omura, donde permaneció varios meses. La mañana del 8 de septiembre de 1628 fue sacado de la prisión, conducido a Nagasaki, donde en el Calvario japonés, la Santa Colina, nuevamente fue invitado a apostatar: "Estoy dispuesto a morir mil veces antes que traicionar mi fe y a Cristo a quien amo intensamente. Jamás me separaré de él". Junto con otros compañeros de martirio fue decapitado. De la tierra llegó al cielo, donde vive en la gloria de Dios.

Beato Martín Gómez. Terciario franciscano y mártir en Japón. Japonés de nacimiento y de nacionalidad, estaba inscrito en la Tercera Orden de San Francisco. Su padre era portugués, su madre japonesa. Había dado hospedaje a los misioneros cristianos, por lo cual fue arrestado y condenado a muerte, pues las disposiciones del gobierno prohibían absolutamente esta actividad. Invitado a renegar de su fe, rehusó enérgicamente hacerlo, afirmando que ni la muerte lo podría apartar de aquella fe tan profundamente arraigada en su corazón. El 17 de agosto de 1627 Martín Gómez fue llevado de la cárcel a la santa colina, donde junto con otros compañeros fue todavía invitado a renegar de su fe, pero todos permanecieron inconmovibles en la profesión de su religión. Fue decapitado y su alma coronada por la aureola del martirio voló a la gloria del cielo.

Beatos Miguel Kizaemon y Lucas Kiiemon. Japoneses, mártires, de la Tercera Orden Franciscana. Miguel nació en Conga, de padres japoneses, los cuales desde pequeño lo abandonaron. Fue acogido por los cristianos y confiado a la Santa Infancia, donde recibió el bautismo y una educación cristiana. De joven, fue entregado a un mercader español. Más tarde, pasó a la misión y fue acogido por el franciscano padre Rojas, quien lo inició en los estudios, lo hizo su catequista, y, a petición suya, lo inscribió en la Tercera Orden Franciscana. De Boniba, a donde había ido por motivos catequísticos, regresó a Nagasaki junto con su queridísimo amigo, también él activo catequista, Lucas Kiiemon, con quien trabajó para la gloria de Dios y el bien de las almas de 1618 a 1627. En tiempos de la furiosa persecución religiosa, dada la pericia que tenían como carpinteros, trabajaron en la construcción de refugios para esconder y salvar a los misioneros. Por estas múltiples actividades suyas, fueron reconocidos como cristianos, arrestados y llevados a la cárcel, donde pasaron varios meses. El 16 de agosto de 1627 fueron sacados de la cárcel, llevados a Nagasaki y conducidos hasta la colina santa o monte de los mártires. Allí fueron decapitados y así, con la palma del martirio, alcanzaron la gloria del cielo.

Extraído de G. Ferrini - J. G. Ramírez, Santos franciscanos para cada día. Santa María de los Ángeles-Asís, Ed. Porziuncola, 2000, pp. 304-305, 307-308, 331, 340 y 359-360

Beata María del Tránsito Cabanillas

La Beata María del Tránsito de Jesús Sacramentado, que nació y murió en la provincia de Córdoba, es la primera mujer argentina que alcanza el honor de los alteres. «La llama que ardía en su corazón llevó a María del Tránsito a buscar la intimidad con Cristo en la vida contemplativa. Y no se apagó cuando por enfermedad tuvo que abandonar los monasterios en que estuvo, sino que continuó en forma de confianza y abandono en la voluntad de Dios, que siguió buscando incesantemente. El ideal franciscano se manifestó entonces como el verdadero camino que Dios quería para ella y, con la ayuda de sabios directores, emprendió una vida de pobreza, humildad, paciencia y caridad, dando vida a una nueva familia religiosa» (Juan Pablo II).

María del Tránsito Eugenia de los Dolores, nombre que le pusieron en el bautismo, nació el día 15 de agosto de 1821 en la estancia de Santa Leocadia, actual Carlos Paz (Córdoba, Argentina). Su padre, Felipe Cabanillas Toranzo, descendía de una familia de Valencia (España), que emigró a Argentina durante la segunda mitad del siglo XVII y que logró reunir una cierta fortuna económica en su nuevo ambiente, pero que se distinguió sobre todo por su profunda religiosidad cristiana.

En 1816, el señor Felipe Cabanillas se unió en matrimonio con la joven Francisca Antonia Luján Sánchez, de la que tuvo once hijos. Tres fallecieron prematuramente, cuatro contrajeron matrimonio y los otros cuatro se consagraron a Dios: uno como sacerdote secular y tres como religiosas en diversos institutos, continuando así una larga y gloriosa tradición familiar.

La beata María del Tránsito fue la tercera nacida de la familia. Bautizada por D. Mariano Aguilar el día 10 de enero de 1822 en la capilla de San Roque, le impusieron los nombres de Tránsito, es decir, María del Tránsito o María Asunción, y de Eugenia de los Dolores. Recibió el sacramento de la confirmación con cierto retraso, el día 4 de abril de 1836, dada la lejanía del centro diocesano.

Tras la primera educación familiar, María del Tránsito fue enviada a Córdoba, ciudad de nobles tradiciones culturales, con su famosa universidad del siglo XVII, fundada por el obispo franciscano Fernando Trejo y Sanabria, y los colegios de Santa Catalina (1613) y de Santa Teresa (1628). Desde 1840, al mismo tiempo que proseguía sus estudios, cuidaba de su hermano menor, que estaba preparándose para el sacerdocio en el seminario de Nuestra Señora de Loreto de la citada ciudad de Córdoba.

En 1850, tras la muerte de su padre, D. Felipe Cabanillas, la familia entera se trasladó definitivamente a Córdoba, por lo que María del Tránsito se estableció con su madre, su hermano -ordenado sacerdote en 1853-, sus hermanas y cinco primas huérfanas, en una casita situada cerca de la iglesia de San Roque.

María del Tránsito se distinguió por su piedad, sobre todo hacia la Eucaristía; llevó a cabo una intensa actividad como catequista e hizo muchas obras de misericordia, visitando frecuentemente a los pobres y a los enfermos en compañía de su prima Rosario.

Después del fallecimiento de su madre, acaecido el 13 de abril de 1858, María del Tránsito ingresó en la Tercera Orden Franciscana e intensificó su vida de oración y de penitencia, dirigida espiritualmente por el padre Buenaventura Rizo Patrón, franciscano, que sería ordenado obispo de Salta en 1862. Pero ella anhelaba consagrarse totalmente a Dios. Por eso, en 1859, con ocasión de su profesión en la Tercera Orden de San Francisco, emitió el voto de virginidad perpetua y le surgió la idea de fundar un Instituto para la instrucción cristiana de la infancia pobre y abandonada.

En 1871 entró en contacto con la Sra. Isidora Ponce de León, que se interesaba vivamente por la erección de un monasterio de carmelitas en Buenos Aires. Al año siguiente, María del Tránsito la siguió hasta Buenos Aires e ingresó en el monasterio el 19 de marzo de 1873, el mismo día en que se inauguró. Pero su compromiso ascético resultó superior a sus fuerzas físicas, cayó enferma y, por razones de salud, tuvo que abandonar la clausura en abril de 1874. En septiembre de aquel mismo año, creyéndose suficientemente recuperada, ingresó en el convento de las religiosas de la Visitación de Montevideo, pero también allí cayó enferma pocos meses después.

Aceptó todo con admirable resignación, abandonándose cada vez con más confianza en las manos de la Divina Providencia. Al mismo tiempo, volvió a pensar en una fundación educativa y asistencial al servicio de la infancia. Varios franciscanos la alentaron a ello y D. Agustín Garzón le ofreció una casa y su colaboración, al tiempo que la puso en contacto con el P. Ciríaco Porreca, OFM, de Río Cuarto.

El 8 de diciembre de 1878, obtenida la aprobación eclesiástica de su proyecto de fundación y de las constituciones, y después de unos ejercicios espirituales predicados por el P. Porreca, María del Tránsito Cabanillas, en compañía de sus dos compañeras, Teresa Fronteras y Brígida Moyano, dio inicio a la Congregación de las Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas de la Argentina. A petición de la fundadora, el P. Porreca, franciscano, fue nombrado director del Instituto.

El 2 de febrero de 1879 María del Tránsito y sus dos primeras compañeras emitieron la profesión religiosa, y el día 27 de aquel mismo mes y año escribieron al P. Bernardino de Portogruaro, Ministro general de la Orden de Frailes Menores, solicitándole la agregación de su Instituto a la Orden Franciscana. El P. Bernardino de Portogruaro les respondió afirmativamente el 28 de enero de 1880.

La nueva Congregación tuvo inmediatamente una gran floración de vocaciones, de manera que todavía en vida de la fundadora se inauguraron el colegio de Santa Margarita de Cortona en San Vicente, el del Carmen en Río Cuarto, y el de la Inmaculada Concepción en Villa Nueva.

La beata María del Tránsito guiaba el floreciente Instituto con admirable sabiduría y prudencia, pero sus fuerzas físicas iban cediendo gradualmente a las fatigas de cada día y a los rigores ascéticos. El 25 de agosto de 1885, en San Vicente de Córdoba (Argentina), murió santamente, como había vivido durante toda su vida, dejando en herencia heroicos ejemplos de humildad y de caridad, sobre todo al servicio de la infancia, de los pobres, de los enfermos y de sus hermanas.

Entre sus virtudes deben subrayarse sobre todo la prudencia, la paciencia, la fortaleza de ánimo para afrontar las múltiples pruebas de la vida, su asidua actividad enseñando el catecismo y atendiendo a la infancia abandonada, su amor a la pureza y la confianza en la Divina Providencia, que le respondía con frecuencia con signos sorprendentes.

Como fundadora, supo infundir en sus hijas el espíritu sobrenatural, la generosidad, el amor a la infancia, el espíritu de penitencia y de mortificación.


[Cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 12-IV-02]

San Luis IX, Rey de Francia


Deus, qui per beátum Ludovícum Confessórem tuum de terréno regno ad cæléstis regni glóriam transtulísti: ejus, quæsumus, méritis et intercessióne; Regis regum Jesu Christi Fílii tui fácias nos esse consórtes: Qui tecum vivit et regnat...

San Luis, rey de Francia, es, ante todo, una Santo cuya figura angélica impresionaba a todos con sólo su presencia. Vive en una época de grandes heroísmos cristianos, que él supo aprovechar en medio de los esplendores de la corte para ser un dechado perfecto de todas las virtudes. Nace en Poissy el 25 de abril de 1214, y a los doce años, a la muerte de su padre, Luis VIII, es coronado rey de los franceses bajo la regencia de su madre, la española Doña Blanca de Castilla. Ejemplo raro de dos hermanas, Doña Blanca y Doña Berenguela, que supieron dar sus hijos, más que para reyes de la tierra, para santos y fieles discípulos del Señor. Las madres, las dos princesas hijas del rey Alfonso VIII de Castilla, y los hijos, los santos reyes San Luis y San Fernando.

En medio de las dificultades de la regencia supo Doña Blanca infundir en el tierno infante los ideales de una vida pura e inmaculada. No olvida el inculcarle los deberes propios del oficio que había de desempeñar más tarde, pero ante todo va haciendo crecer en su alma un anhelo constante de servicio divino, de una sensible piedad cristiana y de un profundo desprecio a todo aquello que pudiera suponer en él el menor atisbo de pecado. «Hijo -le venía diciendo constantemente-, prefiero verte muerto que en desgracia de Dios por el pecado mortal».

Es fácil entender la vida que llevaría aquel santo joven ante los ejemplos de una tan buena y tan delicada madre. Tanto más si consideramos la época difícil en que a ambos les tocaba vivir, en medio de una nobleza y de unas cortes que venían a convertirse no pocas veces en hervideros de los más desenfrenados, rebosantes de turbulencias y de tropelías. Contra éstas tuvo que luchar denodadamente Doña Blanca, y, cuando el reino había alcanzado ya un poco de tranquilidad, hace que declaren mayor de edad a su hijo, el futuro Luis IX, el 5 de abril de 1234. Ya rey, no se separa San Luis de la sabia mirada de su madre, a la que tiene siempre a su lado para tomar las decisiones más importantes. En este mismo año, y por su consejo, se une en matrimonio con la virtuosa Margarita, hija de Ramón Berenguer, conde de Provenza. Ella sería la compañera de su reinado y le ayudaría también a ir subiendo poco a poco los peldaños de la santidad.

En lo humano, el reinado de San Luis se tiene como uno de los más ejemplares y completos de la historia. Su obra favorita, las Cruzadas, son una muestra de su ideal de caballero cristiano, llevado hasta las últimas consecuencias del sacrificio y de la abnegación. Por otra parte, tanto en la política interior como en la exterior San Luis ajustó su conducta a las normas más estrictas de la moral cristiana. Tenía la noción de que el gobierno es más un deber que un derecho; de aquí que todas sus actividades obedecieran solamente a esta idea: el hacer el bien buscando en todo la felicidad de sus súbditos.

Desde el principio de su reinado San Luis lucha para que haya paz entre todos, pueblos y nobleza. Todos los días administra justicia personalmente, atendiendo las quejas de los oprimidos y desamparados. Desde 1247 comisiones especiales fueron encargadas de recorrer el país con objeto de enterarse de las más pequeñas diferencias. Como resultado de tales informaciones fueron las grandes ordenanzas de 1254, que establecieron un compendio de obligaciones para todos los súbditos del reino.

El reflejo de estas ideas, tanto en Francia como en los países vecinos, dio a San Luis fama de bueno y justiciero, y a él recurrían a veces en demanda de ayuda y de consejo. Con sus nobles se muestra decidido para arrancar de una vez la perturbación que sembraban por los pueblos y ciudades. En 1240 estalló la última rebelión feudal a cuenta de Hugo de Lusignan y de Raimundo de Tolosa, a los que se sumó el rey Enrique III de Inglaterra. San Luis combate contra ellos y derrota a los ingleses en Saintes (22 de julio de 1242). Cuando llegó la hora de dictar condiciones de paz el vencedor desplegó su caridad y misericordia. Hugo de Lusignan y Raimundo de Tolosa fueron perdonados, dejándoles en sus privilegios y posesiones. Si esto hizo con los suyos, aún extremó más su generosidad con los ingleses: el tratado de París de 1259 entregó a Enrique III nuevos feudos de Cahors y Périgueux, a fin de que en adelante el agradecimiento garantizara mejor la paz entre los dos Estados.

Padre de su pueblo y sembrador de paz y de justicia, serán los títulos que más han de brillar en la corona humana de San Luis, rey. Exquisito en su trato, éste lo extiende, sobre todo, en sus relaciones con el Papa y con la Iglesia. Cuando por Europa arreciaba la lucha entre el emperador Federico II y el Papa por causa de las investiduras y regalías, San Luis asume el papel de mediador, defendiendo en las situaciones más difíciles a la Iglesia. En su reino apoya siempre sus intereses, aunque a veces ha de intervenir contra los abusos a que se entregaban algunos clérigos, coordinando de este modo los derechos que como rey tenía sobre su pueblo con los deberes de fiel cristiano, devoto de la Silla de San Pedro y de la Jerarquía. Para hacer más eficaz el progreso de la religión en sus Estados se dedica a proteger las iglesias y los sacerdotes. Lucha denodadamente contra los blasfemos y perjuros, y hace por que desaparezca la herejía entre los fieles, para lo que implanta la Inquisición romana, favoreciéndola con sus leyes y decisiones.

Personalmente da un gran ejemplo de piedad y devoción ante su pueblo en las fiestas y ceremonias religiosas. En este sentido fueron muy celebradas las grandes solemnidades que llevó a cabo, en ocasión de recibir en su palacio la corona de espinas, que con su propio dinero había desempeñado del poder de los venecianos, que de este modo la habían conseguido del empobrecido emperador del Imperio griego, Balduino II. En 1238 la hace llevar con toda pompa a París y construye para ella, en su propio palacio, una esplendorosa capilla, que de entonces tomó el nombre de Capilla Santa, a la que fue adornando después con una serie de valiosas reliquias entre las que sobresalen una buena porción del santo madero de la cruz y el hierro de la lanza con que fue atravesado el costado del Señor.

A todo ello añadía nuestro Santo una vida admirable de penitencia y de sacrificios. Tenía una predilección especial para los pobres y desamparados, a quienes sentaba muchas veces a su mesa, les daba él mismo la comida y les lavaba con frecuencia los pies, a semejanza del Maestro. Por su cuenta recorre los hospitales y reparte limosnas, se viste de cilicio y castiga su cuerpo con duros cilicios y disciplinas. Se pasa grandes ratos en la oración, y en este espíritu, como antes hiciera con él su madre, Doña Blanca, va educando también a sus hijos, cumpliendo de modo admirable sus deberes de padre, de rey y de cristiano.

Sólo le quedaba a San Luis testimoniar de un modo público y solemne el gran amor que tenía para con nuestro Señor, y esto le impulsa a alistarse en una de aquellas Cruzadas, llenas de fe y de heroísmo, donde los cristianos de entonces iban a luchar por su Dios contra sus enemigos, con ocasión de rescatar los Santos Lugares de Jerusalén. A San Luis le cabe la gloria de haber dirigido las dos últimas Cruzadas en unos años en que ya había decaído mucho el sentido noble de estas empresas, y que él vigoriza de nuevo dándoles el sello primitivo de la cruz y del sacrificio.

En un tiempo en que estaban muy apurados los cristianos del Oriente el papa Inocencio IV tuvo la suerte de ver en Francia al mejor de los reyes, en quien podía confiar para organizar en su socorro una nueva empresa. San Luis, que tenía pena de no amar bastante a Cristo crucificado y de no sufrir bastante por Él, se muestra cuando le llega la hora, como un magnífico soldado de su causa. Desde este momento va a vivir siempre con la vista clavada en el Santo Sepulcro, y morirá murmurando: «Jerusalén».

En cuanto a los anteriores esfuerzos para rescatar los Santos Lugares, había fracasado, o poco menos, la Cruzada de Teobaldo IV, conde de Champagne y rey de Navarra, emprendida en 1239-1240. Tampoco la de Ricardo de Cornuailles, en 1240-1241, había obtenido otra cosa que la liberación de algunos centenares de prisioneros.

Ante la invasión de los mogoles, unos 10.000 kharezmitas vinieron a ponerse al servicio del sultán de Egipto y en septiembre de 1244 arrebataron la ciudad de Jerusalén a los cristianos. Conmovido el papa Inocencio IV, exhortó a los reyes y pueblos en el concilio de Lyón a tomar la cruz, pero sólo el monarca francés escuchó la voz del Vicario de Cristo.

Luis IX, lleno de fe, se entrevista con el Papa en Cluny (noviembre de 1245) y, mientras Inocencio IV envía embajadas de paz a los tártaros mogoles, el rey apresta una buena flota contra los turcos. El 12 de junio de 1248 sale de París para embarcarse en Marsella. Le siguen sus tres hermanos, Carlos de Anjou, Alfonso de Poitiers y Roberto de Artois, con el duque de Bretaña, el conde de Flandes y otros caballeros, obispos, etc. Su ejército lo componen 40.000 hombres y 2.800 caballos.

El 17 de septiembre los hallamos en Chipre, sitio de concentración de los cruzados. Allí pasan el invierno, pero pronto les atacan la peste y demás enfermedades. El 15 de mayo de 1249, con refuerzos traídos por el duque de Borgoña y por el conde de Salisbury, se dirigen hacia Egipto. «Con el escudo al cuello -dice un cronista- y el yelmo a la cabeza, la lanza en el puño y el agua hasta el sobaco», San Luis, saltando de la nave, arremetió contra los sarracenos. Pronto era dueño de Damieta (7 de junio de 1249). El sultán propone la paz, pero el santo rey no se la concede, aconsejado de sus hermanos. En Damieta espera el ejército durante seis meses, mientras se les van uniendo nuevos refuerzos, y al fin, en vez de atacar a Alejandría, se decide a internarse más al interior para avanzar contra El Cairo. La vanguardia, mandada por el conde Roberto de Artois, se adelanta temerariamente por las calles de un pueblecillo llamado Mansurah, siendo aniquilada casi totalmente, muriendo allí mismo el hermano de San Luis (8 de febrero de 1250). El rey tuvo que reaccionar fuertemente y al fin logra vencer en duros encuentros a los infieles. Pero éstos se habían apoderado de los caminos y de los canales en el delta del Nilo, y cuando el ejército, atacado del escorbuto, del hambre y de las continuas incursiones del enemigo, decidió, por fin, retirarse otra vez a Damieta, se vio sorprendido por los sarracenos, que degollaron a muchísimos cristianos, cogiendo preso al mismo rey, a su hermano Carlos de Anjou, a Alfonso de Poitiers y a los principales caballeros (6 de abril).

Era la ocasión para mostrar el gran temple de alma de San Luis. En medio de su desgracia aparece ante todos con una serenidad admirable y una suprema resignación. Hasta sus mismos enemigos le admiran y no pueden menos de tratarle con deferencia. Obtenida poco después la libertad, que con harta pena para el Santo llevaba consigo la renuncia de Damieta, San Luis desembarca en San Juan de Acre con el resto de su ejército. Cuatro años se quedó en Palestina fortificando las últimas plazas cristianas y peregrinando con profunda piedad y devoción a los Santos Lugares de Nazaret, Monte Tabor y Caná. Sólo en 1254, cuando supo la muerte de su madre, Doña Blanca, se decidió a volver a Francia.

A su vuelta es recibido con amor y devoción por su pueblo. Sigue administrando justicia por sí mismo, hace desaparecer los combates judiciarios, persigue el duelo y favorece cada vez más a la Iglesia. Sigue teniendo un interés especial por los religiosos, especialmente por los franciscanos y dominicos. Conversa con San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, visita los monasterios y no pocas veces hace en ellos oración, como un monje más de la casa.

Sin embargo, la idea de Jerusalén seguía permaneciendo viva en el corazón y en el ideal del Santo. Si no llegaba un nuevo refuerzo de Europa, pocas esperanzas les iban quedando ya a los cristianos de Oriente. Los mamelucos les molestaban amenazando con arrojarles de sus últimos reductos. Por si fuera poco, en 1261 había caído a su vez el Imperio Latino, que años antes fundaran los occidentales en Constantinopla. En Palestina dominaba entonces el feroz Bibars (la Pantera), mahometano fanático, que se propuso acabar del todo con los cristianos. El papa Clemente IV instaba por una nueva Cruzada. Y de nuevo San Luis, ayudado esta vez por su hermano, el rey de Sicilia, Carlos de Anjou, el rey Teobaldo II de Navarra, por su otro hermano Roberto de Artois, sus tres hijos y gran compañía de nobles y prelados, se decide a luchar contra los infieles.

En esta ocasión, en vez de dirigirse directamente al Oriente, las naves hacen proa hacia Túnez, enfrente de las costas francesas. Tal vez obedeciera esto a ciertas noticias que habían llegado a oídos del Santo de parte de algunos misioneros de aquellas tierras. En un convento de dominicos de Túnez parece que éstos mantenían buenas relaciones con el sultán, el cual hizo saber a San Luis que estaba dispuesto a recibir la fe cristiana. El Santo llegó a confiarse de estas promesas, esperando encontrar con ello una ayuda valiosa para el avance que proyectaba hacer hacia Egipto y Palestina.

Pero todo iba a quedar en un lamentable engaño que iba a ser fatal para el ejército del rey. El 4 de julio de 1270 zarpó la flota de Aguas Muertas y el 17 se apoderaba San Luis de la antigua Cartago y de su castillo. Sólo entonces empezaron los ataques violentos de los sarracenos.

El mayor enemigo fue la peste, ocasionada por el calor, la putrefacción del agua y de los alimentos. Pronto empiezan a sucumbir los soldados y los nobles. El 3 de agosto muere el segundo hijo del rey, Juan Tristán, cuatro días más tarde el legado pontificio y el 25 del mismo mes la muerte arrebataba al mismo San Luis, que, como siempre, se había empeñado en cuidar por sí mismo a los apestados y moribundos. Tenía entonces cincuenta y seis años de edad y cuarenta de reinado.

Pocas horas más tarde arribaban las naves de Carlos de Anjou, que asumió la dirección de la empresa. El cuerpo del santo rey fue trasladado primeramente a Sicilia y después a Francia, para ser enterrado en el panteón de San Dionisio, de París. Desde este momento iba a servir de grande veneración y piedad para todo su pueblo. Unos años más tarde, el 11 de agosto de 1297, era solemnemente canonizado por Su Santidad el papa Bonifacio VIII en la iglesia de San Francisco de Orvieto (Italia).

San Luis IX es el Patrono de la Tercera Orden Franciscana u Orden Franciscana Seglar.

Francisco Martín Hernández, San Luis Rey de Francia, en Año Cristiano, Tomo III, Madrid, Ed. Católica (BAC 185), 1959, pp. 483-489.