Beato Francisco Gálvez, mártir de Japón

Franciscano, sacerdote, misionero y mártir. Nació en Utiel el año 1578 en el seno de una familia hidalga. Siendo ya diácono ingresó en la Provincia alcantarina de Valencia. Llevado de su celo misionero, se ofreció para ser enviado al Extremo Oriente. De camino a su destino, estuvo ocho años en Méjico, de donde pasó a Filipinas. En Manila estuvo un par de años aprendiendo el japonés y trabajando con los inmigrantes nipones. En 1612 llegó a Japón, donde desarrolló una breve pero intensa labor misionera: predicación del Evangelio, traducción de libros piadosos, cuidado de leprosos, etc. Expulsado del país en 1614, se las ingenió para retornar a él disfrazado, y estuvo trabajando con mucha cautela hasta que fue delatado y condenado a morir quemado en Yedo (Tokio) el 4 de diciembre de 1623. Fue beatificado por Pío IX en 1867.

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El Beato Francisco nació en Utiel (Valencia) y fue bautizado el 15 de agosto de 1578, fiesta de la Asunción de la Virgen María, según reza la partida de su bautismo: «En la villa de Utiel, a quince días del mes de agosto, año de mil y quinientos setenta y ocho años, se bautizó un hijo de Francisco Gálvez y de Juana Iranzo, su mujer. Llamósele Francisco». No nos consta la fecha exacta en que nació, pero debió de ser muy pocos días antes de la de su bautismo. Los padres eran hidalgos, miembros de la aristocracia menor castellana, sin títulos nobiliarios, pero de condición acomodada y de buena reputación.

Sus primeros años transcurrieron en la serena paz del hogar paterno, jugando con sus amiguitos por las calles de su amurallado pueblo y correteando por el amplio llano que se extiende al este de la población, hasta llegar a la orilla del río Magro; sin duda, visitarían más de una vez las numerosas ermitas diseminadas por el término municipal.

La primera instrucción la recibió Francisco de alguno de los clérigos de la Parroquia o bien asistiendo a la Escuela Parroquial. Pero pronto pasaría a ser alumno del Colegio Seminario del Salvador, fundado en el pueblo por el benemérito sacerdote utielano, D. Gonzalo Muñoz Iranzo, quien, al final de sus disposiciones testamentarias escribía: «Espero en el Salvador del mundo que no sólo los de este pueblo de Utiel, pero de toda la comarca se moverán, con pie de Dios y para que aquí los niños y niñas, desde chiquitos, aprendan la Doctrina cristiana, y los mayores y estudiantes aprendan los principios de Gramática y Latinidad, para que aquí salgan buenos ministros para la Iglesia y vayan a otras Universidades para aprender otras ciencias y facultades y a Religiones y Monasterios para mejor servir a Dios, que éste es el celo del Salvador del mundo, a quien se debe todo y a quien se le dé la honra y gloria por siempre jamás, amén». Parece como que estas palabras se hubieran escrito para nuestro Beato. En efecto, el Colegio fue inaugurado el 6 de agosto de 1585, festividad de la Transfiguración del Salvador (que le dio el nombre), cuando Francisco iba a cumplir los siete años, y en él recibiría la formación adecuada para continuar más tarde en la Universidad, encaminarse al ministerio sacerdotal e ingresar luego en Religión.

Al comienzo del siglo XVI, el papa valenciano Alejandro VI erigió la Universidad de Valencia, inicialmente llamada «Estudio General», coronando así una larga tradición de enseñanza e investigación. A ella acudió, y con gran provecho, nuestro protagonista como lo prueba la minuta del certificado de estudios, que es de fecha 10 de abril de 1598 y puede verse en los "Libros de Grados de la Universidad de Valencia" que se conserva en el Archivo Municipal de la ciudad. Se dice en este documento que el subdiácono Francisco Gálvez estudió y terminó los estudios de Artes, Lógica y Filosofía, bajo la disciplina del Catedrático, José Roque Rocafull, Doctor en Artes Liberales. Y que después cursó la Sagrada Teología en la misma Universidad, en cuatro años continuos; en los tres primeros, Teología Escolástica, y en el cuarto y último, Teología Escolástica y Positiva, oyendo las lecciones diarias de Sagrada Teología de los doctores y catedráticos de la misma Facultad, según costumbre.

Por deducciones cronológicas, el aplicado estudiante utielano pudo ser teólogo a los 20 años, habiendo estudiado al menos seis en la Universidad de Valencia, a la que llegó a los 14 años, en que debió salir de Utiel.

Para ser clérigo, además de los estudios necesarios -para lo que seguramente habría solicitado la mencionada certificación-, el candidato había de reunir otras condiciones como la de poseer una voluntad decidida de serlo, una conducta digna y una entrega total hacia los demás, como real manifestación de amor a Dios y a los hombres; todo ello avalado con los informes de sus superiores y las declaraciones del pueblo de Dios, a través de las manifestaciones pertinentes a favor del ordenando. Cumplidos los señalados requisitos, Francisco Gálvez, ya subdiácono desde abril de 1598, debió de ser ordenado diácono en ese mismo año o en el año siguiente por San Juan de Ribera, Arzobispo de Valencia, quien le concedió un beneficio en una de las parroquias de la ciudad, en virtud del cual recibía asistencia económica y tenía que prestar determinados servicios.

Pero cuando ya tenía encauzada su vida en la Universidad y en la Diócesis, el Beato Francisco decidió responder a la llamada divina que lo invitaba a reordenar el enfoque de su servicio a la evangelización y a tomar otro camino hacia la santidad.

Muy grande y firme debió ser la vocación de Francisco Gálvez, porque siendo ya diácono y sin esperar a su ordenación sacerdotal, vistió el hábito franciscano en el convento de San Juan de la Ribera, de Valencia, perteneciente a la Provincia alcantarina de San Juan Bautista. Eligió, dentro de la Orden franciscana, una rama de gran austeridad como era la de los Alcantarinos, reforma iniciada por San Pedro de Alcántara. Allí encontró, ciertamente, un estilo de vida pobre, austero, penitente, contemplativo, a la vez que comprometido en las tareas de evangelización y en las obras de caridad. Modelos que le sirvieran de pauta, no le faltaban. Además del mismo San Pedro de Alcántara y del conjunto de sus discípulos, pudo oír o ver el ejemplo de hermanos pertenecientes a su misma Provincia religiosa y más o menos contemporáneos suyos como San Pascual Bailón, que murió en 1592, y el Beato Andrés Hibernón, que fallecería en 1602.

Terminado el año de noviciado, nuestro Beato profesó la Regla de San Francisco, en el convento de San Juan de la Ribera, el 6 de mayo de 1600. Poco después, a finales de aquel mismo año o a principios de 1601, recibió la ordenación sacerdotal, ya que, a mediados de este último año, partía ya para las misiones desde la ciudad de Sevilla. La capital andaluza, era, en este tiempo, la ciudad de mayor movimiento y más rica de España. Allí estaba la Casa de Contratación de las Indias, fundada en 1503, que entendía de todo lo relacionado con los viajes ultramarinos, en sus diversos y complejos asuntos, con atribuciones fiscales y judiciales, mercantiles y técnicas, donde se organizaban las expediciones, se revisaban las listas de pasajeros, se llevaba la cuenta de la entrada de metales, oro, plata y piedras preciosas, se examinaban los pilotos de los barcos y se extendían sus títulos, proveyendo a las naves de todo su equipamiento. También se almacenaban las mercancías. En el importante archivo de esta institución, hoy conservado y bien atendido, el famoso Archivo de Indias, se halla una documentación que es un tesoro para los investigadores y en la que hay referencias a nuestro Beato.

El 1 de marzo de 1601, el rey Felipe II, expidió una real cédula concediendo a Fr. Juan Pobre licencia para conducir a Filipinas a 40 misioneros, autorizando que los gastos que se ocasionaran fueran pagados por la hacienda real. Fray Juan Pobre era Procurador de la Provincia franciscana de San Gregorio Magno, de Filipinas, y como tal se encargaba de organizar y conducir grupos de misioneros a las Indias, y en el primero que dirigió personalmente, a raíz de la cédula mencionada, se alistó nuestro protagonista, que luego acudió a Sevilla.

La ruta o camino de las Indias, que se dirigía hacia América, para llegar después a Filipinas y, finalmente, al Japón, estaba salpicado de graves riesgos, por lo que la Corona Española dispuso, para prevenirlos, el sistema de flotas, agrupando las embarcaciones y protegiéndolas con naves de guerra. Al mando de toda la expedición iba un general, y cada barco llevaba su capitán o maestre. Los de pasajeros y mercancías solían ser diez o doce y los de protección, convenientemente armados, cuatro.

Según consta en el Archivo de Indias, Fr. Juan Pobre y sus misioneros, entre ellos Fr. Francisco Gálvez, embarcaron en la flota dirigida por Juan Gutiérrez de Garibay y concretamente en la nao que llevaba como maestre a Pedro de Frala, y zarparon del puerto de Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del río Guadalquivir, el 28 de junio de 1601.

Dos meses después, la misión que conducía Fr. Juan Pobre desembarcó en San Juan de Ulúa, puerto de Veracruz, en el Golfo de Méjico, al que arribaban las naos españolas a su llegada a Nueva España. De aquí, se internaron por tierra mejicana y llegaron a la capital, México, la antigua Tenochitlán de los aztecas, que era el centro del más importante virreinato español. En posteriores fechas sucesivas: 1601, 1604, 1609 y aún después, los misioneros fueron embarcando en Acapulco para Manila.

Sabemos que Fr. Francisco permaneció ocho años en Méjico cumpliendo órdenes de sus superiores, pero desconocemos los lugares en que residió y el apostolado a que se dedicó. Tampoco se puede precisar la fecha de su llegada al mencionado puerto mejicano del Pacífico, en el que para evitar una larga y molesta espera a los religiosos, se había construido un convento-hospedería. Con todo, cabe decir que Fr. Francisco Gálvez llegó a Manila el año 1609, siendo destinado al Convento de Dilao. El viaje de Acapulco a Manila tuvo que hacerlo en el llamado "Galeón de Manila" y también "Nao de la China", que hacía la travesía cada seis meses, siendo la única comunicación existente entre Filipinas y América. El viaje se hacía cruzando todo el Pacífico, por el archipiélago de las Carolinas y las islas Hawai.

La ciudad de Manila, capital de las Islas Filipinas, era un importante centro de irradiación de la cultura europea y del comercio con Asia, así como punto de reunión y de partida de los misioneros del Extremo Oriente, tanto los que trabajaban en su territorio, como los que había en China y Japón. En la organización de los hijos de San Francisco, todo el archipiélago filipino y también el Japón, formaban parte de la mencionada Provincia franciscana de San Gregorio Magno, de la que fue primer Procurador San Pedro Bautista, uno de los protomártires del Japón, que habían sido sacrificados recientemente en Nagasaki el 5 de febrero de 1597. El desarrollo de dicha Provincia fue grande, pues si a finales del siglo XVI tenía 41 conventos, 125 religiosos y 60.892 cristianos, en 1622, un año antes del martirio de nuestro Beato, los conventos ya eran 57 y los cristianos 114.000.

Dilao, a donde fue destinado Fr. Francisco Gálvez, era un barrio situado a las afueras de Manila, cruzado por el río Pasig, que desemboca en la hermosa bahía de la capital. Allí vivían japoneses ya convertidos al cristianismo, y para atenderles, enseñarles la doctrina cristiana y administrarles los sacramentos, se fundó una parroquia. Y fue aquí, con el trato directo de los japoneses y bajo la dirección y magisterio de Fr. Juan Bautista, guardián del convento, donde estudió Fr. Francisco el idioma nipón, que llegó a dominar, tanto que los superiores lo nombraron ministro de los japoneses que residían en Balete, jurisdicción del mismo Dilao, cargo que desempeñó hasta 1612, en que fue enviado a Japón. Esta estancia en Manila fue muy beneficiosa para nuestro Beato porque lo dotó de conocimientos y formación específica para la tarea que le aguardaba con los japoneses, pero ya en su tierra.

Como ya hemos indicado, en 1612 hizo nuestro Beato su primer viaje a Japón, y su primera misión japonesa duró sólo dos años. Durante ellos, sus progresos lingüísticos le permitieron predicar el Cristianismo con soltura y «traducir con belleza y elegancia» al japonés, como dice uno de sus biógrafos, el libro llamado Flos Sanctorum, que contiene vidas de santos, en 3 volúmenes, un Catecismo o Explicación de la Doctrina Cristiana y varios opúsculos de devoción, que facilitaron su tarea evangelizadora y el provecho de sus conversos. Estas obras, al parecer, se han perdido.

Un año después de su llegada a Japón, Fr. Francisco Gálvez se encuentra en el Hospital de Leprosos que hay en Asakusa, donde se contagia de la enfermedad que padecen los hospitalizados. El ejercicio de esta heroica virtud de la caridad para con los leprosos, practicada por los religiosos franciscanos, juntamente con su pobreza, conmovieron profundamente a los japoneses, facilitando en gran manera las conversiones.

El 27 de octubre de 1614, en cumplimiento de un decreto imperial, Fr. Francisco tuvo que salir del Japón y volver a Manila. Estas órdenes de destierro fueron frecuentes y generales en Japón, ya que no se abrió a los europeos hasta el siglo XIX, acabándose las persecuciones en 1873. Y si bien hubo épocas en que los cristianos fueron respetados y acogidos, como le ocurrió a San Francisco Javier, y también a San Pedro Bautista y a sus compañeros en un primer momento, las expulsiones e incluso las persecuciones se reproducían de manera intermitente como lo prueba el martirio del mencionado San Pedro y otros muchos en febrero de 1597. Ahora, a finales de 1614, todos los misioneros, incluido el Bto. Gálvez, fueron entregados en Nagasaki a los encargados del destierro, que los embarcaron con destino a Macao (China) y a Manila.

Poco tiempo aguantó fray Francisco en Manila. Le urgía volver a Japón, donde había dejado un pequeño grupo de cristianos por él bautizados, que necesitaban de su presencia, apoyo y consejos para madurar en la fe, a la que habían llegado mediante su predicación, y para entregarse a ellos como había hecho con los leprosos, aliviar sus males y consolarlos.

Dice Fr. Diego de San Francisco, hermano de religión y contemporáneo suyo, que fue a Singapur embarcado en la armada que hizo el Gobernador de Filipinas D. Juan de Silva en 1616, con ánimo de pasar a Macao y de allí a Japón. Pero de Singapur pasó a Malaca, ocupada por los portugueses desde 1511 y donde los franciscanos, desde 1610, gozaban de autorización, concedida en 1610 por el rey de Camboya, a quien pertenecía todo el territorio, para proseguir la evangelización de aquel reino y fundar iglesias, y esto porque, desde su infancia, aquel soberano había tomado «amor y afección a las costumbres de su religión».

En el puerto de Malaca nuestro protagonista estuvo a la espera de un navío que le llevara a Japón, y al fin encontró una galeota que, haciendo diversas escalas, podía llevarle a su anhelado destino; pero tropezó con que no se admitía en ella a ningún pasajero y menos a un religioso español, pues estaba muy reciente el decreto imperial nipón de expulsión. Ante tal negativa, su acuciante propósito le indujo a una curiosa y arriesgada estratagema, que nos refiere el mismo P. Diego de San Francisco en una relación que fue publicada en Manila en 1625:

«Hizo este santo religioso uno de los hechos más heroicos que he visto, ni oído en mi vida, para conseguir su deseo de volver a esta conversión; que sólo el amor de Dios y celo de las almas, pudo causar tales efectos.

»Supo, pues, el santo, estando en Malaca, que se partía para el Japón, una galeota y procuró hacer todas las diligencias para pasar a ella, y viendo que no le era posible, ni le querían llevar, tuvo gran sentimiento y tristeza; sintiendo mucho el no poder ir a consolar a sus amados hijos, los cristianos de Japón. Por lo cual, habiéndolo primero encomendado a Dios y habida licencia de los prelados, se vistió de negro "laskar" [=remero], como los que en Malaca se alquilan para remar en las galeotas, y por no ser conocido español, buscó un betún con que se tiznó muy al propio, la cara y manos y pies, y se alquiló por remador, y vino remando todo el camino sin ser conocido, hasta Japón; comiendo sólo la ración de negros, de un poco de arroz y (como dicen) malaventura. Todo lo llevaba el santo con gran alegría, teniendo por condigna retribución y dichoso objeto y fin de estos trabajos el verse presto en el Japón, donde le aguardaba la corona de justicia, que Nuestro Señor le había de dar, como se la dio, cumplidos ocho años de trabajos grandísimos en esta conversión, después de su segunda venida...».

Fueron muchas las millas recorridas como remero hasta llegar a su destino, y es probable que no hiciera la travesía directamente, pues el P. de Santa Inés, en su «Crónica de la Provincia de San Gregorio», afirma que desde Malaca pasó a Macao, donde estuvo año y medio esperando ocasión propicia para ir a Japón. Sea como fuere, el año 1617 ó 1618 entró de nuevo en territorio japonés. Y en esta su segunda estancia en aquel país pudo moverse con una cierta libertad, gracias a la tolerancia de las autoridades locales. Además, ejerció una misión diplomática ante el príncipe de Voxu, Masamuné, llevándole, por encargo del Beato Luis de Sotelo, martirizado después, unas cartas y presentes del rey de España y del Papa. En efecto, Masamuné envió en un barco fletado por él al mencionado P. Sotelo con varios japoneses principales para que visitaran al Rey de España y al Papa; el viaje duró de 1613 a 1616. Cumplida la misión, el P. Sotelo regresó a Japón en septiembre de 1622, siendo detenido y apresado al año siguiente. Por ello, no pudiendo llegar personalmente hasta Masamuné para hacerle entrega de las cartas y obsequios que le habían confiado, el P. Diego de San Francisco envió en su lugar a Fr. Francisco Gálvez. Desde la cárcel de Omura, ciudad en la que luego fue martirizado, el P. Sotelo escribió a Fr. Diego de San Francisco sobre los documentos y presentes aludidos:

«Hallarán en su petaca, la carta de su Santidad de Paulo V, y respuesta para Masamuné, en una cajita de madera adornada, con la decencia debida, y un rosario y decenario, dos cuadros pequeños, guarnecidos de plata y oro, del grandor de la palma de la mano, con el rostro de la Santidad de Paulo Quinto, al natural. Que procure dar a Masamuné la carta de su Santidad, con todas estas joyas, y le signifique la voluntad del Pontífice que se las envía, que es, como dice, en su carta, que se convierta Masamuné y haga cristiano, para con franca y liberal mano, concederle las gracias y favores que la Silla Apostólica, acostumbra hacer a los reyes cristianos y sacerdotes, y de nuevo se los encomienda y ruega mucho, los tenga debajo de su amparo; que oiga su doctrina y tome los consejos de sus embajadores, y que por ellos les avise de todo, con seguridad, de que acudirá su Santidad a darle satisfacción en todo lo que se ofreciere».

La documentación de aquel tiempo añade que el religioso utielano, al cumplimentar su embajada, «fue muy bien recibido y agasajado, ordenando le atendieran en todo cuanto necesitare para su sustento, y señalándole un lugar seguro en que podía fijar su residencia, para dedicarse con tranquilidad a la conversión». Esta deferencia del príncipe Masamuné hacia Fr. Francisco indica un estado de privilegio, frente a la situación existente de rechazo a los misioneros por las leyes de expulsión. Con la protección y favor de Masamuné, el Beato Gálvez desarrolló una intensa y fructuosa actividad misionera en los territorios de Voxu y Mongami, y se multiplicaron las conversiones.

Cuando las anteriores órdenes de expulsión y persecución de los misioneros no habían cesado, pero tampoco se aplicaban con demasiado rigor, he aquí que en agosto de 1623 el Emperador nombró nuevo shogun o jefe del gobierno a Iemitsu. Al comprobar éste que no se habían cumplido las órdenes relativas a la persecución de los cristianos, se dispuso a eliminarlos, prometiendo honores y dinero a quienes los denunciasen. Y así sucedió que alguien, un bonzo (monje budista) o un mal cristiano, delató ante el Gobernador de Yedo a cristianos y a misioneros, entre ellos el jesuita siciliano Jerónimo de los Ángeles y el franciscano Francisco Gálvez. El prendimiento de éste último tuvo lugar en Kamakura cuando, según la documentación que aporta el P. Lorenzo Pérez, a quien se deben muchos de los datos referidos, encontrándose el P. Gálvez en casa de Hilario Mongazaimón, japonés converso, Síndico de la Orden Franciscana, fue advertido del peligro que corría por éste, quien «embarcó al santo Francisco de Galbe y a Juan Cambo, portero que fue del convento antiguo que hubo en Nagasaki, y a Pedro Doxico (que ambos después consiguieron el lauro del martirio) en una pequeña embarcación y dióles una guía, la cual, temiendo la prendiesen a él también, los dejó y se fue (según dicen) con la plata que le habían dado para el camino, y así, no teniendo quien les guiase, se estuvieron quedos, y llegando los alguaciles del Gobernador de Yedo, prendieron y amarraron al santo Francisco de Galbe y a sus dos compañeros, Juan y Pedro. Prendieron, también, a nuestro síndico casero Hilario, y a su mujer, Marina, confiscándoles sus bienes, que eran muchos, y los libros y cosas de la iglesia que en su poder tenía, como síndico, y llevándolos presos a Yedo, presentándolos ante los del Consejo del Emperador».

En dicho Consejo, ante la acusación de uno de sus miembros hecha a Fr. Francisco de que era engañador de los conversos japoneses y causa de su muerte, respondió el santo -se dice que en alta voz y elegante lengua, que era una de las mejores de aquel reino-, con las palabras que se le atribuyen, y que transcribo por ser las únicas conocidas que podrían estimarse como suyas:

«Yo no he engañado a nadie, ni predico falsa doctrina, ni he sido causa de muerte; antes bien, por amor de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Salvador del mundo, y por amor de sus escogidos los cristianos, les he predicado la verdad y verdadera salvación, sin la cual nadie se puede salvar, ni vuestras mercedes se salvarán, si no creen lo que yo predico. No he sido causa de la muerte de los cristianos, sino vuestras Mercedes lo son que se la dan injustamente».

Al llegar aquí, no le dejaron hablar más; lo llevaron a la cárcel y allí encontró al P. Jerónimo de los Angeles, preso pocos días antes. Se alegraron mucho de verse juntos, sin libertad, por una misma causa; se confesaron mutuamente, preparándose para morir y animaron a los demás cristianos.

Cuando llegó Iemitsu a Yedo, dictó sentencia de muerte para los presos, ordenando que, después de pasearlos por las calles de la Corte, fueran quemados vivos los cincuenta y un mártires, atados a otros tantos maderos colocados como postes o columnas, suplicio frecuente entre los japoneses.

En el trágico cortejo figuraban tres grupos: en el primero, a la cabeza, el P. Jerónimo de los Angeles, a caballo, seguido del hermano laico Simón Yempo y otros 17 mártires, a pie; en el segundo, Fr. Francisco Gálvez, también a caballo, y tras él, a pie, otros 16 mártires; en el tercero, Faramondo (caballero nipón, pariente y primo del Emperador, noble y rico, que en 1600 se había bautizado en Osaka), atado a su cabalgadura, pues no podía mantenerse en ella por haberle sido cortados los tendones de las manos en un martirio anterior, y, siguiéndole, igualmente a pie, el resto de cristianos.

El martirio fue consumado el 4 de diciembre de 1623, a las afueras de Yedo, en un altozano, en una gran plaza y a la vista de numeroso gentío, príncipes y señores convocados a las fiestas de la investidura del shogun, muchos paganos y cristianos acudidos de todas partes.

Según el Martyrologium Franciscanum, los martirizados en esta ocasión fueron en total 50: dos jesuitas, el P. Gálvez y 47 "cordígeros" o seglares franciscanos.

Acabado el martirio, se pusieron guardias para que los cristianos no retirasen sus restos y cenizas. Astutamente, no aparecieron en los tres días siguientes, pero el cuarto día fueron de noche y recogieron cuantas reliquias quisieron.

El 7 de julio de 1867, el papa Pío IX beatificó a 205 mártires, capitaneados por el dominico Alfonso Navarrete, que fueron inmolados por la fe y el evangelio en diversas fechas y lugares de Japón entre los años 1617 y 1632: dominicos, agustinos, jesuitas, terciarios suyos y fieles cristianos, y también 46 franciscanos: 11 frailes descalzos o alcantarinos, otros 6 observantes y 29 terciarios franciscanos. Entre esos alcantarinos se encuentra nuestro Beato Francisco Gálvez.

[Biografía extraída de José Martínez Ortiz, Biografía del mártir Beato Francisco Gálvez Iranzo, hijo de Utiel. Utiel 2001, 117 pp.- El Autor, como buen Cronista oficial de su ciudad, basa su obra en una abundante documentación investigada por él mismo o tomada de buenos historiadores, entre los que hemos de destacar al P. Lorenzo Pérez y sus publicaciones en Archivo Ibero-Americano]

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BEATO FRANCISCO GÁLVEZ (1578-1623)
por Arturo Llin Cháfer

Los primeros japoneses bautizados recibieron el bautismo en Goa el año 1548 de manos del obispo Juan de Albuquerque, y ellos fueron los que guiaron los pasos de san Francisco Javier por aquellas latitudes. Desde entonces los evangelizadores del Japón eran los jesuitas, que pronto fueron expulsados del país.

En 1593 llegaron los franciscanos Pedro Bautista Blázquez, Bartolomé Ruiz, Francisco de San Miguel y Gonzalo García, comenzando a predicar la fe cristiana entre los japoneses. Desde Filipinas no tardó en llegar más refuerzo misional.

En tres años llegaron a bautizar a unos 20.000 neófitos. En 1596 estalló la persecución contra los cristianos, siendo martirizados en Nagasaki el 5 de febrero de 1597 san Pedro Bautista y cinco frailes compañeros suyos, tres jesuitas nativos y 17 cristianos seglares. Su memoria litúrgica se celebra el 5 de febrero.

Este martirio supuso un nuevo movimiento de conversiones y mayor expansión misional. A los franciscanos se unieron los dominicos.

En 1612 estalló de nuevo la persecución, que se incrementó en 1616, llegando a un ensañamiento sin igual desde 1622, produciendo incontables mártires, y por fin se consiguió aislar totalmente a los cristianos japoneses del resto de la cristiandad.

En este contexto encontramos la actuación del beato Francisco Gálvez. Nació en el pueblo de Utiel, siendo bautizado el 15 de agosto de 1578. Siendo ya diácono, ingresó en el convento franciscano de San Juan de la Ribera de Valencia. Ordenado sacerdote en 1601, se alistó para marchar a las misiones.

En Méjico estuvo ocho años.

En 1609 pasó a Manila, y en el convento de Dilao aprendió japonés. En 1612, pasó al Japón, siendo pronto expulsado por la persecución religiosa que se había desencadenado. De nuevo en Manila tradujo a la lengua nipona una explicación de la doctrina cristiana y tres volúmenes de vida de santos.

En 1618 consiguió entrar de nuevo en el Japón disfrazado de esclavo negro, y mezclado con la tripulación de un buque mercante. Reanudó la evangelización, en medio de grandes peligros.

Traicionado por un bonzo, que había simulado hacerse cristiano, fue encarcelado. Por perseverar en la fe cristiana fue quemado vivo en Yedo (hoy Pekín), junto con otros 51 cristianos, el 4 de diciembre de 1623.

Fue beatificado por el papa Pío IX el 7 de julio de 1868. La diócesis de Valencia celebra su fiesta litúrgica el 4 de diciembre.

Tras estos martirios, los cristianos del Japón quedaron privados de sacerdotes y reducidos al silencio. Sobrevivieron en la más misteriosa clandestinidad, hasta que fueron descubiertos en 1865, año en que se permitió en el Japón que pudiesen entrar los misioneros católicos.

[A. Llin Cháfer, Testigos de la fe en Valencia. Valencia 19972, pp. 149-151]
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Fiesta: 4 de diciembre
Beatificación: Pío IV, 1867
Nacimiento: Utiel (Valencia, España), agosto de 1578
Muerte: Yedo (actual Tokio, Japón), el 4 de diciembre de 1623
Orden: Franciscanos Menores de la Observancia - Descalzos o Alcantarinos

Beata María Ángela Astorch


Huérfana de padre y madre, ingresó muy joven en el monasterio de las capuchinas de Barcelona, donde emitió su profesión en 1609. Cuando tenía 21 años de edad, la mandaron a Zaragoza como maestra de novicias. Después de haber gobernado este monasterio como abadesa, en 1645 fundó el monasterio de Murcia. Tuvo en alto grado el don de la contemplación, alimentada particularmente en la meditación de la Liturgia de las Horas, y al mismo tiempo una caridad solícita hacia las hermanas. Fue beatificada el 23 de mayo de 1982 por Juan Pablo II.

La noticia de la beatificación de María Ángela Astorch, al esparcirse en 1981, cogió de sorpresa aun a las comunidades de capuchinas. Ya casi nadie la esperaba: habían pasado más de tres siglos desde su muerte, ciento treinta años desde el decreto de la heroicidad de las virtudes, más de un siglo desde la realización del milagro que había de servir para su glorificación. Parece como que Dios reservaba el momento propicio para darla a conocer con su mensaje peculiar, ese distintivo que movió a Juan Pablo II a presentarla a la Iglesia del postconcilio como la mística del Breviario, en el acto solemne de la beatificación del 23 de mayo de 1982.

María Ángela es, por orden cronológico, la primera capuchina llegada a los altares, si bien se le adelantaron las otras dos que vivieron después de ella: santa Verónica Giuliani ( 1727) y la beata María Magdalena Martinengo ( 1737).

Ella misma nos ha dejado su propia historia y su singular experiencia espiritual en los relatos autobiográficos, escritos por orden de sus confesores, y en sus cuentas de espíritu, continuadas durante más de treinta años. Existen, además, las declaraciones de las religiosas en el proceso informativo, incoado en 1668.

La huerfanita precoz

El 1 de septiembre de 1592 nacía en Barcelona Jerónima, cuarto vástago del matrimonio Cristóbal e Isabel Astorch. Su padre, que pertenecía al gremio de libreros, desempeñaba un cargo público importante. Su madre, heredera de una cuantiosa fortuna, era una dama de acendrada religiosidad.

Doña Isabel falleció en 1593, cuando la pequeña Jerónima contaba apenas diez meses. Hubo de ser confiada a los cuidados de una nodriza en el pueblo de Sarriá. Cuatro años más tarde moría don Cristóbal. La huerfanita creció hasta la edad de nueve años en casa de su aya, que la quería como una verdadera madre. Escribe ella recordando aquellos años: «Era yo la alegría y el entretenimiento de todo el lugar. Mi esparcimiento era jugar con pájaros, los cuales tenía en abundancia y muy hermosos, y con las aves del cielo. Y, a las tardes, tomar la fresca con la luna, saliendo a lugares solos de mucha arboleda...».

Frisaba en los siete años cuando un día, por haber comido «almendrillas verdes», se puso tan mala que todos la dieron por muerta y aun se hicieron los preparativos para el entierro. Ella, en sus memorias, atribuye reiteradamente a la intercesión de la Madre Ángela Serafina y a la intervención prodigiosa de la Virgen María el haber vuelto a la vida. Desde entonces -escribirá más tarde- «corre mi vida por cuenta de esta divina Señora». Y añade: «Mi niñez no fue sino hasta los siete años: de éstos en adelante fui ya mujer de juicio y no poco advertida, y así sufrida, compuesta, callada y verdadera».

A los nueve años la tomó bajo su responsabilidad uno de los tutores. Aprendió a leer y hacer labores. Se despertó en ella una afición incontenible a los libros, en particular a los escritos en latín. Ella misma afirma que dejaba admirado al maestro, que le daba lección, por la prontitud de captación y su fácil retentiva.

A la escuela de Madre Ángela Serafina Prat

El 16 de septiembre de 1603, con once años recién cumplidos, Jerónima era recibida en el convento de las capuchinas de Barcelona; el obispo en persona, don Alonso Coloma, la entregó a la fundadora, Madre Ángela Serafina Prat. Esta santa mujer había reunido en 1589 a un grupo de jóvenes colaboradoras, la más adicta de las cuales era Isabel Astorch, hermana mayor de Jerónima. Dos años más tarde obtuvo del nuncio pontificio la erección canónica de un convento de capuchinas, que desde febrero de 1603 tenía sus constituciones propias. Las vocaciones afluían numerosas, atraídas por la austeridad de vida, retiro y fervor de las religiosas, no menos que por la fama de santidad de la fundadora.

Nuestra jovencita, que recibió el nombre de María Ángela, no cabía de gozo al verse en aquel recinto de santidad, donde se conjugaban armoniosamente el rigor de la penitencia con un clima familiar de sencillez y de alegría. «Lo primero que puso Dios en mi corazón -escribe- fue el parecerme las religiosas santas. Hasta el hablar unas con otras y hasta cualquier ruido que oía en casa, todo me sabía a santo. Y así me causaba todo gran devoción... Mi corazón estaba tal, que me apasionaba en querer seguirlas en todo cuanto alcanzaba a ver o saber de mortificaciones o penitencias...»

Tuvo la fortuna de hallar un guía espiritual a su medida en el sacerdote aragonés mosén Martín García, forjado por muchos años en la vida eremítica. Ella le abría candorosamente su espíritu y él la iba encaminando inteligentemente hacia una piedad cada vez más interiorizada hasta introducirla de lleno en la oración mental y en la contemplación infusa. María Ángela tomó como modelos vivientes a su venerada Madre Ángela Serafina, de altas experiencias místicas, y a su propia hermana sor Isabel, favorecida asimismo con dones superiores.

En cambio, tuvo que soportar la incomprensión, la dureza y hasta los malos tratos de una maestra, inmadura y celosa, que no perdía ocasión de humillarla. Le daba en rostro todo lo que a las demás, especialmente a la fundadora, les caía en gracia en la benjamina: su voz sonora y armoniosa en el canto coral, su conocimiento de los textos litúrgicos, sus modales comedidos, sus salidas de persona mayor, hasta sus actos de virtud. María Ángela sufría en silencio y se esforzaba por corresponderle con dulzura y sumisión, pero no estuvo en su mano dominar la incompatibilidad con la maestra: «Era en todo opuesta a mi natural y condición -declara-; siempre me hacía horror vivir con el modo de ser dicha sierva de Dios».

Hubo otra causa particular de sufrimiento: su pasión por los libros en la lengua latina. Al entrar en el convento había traído consigo los seis tomos del Breviario, que se había hecho comprar previamente. Se hallaba ya entonces familiarizada con los latines de la oración oficial de la Iglesia, que será en adelante su alimento espiritual y su consuelo. Toda su gloria era verse rodeada de libros en latín. Niña como era, se entretenía a veces amontonando los breviarios y diurnales, que las hermanas tenían en el coro. Quedó desconsolada el día que le quitaron los tomos de su Breviario; el confesor hizo que le quitaran todos los libros en latín, y le prohibió servirse de textos bíblicos y litúrgicos en esta lengua cuando platicaba con él en el confesionario. Lo sorprendente era la propiedad con que los aplicaba y el conocimiento que demostraba de la lengua litúrgica.

Cinco años hubo de pasar en calidad de aspirante, pero en régimen de noviciado. El 7 de septiembre de 1608 dio comienzo al año canónico de prueba bajo la dirección de su hermana sor Isabel, nombrada por la fundadora en sustitución de la maestra anterior. «La primavera de mi espíritu», llama aquel tiempo de intensidad contemplativa y ascética, para el que tomó como abogado y guía al evangelista san Juan. Ella misma nos ha dejado un esbozo de los sensatos criterios formativos de su santa hermana; inculcaba la responsabilidad personal: cada novicia había de llegar a ser «maestra de sí misma». Lejos de mimar a su hermanita, se mostró con ella calculadamente seca y hasta huidiza. Esto y las tentaciones y pruebas de espíritu que la afligieron en ese año la ayudaron a madurar internamente. Entre otras molestias del enemigo, una fue la tentación de pasarse a otra Orden de ritmo más monacal y solemne, «para vacar más libremente a la oración y lectura de libros espirituales».

Por su cultura superior y su madurez, fue encargada de instruir a sus compañeras de noviciado. Y esto también le atrajo su dosis de mortificación; la apodaban la «maestrita».

La vida de la fundadora, Madre Ángela Serafina, tocaba a su fin. El 15 de diciembre de 1608 reunió por última vez la comunidad en capítulo; en él propuso a votación la admisión de sor María Ángela a la profesión; no quería morir sin estar segura del futuro de su novicia predilecta, de la que tanto esperaba. Ese mismo día hubo de guardar cama y el 24 de diciembre expiraba santamente entre el llanto de todas.

Apenas concluido el año canónico, el 8 de septiembre de 1609, sor María Ángela emitió su profesión. Continuó su formación como joven profesa, siempre bajo la guía de su hermana Isabel, ahora nombrada «maestra de jóvenes», y bajo la dirección espiritual del buen mosén Martín García. Siempre recordará aquellos años felices en que vivió de continuo en un ansia incontenible de Dios, dándose sin trabas a la lectura y a los ejercicios de humildad y de mortificación. Con su hermana y con otras dos compañeras hizo un pacto «de hermandad muy íntima y de desafío», bella porfía de generosidad, en que no faltaba la rigurosa corrección recíproca acompañada de eficaces reparaciones en privado y en público.

Todo se hacía bajo el control paternal del anciano confesor, atento a moderar lo que pudiera haber de excesivo en aquellos fervores juveniles. No dudó en concederles dos días más de comunión semanal sobre los que tenía la comunidad, satisfecho como estaba del adelanto espiritual de las tres.

He aquí cómo recuerda, en su lenguaje siempre expresivo, los goces de su espíritu, especialmente en la contemplación bíblica:

«En este tiempo era mi alma un remedo de mariposa, de noche y de día, ardiendo en fuego vivo y sed insaciable en busca de mi Dios... Sólo le hacía ausencia el tiempo que tomaba del sueño; y éste lo tomaba tan sobrelevantada que, apenas despertaba, cuando ya me sentía llamada y solicitada de mi divino Señor con lugares particulares de la Escritura, Evangelio y Cantares... Gozaba de gran paz y tranquilidad interior en el cantar los divinos oficios. Tenía muchísimas inteligencias de lo que decían muchísimos lugares y versos...»

Y dice cómo sufrió al prohibirle el confesor poner atención a esas inteligencias durante el recitado coral, así como el decir o cantar versículos fuera del coro, como lo venía haciendo durante las labores. No contenta con las lecturas bíblicas del Breviario, se propuso leer la Biblia entera, en latín, desde la primera página del Génesis. Durante dos años tuvo el cargo de sacristana y el de «correctora de coro», ya que ninguna otra se hallaba mejor preparada para velar por la fidelidad a las rúbricas y la recta lectura de los textos latinos. Además, y no obstante su corta edad, fue elegida sexta discreta, es decir una de las ocho consejeras que prescribe la Regla de santa Clara.

Maestra de novicias a los 21 años

El convento de Santa Margarita de Barcelona no tardó en proliferar, dando lugar a toda una nutrida constelación de fundaciones en toda España, en Cerdeña, México, Guatemala, Perú, Chile, Argentina... Hoy son un centenar los monasterios que se remontan, en su origen más o menos remoto, al fundado por la Madre Ángela Serafina.

En 1609 salieron las fundaciones de Gerona y de Valencia. En 1614 llegó el turno a la de Zaragoza. El 24 de mayo de ese año llegaban a la capital de Aragón las seis religiosas destinadas a la fundación del monasterio que sería intitulado de «Nuestra Señora de los Angeles». Entre ellas se hallaba sor María Ángela, que iba con el cargo de maestra de novicias y de secretaria. Tenía 21 años de edad.

No le faltaron momentos de apocamiento al sentirse «con cargo de almas para enseñarles religión y camino espiritual y trato con Dios». Pero se sobreponía con la seguridad de la ayuda divina. Tomó como modelo la pedagogía evangélica aprendida de su hermana Isabel, ahora abadesa en Barcelona; moriría dos años más tarde en fama de santidad. Los ideales y métodos de María Ángela como formadora se hallan reunidos en su opúsculo Práctica espiritual para las nuevas y novicias. Su primera preocupación era poner a las jóvenes en contacto directo con Dios mediante la vida litúrgica y la oración contemplativa: «Han de hambrear de noche y de día ser almas de oración; y de esto traten y hablen siempre las unas con las otras». Al mismo tiempo las guiaba al descubrimiento de la realidad de cada compañera en el trato mutuo y en las exigencias de la vida comunitaria. Era exigente en punto a unión fraterna y total nivelación entre las hermanas. Atenta a la formación de toda la persona, las hacía asimilar la disciplina externa en los actos comunes, en el trabajo, en la visita diaria a las enfermas, en el porte personal, en la comida, en el sueño... Pero en ninguna cosa ponía mayor cuidado que en la instrucción detallada de la recta ejecución de las celebraciones litúrgicas y en el espíritu con que habían de participar en ellas.

Fue mantenida en el oficio de maestra de novicias por tres trienios, de 1614 a 1623. En este año le fue confiada la formación de las jóvenes profesas, cargo que desempeñó hasta su elección como abadesa en 1626. Más tarde, en la fundación de Murcia, uniría al cargo de abadesa el de maestra de novicias, por deseo de la comunidad.

Había en ella, en efecto, dotes eximias de formadora. No hallaba dificultad en ganarse la confianza de las jóvenes a ella encomendadas; sabía identificarse con la índole y las situaciones de cada una, recurriendo si era necesario a medios extraordinarios. Escribe ella misma: «Muy en particular se me llevaban el afecto las que estaban más afligidas por luchas y tentaciones interiores, que me constaba de muchas por la humildad y claridad de conciencia que guardaban conmigo, con harta confusión mía».

Talla humana de María Ángela

En lo físico, era baja de estatura. Lo delicado de sus facciones, el mirar apacible de sus ojos, habitualmente entornados, su continente grave y hasta solemne, su hablar dulce y reposado, formaban un conjunto que infundía respeto y confianza a un mismo tiempo. Se añadía la claridad y viveza de sus facultades mentales, junto con un sentido finamente femenino del detalle y una sensibilidad que le hacía vivir intensamente cada circunstancia.

A ruegos de ella, siendo joven formadora, le hizo su confesor, el canónigo Gil, la ficha de su temperamento: «Natural vivo, vehemente y muy sutil». Y le dio como programa espiritualizar el natural, sin cohibirlo ni ignorarlo. Gracias al mandato del que fue su confesor desde 1641, don Alejo de Boxadós, poseemos el autorretrato moral más acabado que cabe desear. De él tomamos algunos rasgos:

1. Señor: mi natural es colérico, flemático, amoroso, agradecido y correspondiente, y tan fiel, que pasaré por cualquier cosa por guardar ley a quien de mí hiciera confianza.

2. También tengo aversión a personas cautelosas y de segundas intenciones, y de las que hacen demostraciones de que pasan grandes cosas interiores, ora sean gracias de Dios ora sean trabajos...

3. Curiosa en extremo..., siempre tengo de ir aseada en mi aseo y aliño como una señora en el suyo.

4. Tengo el entendimiento muy discursivo en cosas de pena, y esto es uno de los mayores impedimentos que me perturban y desasosiegan la quietud interior.

5. Quiero, y apetece mi natural ser querido, pero, no para ser blanco de voluntades, si bien siento mucho el desamor e ingratitud, sino para mayor unión y hacer efecto en los corazones.

6. Soy enemiga muchísimo de tratar con personas de un ordinario saber, y presuntuosas. Y es mi pasión tratar con las de buen sentir así en cosas corporales como espirituales y, para lo que toca a mi espíritu, doctas, graves y santas.

Entre las limitaciones humanas, que ella reconoce y lamenta, una es el complejo del miedo. «He tenido toda mi vida terrible pavor a los muertos», escribe en 1634. También le hacían pasar muy malos ratos las representaciones infernales. Otro reflejo de esa tendencia aprensiva era su temor a la muerte y a los juicios de Dios. A todo ello hallaba remedio abriéndose a la Palabra de Dios, que le devolvía la serenidad interior con las luces que Dios le comunicaba oportunamente.

Las hermanas que declararon en el proceso informativo son prolijas en enumerar los rasgos positivos del retrato moral de la venerada Madre, en especial insisten en su amor a la verdad por encima de todo convencionalismo e hipocresía. Ponderan asimismo la apacibilidad de su semblante siempre alegre.

Había en su trato cierta innata distinción, que le comunicaba ascendiente sobre los extraños, incluidos sus confesores. Con éstos observaba «sujeción a ley de espíritu noble»; y explicaba el motivo: «Creo toma mi alma este modo noble de lo mismo que Dios usa con ella, porque es tan grande la nobleza y suavidad con que me llena y atrae para sí, que me deja llena de una reverencial y humilde nobleza. Y así, por esto, creo que quien quisiere obrar en mí por diferente modo, me destruye de todo punto».

La mística del breviario

Los sacerdotes que trataron a María Ángela en Zaragoza y en Murcia quedaban intrigados por su conocimiento carismático de la sagrada Escritura, de los santos Padres y de la lengua latina. El arzobispo de Zaragoza se creyó en la obligación de designar una comisión de cinco examinadores para averiguar hasta dónde era «infuso» semejante fenómeno; le hicieron toda clase de pruebas a base de citas latinas, y ella fue indicando con precisión libro y capítulo de la Biblia o el escrito patrístico donde se hallaban. Quedaron asimismo sorprendidos al saber que, en la sala de labor, leía a las religiosas en latín el libro Vitae Patrum -vidas de los padres del yermo- traduciéndolo luego y explicándolo puntualmente. Parecido examen harían más tarde en Murcia el deán y un canónigo de aquella diócesis.

El breviario fue siempre la base de sus ascensiones místicas; la sagrada Escritura le ofrecía las expresiones más adecuadas para sus sentimientos íntimos, brotados bajo la acción de la luz contemplativa. Su piedad era eminentemente litúrgica. El versículo de un salmo, la lectura de un nocturno, un responsorio, una antífona, bastaban para transportarla al plano de las experiencias unitivas. Éstas, con todo, no le impedían seguir el movimiento del rezo con absoluta fidelidad e intervenir al punto cuando se cometía algún error en las rúbricas. Escribe en 1624: «Me acontece muchas veces que, cantando los salmos, me comunica su Majestad, por efectos interiores, lo propio que voy cantando, de modo que puedo decir con verdad que canto los efectos interiores de mi espíritu y no la composición y versos de los salmos». Dios mismo se constituía en «maestro y declarador de su Palabra».

Le gustaba considerar la Iglesia de la tierra y la del cielo unidas en la misma liturgia de alabanza. En la fiesta del Ángel de la Guarda de 1642 experimentó un «parentesco cercano» con los ángeles y bienaventurados y se sintió movida a lanzar un «desafío» a los moradores de la Jerusalén celestial: «Como moradora que soy de la Iglesia militante, tengo que cantar las alabanzas divinas con pureza y alegría de corazón..., y de todas hacer unos perfumes a la beatísima Trinidad, uniéndolas y poniéndolas en el incensario de oro del Corazón de Cristo, mi Señor».

El coro conventual era el lugar privilegiado del encuentro con Dios y consigo misma. «En él tengo mi oración -escribe- y, por la mayor parte, todos mis mejores empleos así de noche como de día. Es el puesto en donde más misericordias recibo...»

No obstante la importancia que tenía en su espiritualidad el Oficio divino, el verdadero centro vital era el misterio eucarístico. Ponía esmero particular en la participación activa de la comunidad en la santa Misa. Siendo abadesa obtuvo para todas las religiosas la licencia para poder recibir la comunión diariamente.

«Cuando su Majestad se encierra a solas con mi alma»

Las páginas más espléndidas de las cuentas de espíritu de María Ángela son aquéllas en que lucha por hallar un vehículo de expresión a lo que ella experimenta en las horas inefables de lo que llama «cerrado silencio interior», «silencio hablador», «íntima posesión y dulzura interior», «cercanidad divina»... Es una contemplación quieta y gozosa, por lo general, pero a veces vehemente.

Cuando Dios quiere disponerla a una merced particular le «llena el espíritu de un temple humilde y suave», que redunda en los sentidos. Y esto aun durante el día, esté donde esté. Es como un «respirar en Dios» aun en medio de las ocupaciones externas. Bajo la luz infusa, que la envuelve y la penetra, se siente «cogida», «robada», «poseída» por Dios, a merced de operaciones íntimas que la aligeran y la transforman. A veces las recibe como «hablas poderosísimas» que producen lo que significan, porque «el decir de Dios es obrar».

El punto de partida son siempre las ideas y los sentimientos que suscita en su alma la liturgia del día. Cualquier domingo del año le hace vivir, por ejemplo, la «festiva resurrección» del Señor.

Pero no todo son consuelos y enajenaciones amorosas. Con frecuencia ha de experimentar la «enfermedad de ausencia», cuando el Amado se retira. Escribe muy expresivamente en 1636: «La especial presencia y asistencia de su Majestad, tan dulce y familiar, se me convirtió en una ausencia y lejanía grande como, si decirse puede, si se hubiera ausentado en las Indias».

Forma contraste con su continente externo, digno y comedido, y aún con su fe reverencial en las celebraciones litúrgicas, su postura íntima, de verdadera infancia espiritual, ante Dios, que desempeña con ella «oficios de papá». Una tal actitud corresponde al clima de expansión y de gozo, o como ella dice de «ancheza y libertad de espíritu», que se respira en todas sus páginas: un aura franciscana de «hilaridad interior», fruto del vacío total de creatura, cuando el alma se ve «señora de sí misma».

María Ángela tenía orden de los confesores, ya desde 1627, por lo que hace a las gracias místicas extraordinarias, de «no buscarlas ni admitirlas». Ella se esforzaba por resistir al arrobamiento, a veces más allá de lo aconsejable, en especial durante la recitación de las horas canónicas y la participación en la misa. Se hallaba como cogida entre la vehemencia de la atracción divina y la voluntad del mismo Dios, que le hacía sentir su voz diciéndole: «¡Obedece y canta!». Volvía el ímpetu del rapto, y nuevamente la voz interior le hacía estar sobre sí: «¡Canta y obedece!». En ocasiones se veía obligada a asirse fuertemente al asiento o a la reja del coro para no ceder al rapto.

Esa violencia reiterada le producía los «desmayos del corazón», que llegaron a alarmar a los médicos. Era dolencia de amor.

Todo comenzó, allá por el año 1620, siendo maestra de novicias, con la «vista de un corazón bellísimo, muy grande y delicadísimo..., en el aire, entre cielo y tierra...». Lo flanqueaban, de un lado, la Virgen con el Niño, y del otro, san Francisco de Asís. «De la vista de este corazón -concluye- quedé esclava y cautiva». Y le dejó un ardor permanente en el corazón, con una sensibilidad tal, que cualquier contacto le producía un dolor insoportable. Se trata del fenómeno místico del corazón herido que, como en otros santos, se completó con la experiencia de la permuta de corazones. No fueron ímpetus de juventud: todavía en 1646 seguía sintiendo en el corazón «fuego vehementísimo, como cuando revienta una granada, un ardor que vaporeaba hacia arriba».

En relación con esa experiencia se coloca su amor apasionado al «melifluo Corazón de Jesús». Y esto medio siglo antes de las conocidas apariciones a santa Margarita María de Alacoque. «Es mí blanco -escribe-; lo amo apasionadamente». Y lo saluda: «Mi incomparable tesoro, toda mi riqueza, única esperanza cierta de todo lo que espero, claridad y sosiego de mis dudas, aliento de mis ahogos, centro íntimo de mi alma, propiciatorio de oro de mi espíritu..., escuela y cátedra donde leo ciencia y finezas de tu inmensa caridad...»

«¡Qué gran tesoro y dicha es ser hija de la Iglesia!»

En un siglo en que la espiritualidad católica se desenvolvía casi al margen de la liturgia y en que, incluso la teología, veía en la Iglesia únicamente la institución visible, María Ángela puede ser considerada como una verdadera excepción. Fue su misma intuición mística, guiada por la Palabra de Dios, la que la llevó a vivir en forma excepcional el misterio de la Iglesia.

Se siente profundamente deudora a la bondad divina por el beneficio de ser hija de la Iglesia, experimenta, aun en visión, el calor del regazo maternal de la esposa de Cristo, se esfuerza por formar a las religiosas en la conciencia gozosa de ser hijas de la Iglesia, en la oración insistente por las necesidades de la Iglesia.

Se siente unida en estrecho parentesco con todos los fieles, a quienes llama reiteradamente «mis hermanos»; ella misma siente entrañas maternales para con todos los redimidos: ¡«Oh, quién pudiera ser madre de todos ellos!». Desearía «ponerlos a todos dentro del Corazón de Cristo». Comparte el dolor de la Iglesia por los hijos separados de ella: los malos católicos, los herejes.

No sabe cómo corresponder a tanto como le viene comunicado por mediación de la Iglesia, en especial los «misterios» y las «verdades» que ella nos propone. Fue ésta la razón fundamental que la impulsó a tomar con apasionamiento el aprendizaje del latín: «Entender los misterios en la propia lengua en que nuestra madre la Iglesia nos los propone». No es sólo un adherirse al magisterio de la Iglesia con docilidad de fe, sino un «sujetar y cautivar mi juicio, saber y sentir a mi madre la Iglesia católica romana», hasta ofrendar la vida en su defensa si fuera necesario.

Medita con frecuencia en la unión esponsal de Cristo con la Iglesia, fundada por Él en la cruz. Es la Iglesia la que nos aplica los frutos de la sangre de Cristo. María Ángela se considera «incorporada dentro de los profundos tesoros» de la Iglesia y mira el convento fundado por ella en Murcia unido a la Iglesia universal, «árbol plantado en la heredad de la Iglesia». Anhela por el día en que no haya más que un solo redil y un solo Pastor, «un solo pueblo, puro y santo, todos del linaje real de Dios».

Irradiación a través de la reja conventual

La caridad apostólica de María Ángela corría parejas con su amor encendido al divino Esposo y con su solicitud entrañable por las hermanas puestas a su cuidado. Se sentía «hermana y madre de todos los fieles». Desde el encierro de los muros conventuales, ardía en ansias de prodigarse en bien de todos los redimidos. «Dios eterno -oraba-, que infundís este afecto y ansia interior en mi espíritu por la salvación de los fieles: ¡oh, si me fuera posible obrar en los corazones de todos!... Decidles que un alma penada y ansiosa de su bien se deshace en ansias de sus medros y de que os conozcan, sujeten y amen».

Echaba mano constantemente de los medios al alcance de una religiosa contemplativa: la oración, la penitencia, el amor redoblado al Señor para compensarle de las ofensas y del desamor de los hombres. Pero, sin pretenderlo, hubo de experimentar que, como ha dicho Jesús, la luz no se enciende para que quede oculta bajo el celemín, sino para que alumbre. No tardaron en trascender fuera los dones superiores que la adornaban: la santidad de vida, su don de consejo y aun la eficacia excepcional de su intercesión. Ella hubiera querido seguir ignorada en el encierro claustral, pero sus confesores le apremiaban a no negarse al reclamo de la caridad. Y hubo de prodigar su tiempo con las personas de toda clase social que acudían a ella en busca de consejo, de consuelo y de orientación en la vida. Se sabe nominalmente de hombres y mujeres de familias destacadas que fueron verdaderos «hijos espirituales» suyos y de prelados eminentes que mantuvieron con ella comunicación espiritual, entre éstos el cardenal Trivulzio, virrey de Aragón, el obispo de Albarracín don Jerónimo de Lanuza, el arzobispo de Zaragoza Martínez de Peralta, el patriarca de las Indias Occidentales Alonso Pérez de Guzmán.

Dentro de esta caridad universal ocupó lugar especial, sobre todo desde que estalló la guerra del principado en 1640, Cataluña, «mi patria atribulada», como ella se expresa. Sufrió y oró, teniendo que acatar los insondables designios de Dios en aquella tragedia cuya razón no acababa de entender. Algo de aquella angustia se revela en lo que escribía en 1646: «Queriendo rogar por la paz de los reyes y príncipes cristianos, no pude. Y me dijo su Majestad: ¡Hija, todos son unos! Y me dio inteligencia muy distinta que pecaban por malicia y pertinacia».

«Me guiso a mí misma para comida gustosa de todas»

En 1626 María Ángela había sido elegida abadesa con la necesaria dispensa, ya que los cánones exigían cuarenta años de edad y ella contaba sólo treinta y tres. Gobernó durante dos trienios seguidos la comunidad de Zaragoza, y después aún en dos trienios más con intervalos de tres años. Siendo vicaria partió para la fundación de Murcia; en este monasterio ejerció el cargo de abadesa hasta su renuncia espontánea cinco años antes de su muerte. En total veintisiete años al frente de la comunidad.

Consideró siempre como el primer servicio que la «madre y servidora» debe prestar a sus hermanas, según la Regla de santa Clara, el cuidado espiritual. Para ello se propuso «llevar a cada una al paso con que Dios la quiere hacer caminar», sin «enfilar» a todas por el mismo carril. Las hermanas que la tuvieron por superiora se hacen lenguas de aquel su estilo evangélico de servir más que de gobernar: «No tenía aceptación de personas». «Era la primera en barrer, fregar, lavar la colada, entrar leña». «Tenía particular prudencia y gracia para mover sin desagradar». «Era muy ponderada en la reprensión de los defectos, pero en los casos obligatorios de hacer correcciones, las hacía con todo valor..., a veces con sólo un gesto o con una mirada». «Poseía el don de consejo, dando respuestas adecuadas a la situación de cada una...; las hermanas estaban persuadidas de que penetraba el interior». «Era muy amada y venerada de todas». «Procuraba consultar lo que se había de obrar, y tenía mucha docilidad en seguir el parecer justo de cualquiera, aunque fuese contra el suyo».

De esta disposición suya para dialogar, escuchar y valorar el parecer ajeno escribe ella misma: «Dejo pasar en las cosas indiferentes, no dándoseme nada se haga lo contrario de mi sentir y querer». Diseminados en sus escritos hallamos acá y allá preciosos trazos de su fisonomía como guía de la comunidad:

«Me juzgo indigna de estar entre las siervas de Dios». «Mi norma es callar y sufrir, y llevar el peso que las cosas de gobierno traen consigo, como sierva de la casa de Dios». «Estoy atenta a llevar las condiciones y naturales de mis religiosas, aunque me lo quite de mi comodidad». «El ajustarme a todos los naturales y condiciones es sin duda obra de la gracia; y ésta me la da Dios para beber aguas muy amargas a mi natural y condición; pero así conquisto mi alma». «Con el oficio de prelada tengo muchas ocasiones de morir a mí misma y de dar a mi divino Señor mi vida en sacrificio, porque me guiso a mí misma para comida gustosa de todas». «Venero en mis religiosas la santidad oculta que Dios ha infundido en sus almas».

Entre los servicios prestados a la comunidad de Zaragoza cabe mencionar la construcción del nuevo convento, gracias a la buena ayuda recibida de un sacerdote bienhechor.

Otra importante iniciativa suya es la revisión de las Constituciones, mejorando el texto barcelonés, «de común consentimiento de todas las monjas, después de madura consideración». Fueron aprobadas por Urbano VIII en 1627. Por ellas se regirán andando el tiempo hasta trece monasterios derivados del de Zaragoza o relacionados con él.

Fundación de Murcia

Desde años atrás venía deseando María Ángela realizar una fundación, si fuera posible en Cataluña. En 1640 vino a apoyar el proyecto el nuevo confesor, don Antonio Boxadós, que gestionaba en Madrid la adjudicación del cargo de inquisidor en Murcia. De lograrlo, correría por cuenta suya el llevar a término la fundación de un convento de capuchinas en esta ciudad. Vencidas las dificultades, se logró la cédula real de 3 de diciembre de 1644 que autorizaba la erección del monasterio de la Exaltación del Santísimo Sacramento.

El 9 de junio de 1645 partía de Zaragoza María Ángela con otras cuatro religiosas. Al cabo de un viaje sembrado de peripecias, llegaron a destino el 28 del mismo mes. Al día siguiente, fiesta de San Pedro, fue la solemne inauguración del monasterio y la entrada en clausura.

La primera preocupación de la fundadora fue encauzar debidamente la nueva comunidad, atendiendo sobre todo a la formación de las jóvenes, que no tardaron en afluir en buen número.

No faltaron pruebas sensibles en aquellos primeros años. La primera fue la gran epidemia del año 1648: la ciudad quedó casi despoblada; las víctimas fueron, al decir de un autor, más de 24.000 en toda la comarca. El contagio hizo presa en la comunidad; y se debió a la oración confiada e insistente de la santa abadesa el que no muriera ninguna de las religiosas. Pero se hubo de lamentar la muerte de uno de los donados agregados al convento.

La otra prueba, más penosa, fue la inundación del 14 de octubre de 1651, la más desastrosa que recuerdan los anales de Murcia. En total quedaron arrasados más de doscientos edificios; los muertos pasaron de dos mil. El convento de las capuchinas se hallaba en la parte más elevada del casco urbano, pero de nada sirvió. En vista de que las aguas habían llenado la iglesia y todas las dependencias de la planta baja, subiendo siempre de nivel, optaron por abandonar la clausura, después de sumir las especies sacramentales, lanzándose a través de la corriente para ganar el próximo colegio de la Compañía. Estaban aún en el zaguán de éste, cuando oyeron el estruendo de la iglesia de su convento, que se vino abajo, perdiéndose cuanto había en ella y en la sacristía.

Pasaron trece meses en una residencia de verano que los jesuitas les cedieron generosamente en la montaña de Las Ermitas. Hallaron el convento en pésimas condiciones todavía. Y, cuando se planeaba la nueva obra, una segunda inundación, el 7 de noviembre de 1653, las obligó a regresar a Las Ermitas.

Mucho más sensible que estos infortunios fue la indigna calumnia levantada ante el prelado contra la santa abadesa y las religiosas por obra de una mujerzuela; todo terminó con la retractación de la mal aconsejada y con el reconocimiento de la inocencia de las difamadas.

Entre tanto se fueron activando las obras del convento, y el 22 de noviembre de 1654 la comunidad pudo regresar a él definitivamente.

El último heroico desaproprio... y la unión eterna

La vida íntima de María Ángela, en todo este tiempo, avanza cada vez más, a fuerza de purificaciones y de pesadumbres, hacia la transformación por amor. Su contemplación se hace aún más explícitamente bíblica y litúrgica. Sigue meditando con amor compasivo en los pasos de la pasión del Señor, pero ahora su meditación es menos sujeta a la sensibilidad, más atenta a las «penas mentales» del Redentor. Se siente atraída con nueva fuerza al Amor. «Quisiera ser la más fina amante que jamás haya tenido», escribe en 1650. Por lo mismo le resultan más duras «las ausencias y soledades del amante Dios».

Experimenta la presencia unitiva de continuo, junto con el «total vacío de sí misma», que ella llama también «verdadera pobreza de espíritu», renunciando aun a las mercedes que el Señor le concede para vivir del puro amor.

Su «sentido espiritual» va ganando en «sutileza», para usar su propia expresión, y en hondura. Cualquier circunstancia externa -el canto de una avecilla, unos compases de música, una letrilla devota, sobre todo un lugar de la Escritura o una verdad de fe-, es un reclamo que le hace sentir «novedad interior y alientos divinos». Experimenta «tientos» de la unión eterna y suspira cada vez con mayor ansia por la «seguridad de la posesión de la eterna Jerusalén». «Siento una desnudez de todo lo de acá -escribe-, como de cosas aparentes y de burla; y así estoy entre ellas como de puntillas. ¡Ay, Señor, y cuándo será ese momento y día! ¡Ay de mí, que se me alarga este destierro mío! (Sal 119,5)».

Desde 1654 padecía dolencias que preocupaban a las religiosas. En 1661 fue perdiendo rápidamente el vigor de sus facultades y quedó reducida a un estado infantil, incomprensible para cuantos habían conocido su clarividencia mental y su presencia de ánimo. Tuvo, eso sí, la cordura suficiente como para comprender que, en aquella situación, no debía seguir al frente de la comunidad. Hizo reunir el capítulo y elegir a su sucesora.

«Incapaz para lo temporal, pero con mucho conocimiento de lo divino», la vieron las religiosas en aquellos años. Era natural que todos atribuyeran aquel estado de disminución a un proceso de senilidad, tal vez prematuro. Pero ¡cuál no fue la sorpresa y la emoción de las hermanas y de cuantos la conocían al encontrar después de su muerte, entre sus papeles, una oración autógrafa, redactada en 1661, cuando aún gozaba de plena lucidez, en la que suplicaba al Señor la gracia de «quedar inepta en lo exterior, para las cosas de este mundo y, consiguientemente, sin el cargo de prelada; de tal modo que no la impidiese, en su interior, andar siempre en la divina presencia, alabándole y glorificándole!».

El 21 de noviembre de 1665 le sobrevino un ataque de hemiplejía. Al propio tiempo recobró en pleno el uso de sus facultades mentales. Hizo su confesión con la lucidez de sus mejores años. Recibido el Viático la vieron permanecer extática por largo rato. Expiró serenamente el 2 de diciembre de 1665, después de haber entonado, con un resto de voz, el Pange lingua, coreado por sus hijas espirituales entre gemidos incontenibles. Contaba 73 años de edad.

La ciudad de Murcia se volcó a venerar el cuerpo de la que todos proclamaban santa. Y comenzaron a multiplicarse los milagros obtenidos por su intercesión. En 1668, apenas transcurridos dos años después de la muerte, fue iniciado el proceso informativo diocesano con miras a la beatificación. Circunstancias diversas fueron retrasando el proceso apostólico. Por fin el 29 de septiembre de 1850 recibía canónicamente el título de Venerable. Juan Pablo II la beatificó el 23 de mayo de 1982.

Nota bibliográfica:

B. María Ángela Astorch, Mi camino interior. Relatos autobiográficos. Cuentas de espíritu. Opúsculos espirituales. Cartas. Ed. L. Iriarte. Madrid 1985.

L. Iriarte, Beata María Ángela Astorch, Clarisa Capuchina (1592-1665), Valencia 1982 (versión italiana, Roma 1982); 2ª ed. Murcia 1987.

Lázaro Iriarte, O.F.M.Cap., Beata María Ángela Astorch. Ejemplo de espiritualidad litúrgica y eclesial, en AA.VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo I. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1993, págs. 201-220.
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Beato Antonio Bonfadini

Antonio Bonfaddini pasó los últimos días de su vida en Cotignola, donde murió y quedó su cuerpo incorrupto. Nació en Ferrara el año 1400. Se doctoró en su ciudad natal en 1439. A los 37 años entró entre los Hermanos Menores en el convento observante del Espíritu Santo, en Ferrara y destacó por la fidelidad a la regla franciscana, por su espíritu de oración y su provechosa predicación. Ordenado sacerdote, se sintió atraído por la predicación de San Bernardino de Siena, que produjo un despertar maravilloso de virtudes también entre sus hermanos. Así que se puso enseguida a recorrer los caminos de Italia como predicador de la palabra de Dios. Es el siglo XV, el siglo de oro de la predicación y de la santidad de la observancia franciscana. Baste recordar sus cuatro espléndidas columnas: San Jaime de la Marca, San Juan de Capistrano, San Bernardino de Siena y Alberto de Sarteano. En semejante clima no es de admirar que Antonio se sintiese atraído por ellos. Su intenso y fructuoso apostolado desempeñado en Italia duró algunos decenios, y llevó muchísimas almas a una renovación de la vida cristiana.
Antonio quiso también extender su apostolado a los pueblos a los que aún no había llegado la luz del Evangelio. Inspirado por Dios pensó en la misión de Tierra Santa, que fue recorrida por el mismo Hijo de Dios hecho hombre y guarda los más grandes recuerdos de nuestra redención. Dicha misión había sido fundada por el mismo San Francisco en 1217, con su compañero fray Elías como primer ministro de la provincia de Oriente o de Ultramar. Más adelante la orden franciscana se haría cargo de algunos santos lugares, en nombre de la Iglesia.
No sabemos de cierto el tiempo que permaneció el beato Antonio Bonfadini en Palestina, ni las actividades que desempeñó. Pero su avanzada edad no le permitía desarrollar una actividad apostólica normal, y tal vez por eso decidió regresar a Italia.
Lleno de méritos y de años con profundo pesar, emprendió el viaje de regreso, que fue más pesado que el de ida. Su meta debía ser el convento de Ferrara, donde deseaba terminar sus días. Sin embargo, al llegar a Italia se olvidó del cansancio, de las enfermedades y de los años, y reemprendió con renovado ardor su apostolado de predicación por ciudades y campos. Fue inmenso el bien realizado en este final de su vida.
Agotadas sus fuerzas, entregó su alma a Dios en Cotignola, en el Hospital de los Peregrinos el 1 de diciembre de 1482. Tenía 82 años de edad. En dicha ciudad gozó siempre de una gran veneración, y lo llaman "el Santo de Cotignola". Allí lo celebran el lunes de Pascua, día en que su cuerpo es expuesto y venerado por multitud de fieles de toda la región. El papa León XIII aprobó su culto el 13 de mayo de 1901, y su fiesta se celebra el 1 de diciembre.