El pobre de Asís

No quiero recordar esa época. Mi espíritu estaba aún lleno de un fragor que me aturde.
Cuando llegamos a la llanura donde los cruzados habían alzado sus tiendas, el pobre Francisco tuvo que taparse los oídos para no oír las canciones obscenas y las palabrotas que salían de todos lados. ¿Eran esos los soldados de Cristo, esos hombres que hablaban de pillajes, asesinatos y violaciones, que nunca pronunciaban Su nombre? No sé ya cuantas semanas vivimos junto a ellos. Francisco se trepaba a una piedra y predicaba; hablaba del Santo Sepulcro, de la misericordia de Dios, y los cruzados pasaban sin volver siquiera la cabeza, mientras que otros se detenían para reírse de él o para arrojarle un puñado de arena.
La batalla se reanudó. Los cristianos consiguieron escalar las murallas y apoderarse de la ciudad. Todo fue entonces pillaje y asesinatos. Francisco lloraba, corría aquí y allá, conjurando a los soldados de Cristo para que tuvieran piedad de sus víctimas, pero ellos lo empujaban para hundir las puertas de las casas.
¿Como olvidar los lamentos de las mujeres y los gritos de los hombres a quienes degollaban? La sangre corría a mares; a cada instante tropezábamos con cabezas cortadas.
Hacía un calor sofocante, el humo que subía de las casas incendiadas y de las hogueras velaba el rostro del sol. El estandarte de Cristo flotaba sobre el techado del palacio. El sultán había logrado huir en un caballo rápido, abandonando a sus mujeres y todos sus bienes. Francisco se arrodilló en el umbral del palacio y suplicó a Dios que volviera el rostro para no ver qué hacían sus soldados en la tierra. «Dios mío», gritaba, «la guerra transforma al hombre en fiera sanguinaria. Pierde el rostro que Tú le diste, se convierte en lobo, en puerco infecto... ¡Ten piedad de él, Señor, y devuélvele su verdadero rostro, el Tuyo»
Se había reunido a los ancianos y a los enfermos en una mezquita. Francisco iba a consolarlos y hacerles compañía. La enfermedad había vuelto ciegos a la mayoría de ellos. De sus ojos manaban sangre y pus. Francisco se inclinaba y ponía sus manos sobre sus párpados, suplicando a Dios que los curara: «Son seres humanos», murmuraba, «son Tus hijos, ten piedad de ellos». Después soplaba sobre sus llagas, pronunciando palabras de amor y de consuelo. Un día contrajo la enfermedad. Sus ojos se enrojecieron, su vista se hizo confusa y como no podia caminar solo, yo lo guiaba llevándolo de la mano.
-¡Te lo había previsto, te dije que no te acercaras demasiado! -me permití observarle un día.
-Eres infinitamente sensato, hermano León -me respondió-. Todo lo que dices es más sensato de lo necesario. ¿Nunca te decidirás a «saltar»? ¿Siempre caminarás?
-¿A saltar qué?
-A saltar sobre tu propia cabeza, en el vado...
-No, no he podido «saltar» hasta ahora y nunca podré hacerlo. El único «salto» que pude dar consistió en seguir a Francisco. No soy capaz de más... No dejo de alegrarme de haber dado ese salto y, sin embargo, a cada instante, lo lamento. ¡Ay, no tengo la pasta de un santo!...
-El mundo es demasiado grande, hermano León -me dijo otro día-. Detrás de los sarracenos están los negros; detrás de los negros, las razas salvajes que comen carne humana; más allá todavía, un mar sin fin sobre el cual se puede caminar, porque está hecho de hielo. ¿Como lograremos llevar a todos la nueva de que Cristo bajó a la tierra?
-No te atormentes, ya vendrá el momento...
-Sin duda -dijo Francisco-. Pero nosotros ya no estaremos aquí.
-Estarás en lo alto, en el Cielo, hermano Francisco, y mirarás... Trabajarás cabalgando en el Tiempo.
Francisco suspiró:
-Había una vez -dijo- un ermitaño que murió, subió al cielo y se acurrucó en los brazos de Dios. Había encontrado la beatitud perfecta. Pero un día, inclinándose sobre la tierra, divisó una hoja verde. «Señor, Señor, déjame bajar, permíteme sentir otra vez el placer de tocarla.» ¿Has comprendido, hermano León?
No respondí. Tenía miedo. ¡Ah, qué grande es, en verdad, la atracción de la hoja verde!
Nikos Kazantzakis, El pobre de Asís, Traducción: Enrique Pezzoni
Ed. Debate (Col. Literatura), Madrid 1989, (págs. 207-209).

Beato Francisco de Pésaro, Ermitaño de la Tercera Orden

Francisco Zanferdini nació en Pésaro, hacia 1270 y fue bautizado con el nombre de Juan; al perder a sus padres siendo joven, después de distribuir a los pobres sus bienes, siguió la regla de la Tercera Orden franciscana. Primero vivió un tiempo en el eremitorio de Montegranaro, en oración y penitencia; luego, deseoso de difundir el culto a la Virgen, regresó a Pésaro y construyó una pequeña capilla en su honor y colocó allí una imagen de la Virgen muy venerada.
Construyó una segunda capilla en Montegranaro y luego fundó en el Monte Accio cerca de Pésaro, un convento, donde transcurrió gran parte de su vida y recibió otras persoans como él deseosas de perfección.
Como ardiente terciario franciscano, no sólo practicaba la penitencia, sino que se dedicaba a las obras de caridad, recogía limosnas para ayudar a los pobres, para restaurar iglesias y hospitales, para ayudar a sus cohermanos.
Curado de una grave enfermedad, quiso mostrar a Dios su agradecimiento yendo en peregrinación a Asís para ganar la indulgencia de la Porciúncula. Al regresar a Pésaro, siempre más deseoso de prodigarse por el prójimo, con su conciudadana Miguelina de Pésaro, también ella terciaria franciscana, fundó en 1347 la cofradía de la Anunciación para la asistencia a los enfermos y la sepultura de los muertos. Aunque atraído por el apostolado de la caridad para con los que sufren y los humildes, de cuando en cuando iba a reponerse en el primitivo eremitorio de Montegranaro, donde el 5 de agosto de 1350 a los 80 años de edad, expiró serenamente, dejando a sus discípulos como testamento espiritual preciosas enseñanzas.
La noticia de su muerte se difundió rápidamente en la ciudad y en los campos, y se reunió alrededor de su cadáver una multitud de devotos en demostración del alto concepto que tenían de su santidad. Su tumba muy pronto se convirtió en meta de peregrinaciones de fieles que lo invocaban y obtenían favores. Después de no
mucho tiempo, por voluntad de los mismos ciudadanos, su cuerpo fue trasladado solemnemente a la catedral de Pésaro y sepultado bajo el altar mayor.
En Pésaro el humilde Beato, el modesto terciario, el ingenuo taumaturgo fue honrado como un gran santo, un personaje popular, émulo del Santo de Asís, cuyas huellas siguió con la diferencia que hay entre el nombre noble y célebre de San Francisco de Asís y el nombrecillo casi burlesco de Cecco, con que los Pesarenses acostumbraban llamarlo.