San Bernardino de Feltre

Nació en Feltre, provincia de Belluno, en la región del Véneto italiano, el año 1439, siendo el hijo primogénito del noble y acomodado Donato Tomitano y de Corona Rambaldoni. En el bautismo recibió el nombre de Martín. Tuvo una educación cristiana y muy pronto dio muestras de sus grandes dotes intelectuales. Cuando estudiaba Derecho en la Universidad de Padua, escuchó un sermón a san Jaime de la Marca que lo decidió a abrazar la vida religiosa. El 14 de mayo de 1456, vencida la oposición de su padre, vistió el hábito franciscano en el convento de Padua, que pertenecía a la Provincia observante de Venecia, y cambió su nombre por el de Bernardino, en honor de san Bernardino de Siena, que acababa de ser canonizado y cuya extraordinaria actividad apostólica prosiguió. Terminados los estudios de teología en Venecia, recibió la ordenación sacerdotal en 1463.

Estuvo dedicado a la enseñanza hasta que, en 1469, el capítulo provincial véneto lo nombró predicador. A partir de entonces y hasta su muerte, no cesó en su apostolado popular e itinerante, recorriendo pueblos y ciudades del norte y del centro de Italia, sin que lo detuvieron los peligros de los hombres ni las inclemencias del tiempo. Era pequeño de estatura y de salud delicada, y arrastraba una tuberculosis que finalmente lo llevó a la tumba; pero asombraba la fuerza interior y la entereza con que anunciaba el Evangelio, promovía la paz y la justicia, combatía la relajación de costumbres y denunciaba los abusos de los usureros. No es de extrañar que se atrajera la enemistad de nobles, gobernantes y prestamistas sin conciencia. En los últimos años de su vida se dedicó, además, a la institución y difusión de los Montes de Piedad que hacían préstamos con bajos intereses a los pobres indefensos, liberándolos así de las garras de los usureros. A los pocos días de interrumpir sus tareas apostólicas por la enfermedad, murió en Pavía el 28 de septiembre de 1494.

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Martín Tomitano nace en Feltre, ciudad perteneciente entonces a la República de Venecia, el año 1439. Educado con esmero, hizo sus estudios de humanidades con gran aprovechamiento y pasó ya adolescente a Padua a estudiar filosofía. Estando aquí escuchó en la Cuaresma de 1456 a San Jaime de la Marca, el cual con su palabra encendida de fuego apostólico causó un fuerte impacto en el alma del joven estudiante. Martín se replanteó el sentido de su vida y se decidió por la vocación religiosa. En mayo de ese mismo año pidió el hábito franciscano a San Jaime, el cual al dárselo le impuso el nombre de Bernardino en memoria de San Bernardino de Siena, y se llamó desde entonces fray Bernardino de Feltre. Antes de profesar los votos, hubo de vencer el joven novicio dificultades interiores (tentaciones, sequedades, etc.) y exteriores, singularmente la tenacidad de su padre en hacerlo volver a casa. Bernardino supo salir vencedor de las pruebas y se mantuvo firme en su vocación. Hizo la profesión religiosa y los estudios teológicos y se ordenó sacerdote.

Su inclinación era la predicación, pero se le objetaba que tenía un defecto de pronunciación. Los superiores no obstante lo destinan a este ministerio y con la ayuda de Dios supera las dificultades y se convierte en un eximio sembrador de la palabra divina por los pueblos de Italia. Llega a atraer tantos oyentes que, no cabiendo el auditorio en los templos, deben darse los sermones en las plazas y descampados. Fustiga los vicios, defiende a los débiles, estimula a todos a la virtud, llama a penitencia. Cuando se le dijo que fuera prudente, contestó que él era predicador, no adulador.

Su tarea apostólica estuvo ligada a la obra de los montes de piedad, pensados como medio de sacar a los pobres de las garras de la usura. Instituyó también en muchos sitios las llamadas «Cuarenta horas en honor del Santísimo Sacramento», siendo también muy notable su devoción a la Sagrada pasión del Señor y a la Virgen María. Su ejemplo personal avalaba su predicación y su ministerio: humilde, mortificado, alma de altísima oración, brillaban en él todas las virtudes cristianas y atraía a todos a Cristo con dulzura y eficacia. Agotado de veinticinco años de apostolado sin tregua, vino a morir santamente en el convento de Pavía el 28 de septiembre de 1494. El culto que se le dio enseguida lo confirmó el papa Inocencio X el 13 de abril de 1654.

J. L. Repetto, en Año Cristiano. IX, Septiembre. Madrid, BAC, 2005, 855-856

Beato Bernardino de Feltre. Sacerdote de la Primera Orden Franciscana (1439-1494). Aprobó su culto Inocencio X el 13 de abril de 1654.

Bernardino nació en Feltre en 1439, hijo primogénito de Donato Tomitano y de Corona Rambaldoni, prima del célebre educador Vittorino de Feltre. El 14 de mayo de 1456 ingresó en Padua a la Orden de los Hermanos Menores. De ingenio precoz, ávido de lecturas, hizo rápidos progresos en los estudios humanísticos, tanto que a los 11 años leía y hablaba el latín con facilidad. Estudiante de derecho en Padua era admirado por todos a causa de la seriedad de su conducta y su inteligencia. Terminado el curso de teología en Venecia fue ordenado sacerdote en 1463. Desde 1469 hasta su muerte no cesó de predicar y recorrió la Italia centro-septentrional muchas veces a pie descalzo en medio de grandes dificultades.

En una sociedad mercantil, en la cual muchos, a menudo con pocos escrúpulos, gozaban de riquezas y privilegios, una gran masa de abandonados vivía en la penuria, agravada por la gran plaga social llamada usura. Los pobres no solamente eran explotados, sino que además eran despojados de sus magras ganancias por aquellos que, poseyendo capitales, prestaban con intereses exagerados. San Bernardino de Siena había entendido bien cómo la "caridad cristiana" se había vuelto "caridad inhumana".

Por esto la usura fue el blanco de Fray Bernardino de Feltre: un blanco preciso contra el cual lanzó todas sus evangélicas y apostólicas flechas, suscitando primero el resentimiento, después inclusive el odio de aquellos que se sentían directamente aludidos. Por esto fue amenazado, atacado, y habría caído mártir de los usureros si muchas veces no hubieran llegado en su ayuda los hombres de armas enviados por las autoridades comunales. También él, como San Bernardino de Siena, era de baja estatura y débil constitución. Se firmaba con el adjetivo de "Piccolino", pero cuando predicaba parecía un volcán.

Pero no bastaba predicar, no era suficiente amonestar, había que ayudar a los pobres contra los explotadores. Fue así como el Beato Bernardino de Feltre propugnó los "Montes de Piedad", una especie de organización bancaria para los pobres, para que no siguieran siendo estrangulados por los usureros, sino que se les prestara dinero contra una modesta prenda, con bajísimo interés. No era gran cosa, pero era importante como inicio de una ofensiva contra la usura, plaga dominante del tiempo. Los Montes de Piedad se difundieron rápidamente y si no extirparon la usura, por lo menos dieron un poco de alivio a los más marginados.

Fray Bernardino predicó 23 cuaresmas en las principales ciudades de Italia y muchísimas otras predicaciones en centros menores. Sus sermones atraían oyentes sin número y se lo peleaban las ciudades más ilustres recurriendo inclusive al Papa para tenerlo. Era predicador vivaz, que dialogaba con el pueblo, contaba chistes, ridiculizaba las malas costumbres de las mujeres, las injusticias de los abogados, las usuras de los explotadores, exhortaba a la práctica de los sacramentos y a la devoción a la Santísima Virgen. Bernardino se encontró sereno con la muerte en Pavía, a los 55 años de edad, el 28 de septiembre de 1494.

G. Ferrini - J. G. Ramírez, Santos franciscanos para cada día. Asís, Ed. Porziuncola, 2000, 316-317

Beato Bernardino de Feltre. Presbítero franciscano. Nació en Feltre (Italia) el año, 1439. Murió en Pavía (Italia) el 28 de septiembre de 1494. Fue beatificado en 13 de abril de 1654.

Nació en Feltre en 1439. En el bautismo recibió el nombre de Martín. De ingenio precoz, ávido de lecturas, progresó rápidamente en los estudios humanísticos, de modo que a los once años leía y hablaba el latín con facilidad. Durante sus estudios de derecho en la Universidad de Padua fue motivo de admiración para todos por su conducta seria y su inteligencia. Ingresó en la orden franciscana el año 1456 en Padua, cambiando su nombre por el de Bernardino, en homenaje a San Bernardino de Siena, entonces recientemente canonizado. Fue ordenado sacerdote en 1463, y desde 1469 hasta su muerte recorrió amplias regiones de Italia predicando, muchas veces a pie, descalzo, en medio de grandes dificultades y oposiciones, aparte ser hombre de constitución débil y estar enfermo de tuberculosis. Predicó 23 cuaresmas en las principales ciudades de Italia. Sus predicaciones atraían a multitud de oyentes.

Eran las circunstancias de una sociedad mercantil en que la usura constituía una verdadera plaga social, que explotaba y despojaba a los pobres con los intereses exagerados de los préstamos. Hombre culto e inteligente, de ideas claras y de sentido práctico, comprendió lo inhumano de la situación, y dirigió los dardos de su palabra precisa contra ese blanco, haciéndose odioso para aquellos que se sentían aludidos por su predicación, que en ocasiones intentaron quitárselo de en medio. Predicaba también contra el lujo y las costumbres ridículas de las mujeres, las injusticias de los abogados; exhortaba al amor a los pobres, a la lucha contra la injusticia, a la práctica de los sacramentos y a la devoción a la Santísima Virgen María, defendiendo la devoción a la Inmaculada Concepción. En la reprensión de la corrupción moral era comprensivo con el hombre, conocedor de las dificultades prácticas que entraña la conversión y el camino de la virtud. Reprende y anima.

Fue también importante su acción catequética, ilustrando los temas de la fe, de las verdades del credo y de la moral. Su doctrina es eminentemente cristocéntrica. Tenía como fin la corrección y guía de las costumbres sociales según los principios evangélicos, para que el hombre pueda ser un ser libre, en el sentido de abierto a la trascendencia y no sujeto a los intereses cortos e inmediatos. Murió en Pavía, a los 55 años de edad, el 28 de septiembre de 1494.

Para ayudar a los pobres contra los explotadores, además de predicar, propugnó y fundó los «Montes de Piedad», una especie de organización bancaria alternativa a los bancos de los prestamistas judíos, para ayudar a los pobres con préstamos a bajo interés, cuidando la redacción de los capítulos por los que había de regirse el Monte. Se difundieron rápidamente, aliviando a los más marginados.

La devoción popular comienza inmediatamente después de su muerte, acompañada por numerosos milagros. La causa de su canonización, emprendida en 1872, no ha llegado aún a su conclusión.

L. Pérez Simón, en Nuevo Año Cristiano. Septiembre. Madrid, Edibesa, 2001, 594-596
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San Pacífico de San Severino

Nació en San Severino, Marcha de Ancona, el 1 marzo, 1653; murió allí el 24 septiembre de 1721; hijo de Antonio M. Divini y Mariangela Bruni.

San Pacífico nació con el nombre de Carlo Antonio Divini. Su vida estuvo marcada por la penuria y la calamidad. Todo comenzó desde su más tierna infancia, pues perdió a ambos progenitores a la edad de tres o cuatro años.

El niño Carlo Antonio vivió entonces con unos parientes que lo maltrataban y que jamás le mostraron afecto. Sin embargo, él siempre se mostró obediente y sumiso.

A los 17 años de edad ingresó en el convento de Forano, en Appignano, de franciscanos reformados, adoptando el nombre Pacífico. En 1678 fue ordenado sacerdote, y en 1680 empezó a enseñar filosofía a los novicios en el seminario.

Tres años después cambió la filosofía por el apostolado, y se dedicó a viajar a pie, predicando entre la gente de los sitios que encontraba. Tuvo que desistir, sin embargo, pues una enfermedad le empezó a producir llagas en los pies.

De vuelta en su terreno, en 1692 San Pacífico fue electo guardián del convento de San Severino, cargo en el que permaneció una docena de años.

Poco a poco, empero, otros males lo fueron acometiendo: paulatinamente fue perdiendo el oído hasta quedarse sordo, pero al mismo tiempo otra enfermedad le robó la vista, y a partir de ahí San Pacífico de Sanseverino quedó ciego, sordo y tullido.
Incapaz de acudir a misa ni de participar de la vida comunitaria, la vida de San Pacífico se volcó entonces hacia su interior. A veces entraba en éxtasis, y se le atribuye haber realizado milagros en vida desde su lamentable condición, así como también el don de la profecía.

En 1839, San Pacífico de Sanseverino fue canonizado por el papa Gregorio XVI.

San Pacífico nos enseña a soportar con resignación las circunstancias más adversas.

San Ignacio de Santhià

Ingresó en la Orden capuchina a la edad de 30 años, siendo ya sacerdote, para vivir la alegría de la obediencia. Destacó por su celo y asiduidad en la administración del sacramento de la penitencia y en la dirección de las almas, y por su sabiduría y prudencia en la formación de los novicios. Lo beatificó Pablo VI en 1966.

Cuando don Lorenzo Mauricio Belvisotti, a principios de mayo de 1716, se presentó al padre provincial en el convento del Monte, en Turín, para decirle que quería ser capuchino, fue acogido con asombro. Ni allí arriba era un desconocido, ya que tenía fama de buen orador por sus ejercicios y misiones predicados con los padres jesuitas de Vercelli. Tiempo atrás no había aceptado el ofrecimiento de una canonjía en Santhià. Además, era preceptor en la noble familia de los Avogadro de Vercelli, que desde hacía poco tiempo le había nombrado párroco de Casanova Elvo, en donde ejercía el derecho de patronazgo.

¿Qué podría ser lo que le empujara a buscar la soledad de un convento? ¿Acaso un fervor momentáneo o una resolución apresurada debida a cualquier crisis?

El padre provincial estimó conveniente ofrecer al aspirante de 30 años una amplia visión de las dificultades para ingresar en los capuchinos, en un momento precisamente en que las buenas vocaciones eran abundantes y la provincia religiosa alcanzaba el periodo de mayor esplendor, con más de 500 religiosos. ¿Por qué no seguir en la vida de sacerdote secular, en la cual no faltaban ocasiones de hacer el bien?

Por la alegría de obedecer

El señor Belvisotti no admitió demasiadas palabras y por eso, poniéndose de rodillas, dijo: «Padre, en todo aquello que he hecho hasta ahora tengo la sensación de haber practicado siempre mi voluntad. Una voz interior me está repitiendo que para servir de verdad al Señor debo cumplir su voluntad, debo estar sujeto a la obediencia». Venció.

Hace una visita muy rápida a su parroquia y, sin pasar por Santhià para saludar a sus parientes, se dirige a Chieri, donde el 24 de mayo de 1716 comienza su vida religiosa con el nombre de fray Ignacio de Santhià.

Había nacido, sí, en Santhià, en la diócesis de Vercelli, el 5 de junio de 1686, siendo el cuarto de una familia de siete hijos. Recibió el santo bautismo el mismo día de su nacimiento. Sus padres, Pedro Pablo Belvisotti y María Isabel Balocco, eran de clase acomodada y estaban emparentados con las mejores familias de Santhià y del condado.

Tenía poco más de siete años cuando perdió a su padre. La madre se preocupó de la instrucción y educación de sus hijos acudiendo a un piadoso sacerdote. Aquel jovencito creció en la piedad y maduró su vocación sacerdotal, además de lograr una formación literaria envidiable.

En 1710 termina los estudios teológicos en Vercelli y, al quedar vacante la sede episcopal, consigue del papa Clemente XI un «breve» que le autoriza para recibir de cualquier obispo en comunión con la Santa Sede las órdenes menores y mayores, incluido el sacerdocio.

Al ingresar en la Orden capuchina, después de seis años de fructuoso ministerio sacerdotal, el padre Ignacio no fue comprendido por sus conciudadanos, particularmente por sus parientes. Ello, no obstante, nadie logró arrancarlo del claustro, donde por fin había encontrado la paz.

Padre siempre disponible

El señor Belvisotti había entrado en los capuchinos buscando humildad y obediencia. Desde el primer día del noviciado y en los 54 años que siguieron, se ejercitó en estas virtudes hasta llegar a ser un modelo.

Recién profeso fue enviado al convento del Saluzzo para dedicarse a tener la iglesia bien ordenada: su principal ocupación, además del trabajo, la centra en la adoración al Santísimo Sacramento.

Cifra su alegría en permanecer en el último lugar, siervo de todos, siempre dispuesto a cualquier insinuación de la obediencia.

De Saluzzo fue trasladado a Chieri, para que aquí fuese ejemplo de los novicios, luego a Turín-Monte y después a Chieri otra vez. Ignacio es el padre disponible, que los superiores pueden manejar a su gusto, haciéndole presente aquí y allá donde se le necesite. Y en esto consiste su verdadera alegría. Su presencia es siempre apreciada y su ejemplo es de edificación a los hermanos religiosos y a los seglares, quienes, a pesar de los muchos años transcurridos, continúan recordando -en Bella, Pinerolo, Avigliana, Ivrea, Chivasso, Mondoví, Chieri y otros lugares- su serenidad, la disponibilidad para cualquier ocupación, sin excluir la de ir a pedir limosna para la comunidad.

Guía de santos y de bribones

En 1727 el padre Ignacio es reclamado en Turín-Monte, con el encargo en esta ocasión de ser prefecto de sacristía y confesor de seglares, oficio que desempeñará también en los 24 últimos años de su vida. En este ministerio resplandece toda su paternidad y la ciencia aprendida no solamente en los libros, sino delante del crucifijo.

¿Cómo pasaba el día? A medianoche, maitines y meditación con la comunidad. Cierto tiempo antes de comenzar, él ya se encuentra en el coro. Terminado el rezo del oficio divino, permanece algún tiempo en la iglesia para la acción de gracias a Dios en nombre de los penitentes que ha atendido durante el día. Por la mañana, a las cinco, tras piadosa y larga preparación, celebra la santa misa; después la acción de gracias. Acto seguido, ya está a disposición de los penitentes, que en los domingos nunca faltan, y así hasta el mediodía o tal vez más tiempo. En los días laborables, si no acuden fieles para confesarse, ayuda en las misas, muy numerosas en aquel convento de más de 60 sacerdotes, o bien permanece en oración.

Muy pronto la fama del buen director de espíritu atrajo al Monte a religiosos, sacerdotes y fieles deseosos de un guía auténtico en el camino de la santidad y con ellos también subían pecadores empedernidos y jóvenes libertinos, todos en busca de perdón. Él los acoge con la mayor caridad, ya que considera a los pecadores los hijos más enfermos y por eso mismo más necesitados de misericordia. Se le llama «el padre de los pecadores y de los desesperados».

Un día, mientras estaba recogiendo leña en la selva del Monte, acompañando a los clérigos estudiantes, oyó que uno de ellos tuvo esta salida: «Con toda esta leña se puede hacer una hoguera tan grande, que serviría para quemar a un ejército de pecadores». El padre Ignacio se molestó y con tono de dulce reproche, exclamó: «Pero, hermano, ¿dónde está la caridad? Eso no es el espíritu de Jesús... Hemos de tener espíritu de caridad, de mansedumbre, de paciencia. ¡Es necesario compadecerse de los pecadores, pedir a Dios que los convierta y los salve, no que los queme!» En la conferencia de la tarde a los clérigos, pensó que era su deber recordar el amor a los pecadores.

Guía de la juventud

Al principio de septiembre de 1731, el padre Ignacio era destinado al convento de Mondoví con el cargo de vicario y maestro de novicios, y allá marchó con la fama de ser guía docto y sabio. En efecto, un religioso escribía a un aspirante enviado a aquel noviciado: «Me lleno de alegría con usted por suerte tan hermosa; va usted bajo la dirección de uno que sabe y obra como verdadero maestro. Para mí es un santo religioso».

Su fama se extendió en seguida entre la gente de la ciudad, de tal manera que los jóvenes que asistían a las escuelas superiores escogieron el convento como meta de su paseo, diciendo: «¡Vamos a ver al famoso santo!» Justamente debido a estas visitas, un sacerdote estudiante decidió entrar en el noviciado y llegó a ser un santo religioso. Él fue precisamente el último superior del beato: era el padre Hermenegildo de Villafranca Piamonte.

El padre Ignacio permaneció 14 años en la dirección del noviciado de Mondoví. Este era su único ideal: hacer de los jóvenes confiados a su dirección unos amantes de Dios y unos verdaderos obedientes.

Acerca de su método educativo se podría escribir un buen tratado de pedagogía franciscana. Tendríamos la base en los numerosos y detallados testimonios de sus alumnos y otros hermanos religiosos, unánimes en afirmar su envidiable preparación en este delicado sector.

Apoyó su pedagogía en estos dos pilares: amar divinamente e ir por delante con el ejemplo.

No era un sentimentalista, ni un afeminado, ya que sabía adiestrar a los jóvenes para la lucha, para la mortificación, la penitencia y, al mismo tiempo, instruía, corregía y daba ánimos con un cuidado tan exquisito y con palabras tan amorosas, que el áspero camino se convertía en dulce.

Desde el primer día quiso ser para los novicios no sólo el guía, sino también el modelo viviente, sabiendo que el joven se deja convencer mucho más por los hechos que por los razonamientos. Insistía sobre la necesidad de observar la Regla para ser buenos religiosos. Bastaba seguirle en sus actos de cada día para comprender la importancia de las advertencias.

Quería que los jóvenes le hicieran notar las faltas en las cuales él mismo podía incurrir, y se lo agradecía con humildad. Todo esto hacía que los novicios aceptasen bien las oportunas correcciones.

Mirar a Cristo

Como san Francisco, el padre Ignacio pretendía que el ideal supremo de vida fuese Cristo. En sus diarias conferencias, intencionadamente apelaba a las virtudes predilectas de Francisco: la pobreza absoluta de Belén; la abnegación total del Calvario; la desbordada caridad del Tabernáculo.

Preparaba a los jóvenes para la Navidad con una devota novena, durante la cual todas las tardes resaltaba la benignidad, la humildad y la pobreza del niño Jesús. Quería, sobre todo, que la Navidad fuese una fiesta llena de luz, de cantos y de alegría.

Inculcaba que fueran constantes las miradas a Cristo crucificado, recordando que la vida franciscana debe ser una vida de crucifixión.

Jesús Sacramentado era para él polo central y se esforzaba en hacer sentir a los novicios los mismos atractivos, a fin de que la eucaristía fuera escuela de amor a Dios y a los hermanos.

Su celda estaba abierta a cualquier hora del día o de la noche para los novicios necesitados de consejo o de un coloquio para superar una prueba o para esclarecer alguna duda. Y de allí salían los novicios tranquilizados.

A éstos les atendía uno a uno, quería conocerles hasta el fondo, poseer la llave de su corazón, para poder guiarles, corregirles, formarles.

Ha testificado un antiguo novicio suyo, que vivió y murió como santo, el padre Jacinto de Pinerolo: «Me edificaba el modo como el padre Ignacio nos mandaba... Con alguno trataba seriamente y con otros prevalecía la suavidad, acompañando siempre a todos, al débil y al fuerte, con el condimento de las buenas palabras».

Y el autor de esta manifestación confiesa inocentemente que sólo debido a tan consumado maestro pudo perseverar en la vida capuchina.

Las «florecillas» del noviciado

En el bochorno del verano, a un novicio que le pidió permiso para ir a beber un poco de agua, rápidamente le responde: «¡Vaya!» Y al punto le detiene: «Ah, dígame, ¿qué santo es hoy?» (era el 10 de agosto de 1741). «San Lorenzo», responde el novicio. «¡Qué manera de abrasarse en aquellas parrillas!, y ¡sin un sorbo de agua!... No obstante, ¡puede ir a beber!» El novicio comprende el diálogo y marcha al sol antes que al pozo para encontrar más alegría con san Lorenzo.

Apenas ha terminado la vestición de un joven, se apresta el padre Ignacio a dar el primer tijeretazo al vanidoso peinado a fin de transformarlo en tonsura franciscana. Entonces pregunta al novicio a quemarropa qué le dice el corazón. A la respuesta de «¡Bien!», le indica que vaya al sagrario a orar y por tres veces le repite la pregunta y le envía ante el altar para que comprenda que toda decisión debe brotar del contacto con Dios y después de fervorosa oración.

A dos novicios que no habían guardado la debida compostura en el coro, les hace estar sentados durante las vísperas que la comunidad rezaba de pie.

Otro novicio, muy ansioso él de aprovechar cualquier ocasión para salir del convento, tiene que esperar más de una hora en la portería, con su magnífico manto y en disposición de acompañar a un padre a la ciudad, quien, naturalmente, nunca aparece.

Hay un novicio que tiene pánico a la muerte y a los muertos, tanto es así que trata de evitar constantemente, sobre todo en la oscuridad, el pasar cerca del panteón de los hermanos que había en la iglesia. A éste le recomienda frecuentemente al anochecer que vaya a rezar una oración justamente allí para que aprenda que al convento se viene a prepararse para vivir bien y también a aprender a morir bien.

Son numerosos los hechos caracterizados por el sabor de auténticas «florecillas» y por eso unas pocas páginas no bastan ni para enunciarlos.

Destaquemos lo más significativo, y es que los 121 religiosos que profesaron, instruidos por él, aprendieron bien sus preciosas lecciones y las tradujeron a la realidad de la vida con generosidad y simplicidad encantadoras. Como él, fueron también religiosos de profunda vida interior y de obediencia.

Ofrecimiento heroico

Después de 14 años, la vida del padre Ignacio toma otro cariz. Entre sus primeros novicios había tenido un sacerdote secular, que después de la profesión religiosa, marchó como misionero al Congo: era el padre Bernardino de Vezza. Justamente cuando su labor misionera iba de maravilla, le atacó una grave enfermedad a los ojos. Quedó ciego de uno y el otro se le estaba debilitando día tras día. Acordándose de su maestro, que ya en el noviciado había logrado curarle de otra grave enfermedad, le escribe una afligida carta pidiéndole oraciones.

El padre Ignacio se conmueve y, repleto de generosidad, marcha al sagrario a presentar su heroico ofrecimiento: «Señor, si a vos os place que el mal de este hijo mío pase a mí, hazlo...». Se levantó y subió a responder al padre Bernardino con una carta llena de esperanza, asegurándole haberle encomendado al Señor.

El efecto del ofrecimiento llegó al misionero mucho antes que la carta del padre Ignacio y fue instantáneo. El ojo ciego recobró de improviso la vista y el otro empezó a curar rápidamente. Cuando, al fin, le llegó la carta, el misionero pudo constatar que su curación había coincidido con la oración hecha por su maestro. Pero ignoró hasta mucho tiempo después, que el padre Ignacio al mismo tiempo había experimentado que sus ojos se orlaban de sangre, le dolían y no le servían casi para nada.

Sus hermanos religiosos y los médicos no acertaban a explicarse aquella enfermedad. Se le aplicaron varios remedios dolorosísimos, entre los cuales unos botones de fuego en la nuca, cambio de aire y... tabaco en polvo o rapé.

Así las cosas, concluyendo ya el año 1744, el padre Ignacio tuvo que ir a Turín para fuertes tratamientos y aquello fue el adiós al noviciado.

Pensaba ahora que tenía que prepararse para la muerte y vivir desapercibido. Dios, sin embargo, tenía otros designios para él. Con curas adecuadas, la vista mejoró. No consiguió la normalidad, ya que le dolieron los ojos durante toda su vida, pero pudo todavía ser útil a los hermanos en religión y a los seglares.

Capellán militar

El Piamonte estaba a la sazón en llamas, invadido por los ejércitos franco-hispanos. Estos franquearon las primeras defensas e irrumpieron en la llanura padana (valle del Po). Los capuchinos fueron llamados por el rey Carlos Manuel III para socorrer a los soldados heridos y enfermos, diseminados por varios hospitales. El padre Ignacio, cuando todavía era maestro de novicios en Mondoví, había prestado durante meses, algunas horas al día, asistencia a un grupo de prisioneros alemanes, algunos de ellos enfermos. Se reclamaba su presencia para ser capellán jefe, y durante dos años, incansable siempre, pasó días y noches con heridos y contagiados, sirviendo, consolando, preparando a los moribundos para el supremo paso, con una caridad y solicitud que sólo una madre le hubiera imitado. Estuvo en Asti, en Vinovo, en Alessandria, dando en todas partes ejemplo de caridad, de incansable actividad y al mismo tiempo de piedad.

Bastantes de sus hermanos cayeron víctimas de las epidemias. El padre Ignacio llegó a envidiar su suerte y prosiguió con su total entrega, hasta la primavera de 1746, cuando el horizonte de la guerra cambió y todo el Piamonte fue liberado.

Él pudo entonces volver, por fin, a su convento del Monte, en Turín, y en seguida fue buscado otra vez como consejero, confesor, director espiritual: su destino estuvo marcado para los 24 años de vida que le quedaban. «El bello Paraíso -solía decir- no está hecho para los poltrones. ¡Trabajemos, pues!» Y en realidad que no le faltó trabajo.

Al servicio de todos

Después de la agitada vida en los campos de batalla y en los hospitales militares, el alma contemplativa del padre Ignacio gozó con el regreso a la paz del claustro: pero no consiguió el reposo, puesto que muy pronto vio su confesonario rodeado de sacerdotes y seglares deseosos de luz y de purificación, sumándose también los hermanos religiosos a quienes enseñaba el camino de la santidad.

Le encargaron de la conferencia semanal a los hermanos no clérigos, luego de la predicación del retiro anual de diez días para los religiosos del Monte. Su palabra era apreciada incluso por sus hermanos de contrastada doctrina. ¿Un comentario a su predicación? Helo aquí: «¡Este padre Ignacio nos mete la cabeza en su partido! »

Fueron memorables sus ejercicios comentando el «Padre nuestro» y otros sobre la soberbia y sobre la humildad. El apoyo en Dios, la confianza en su paternidad, junto al desprecio de sí, eran en general los temas en los que se inspiraba su predicación. Y mantuvo esta orientación durante veinte años.

Gastaba también sus energías atendiendo a los enfermos que con frecuencia asediaban la portería del convento para recibir una bendición, un aliento. Hasta un año antes de su muerte, muchas veces a la semana bajaba con un hermano a la ciudad, entraba en las casas de los pobres y en los palacios de los ricos, para confortar, para buscar la caridad de éstos en favor de aquéllos, siempre infatigable y rodeado de fama de hombre santo.

Los pequeños que le veían por las calles de la ciudad, acudían presurosos a saludarle, a besarle la mano o la corona, y él sonreía, les hablaba del Señor y de la Virgen, y les bendecía.

Prelados eminentes, como el cardenal Carlos Victorio Amadeo de Lanze, el arzobispo de Turín Juan Bautista Roero, los príncipes de la casa de Saboya le honraban con su admiración y devoción. Él prefería, sin embargo, la compañía de los humildes y de los pobres, a quienes nunca negaba una palabra para confortarles y una recomendación ante los poderosos.

Siempre en unión con Dios

A pesar de esta actividad que le sumergía tantas veces en contacto con el mundo, en medio de personas de toda clase, él se mantenía como un contemplativo.

Al andar por las calles de Turín y del Piamonte, desgranaba su rosario y le gustaba hacer acto de presencia, aunque fuera por un breve momento, en las iglesias que encontraba, especialmente en el santuario de la Consolata o en la iglesia de la Annunziata, o en la de los santos Mártires, atraído como una aguja por el imán.

En las horas libres del convento, se recogía en cualquier ángulo de la iglesia desde donde pudiese ver el sagrario y se mantenía allí en afectuosos coloquios con el Señor.

Al agravársele sus males, ya en el último año de su vida, fue necesario llevarle a la enfermería del convento. Entonces, el regalo más espléndido que se le podía hacer era conducirle al coro o a la capilla de la enfermería donde permanecía incluso durante horas.



Los hermanos atribuían a esta continua unión con Dios su inalterable serenidad, manifestada también en los momentos de mayor sufrimiento, a causa de los males que padecía. La unión con Dios le producía, asimismo, inmensa alegría que comunicaba a quienes trataban con él; como también los hechos extraordinarios que florecían tras sus huellas y que pedía multitud de enfermos y afligidos que acudían a él.

Obediencia hasta la muerte

El padre Ignacio había venido a buscar en el convento obediencia y obediencia quiso practicar hasta el final. «¡Obediencia! ¡Obediencia! -decía a los novicios y a los hermanos durante los ejercicios espirituales-. ¿Qué cosa más grata podemos ofrecer a Dios que nuestra obediencia?» No era una frase sensacionalista, sino la expresión de su convicción y de su vida.

¡Qué alegría le daba y qué paz! Un día, el padre provincial le expone la situación del convento de Chivasso, donde todos los religiosos estaban en cama, atacados de una epidemia que hacía víctimas en toda la región. Todavía no había terminado de hablar y el padre Ignacio se pone en seguida de rodillas para pedirle la bendición a fin de acudir en ayuda de aquellos hermanos. Sin pensar siquiera en subir a la celda, baja al Po, se embarca y después de tres horas ya está en Chivasso dispuesto a prestar todos sus servicios amorosos.

Bastaba que el superior, instado por los apremios de personas que reclamaban la asistencia del padre Ignacio, pidiese con prudencia si le vendría bien bajar a Turín, para que él inmediatamente le dijera: «Padre, no piense en mis achaques, ni en mis años; con la obediencia lo puedo todo». Y así hasta un año antes de su muerte, no obstante su hernia y sus venas varicosas que a veces se le abrían y sus callos en los pies.

En la víspera de una tanda de ejercicio espirituales que tenía que dar a sus hermanos, resbaló y se precipitó hasta el fondo de la escalera. Queda tan magullado que no logra mantenerse de pie. Preocupado el padre superior por el sustituto del predicador, resuelve el padre Ignacio: «Padre guardián, sé cumplir con la obediencia y quiero cumplirla todavía. Que me lleven al coro y predicaré». Le llevan y habla con un entusiasmo nunca visto. Al día siguiente, ya podía él solo bajar al coro.

Después de tantas pruebas de amor a la obediencia, no debe maravillarnos oír al padre guardián, la medianoche del 21 de septiembre de 1770, responder al hermano enfermero que le anuncia que el padre Ignacio, confortado antes con los santos sacramentos, había entrado en la agonía: «Hay tiempo. El padre Ignacio me esperará; ha sido tan obediente en vida que no osará marcharse de nosotros sin la obediencia para el viaje».

Presente ya en la enfermería, el padre superior le dice: «Padre Ignacio, mire, estoy aquí para desearle un buen viaje para la eternidad y debo deseárselo con la fórmula de la santa madre Iglesia». El padre Ignacio hace una señal con la cabeza accediendo. Al término del «proficiscere, anima christiana, de hoc mundo» (sal, alma cristiana, de este mundo), expiró con admirable placidez. Era ya el 22 de septiembre de 1770.

El camino de la gloria

Apenas había despuntado el alba y ya la noticia del piadoso tránsito del padre Ignacio se había difundido por la ciudad. La voz iba corriendo de boca en boca, hasta llegar incluso a los rincones de la periferia de Turín. «¡Ha muerto el santo del Monte!»

Pronto empezaron a acudir personas de toda clase, sacerdotes, nobles y pueblo para dar el saludo de despedida a quien durante tantos años les había edificado y beneficiado. Se agolpó tanta gente aquel día, que el padre guardián, temeroso de que hubiera confusión y tumultos para el día siguiente, ordenó la sepultura muy temprano todavía, cuando las puertas de la ciudad estaban aún cerradas y solamente los habitantes de Borgo Po se hallaban presentes.

Cuando la gente de la ciudad se congregó en la explanada del convento y se enteró de que el sepelio se había realizado ya, se llenó de consternación. La mayor parte, sin embargo, entró en la iglesia para rezar y pedir una reliquia.

Un testigo presencial pudo escribir que, por las aclamaciones y el llanto de ternura, aquellos días, de por sí fúnebres, se transformaron en una devota solemnidad.

Seis años después, por deseo del clero, de los hermanos religiosos, del pueblo y de la casa de Saboya se iniciaron en la curia episcopal de Turín los procesos sobre la fama de santidad, vida, virtudes y milagros del siervo de Dios. En 1782 la causa fue introducida en la Santa Sede, que ordenó los procesos apostólicos. El 19 de marzo de 1827 León XII declaró solemnemente la heroicidad de las virtudes del padre Ignacio. Finalmente, después de la aprobación de dos milagros, el 17 de abril de 1966, Pablo VI procedía a la solemne beatificación.

En ese día el Papa definía al padre Ignacio como un verdadero franciscano, un auténtico capuchino, que no destaca por la singularidad y los fenómenos excepcionales, sino por la normalidad y la perfección en la observancia de lo que debería ser común para todos; y decía entre otras cosas: «La Iglesia lo saluda hoy como religioso admirable en todos los aspectos de su vida franciscana. De él se ha escrito con agudeza que fue un religioso "dispuesto a todo", pues todos los momentos de su vida franciscana y todas las manifestaciones de su actividad apostólica demuestran esta diversidad en virtudes internas y externas que lo pueden hacer ejemplar para todos».

Alejandro Rossi, O.F.M.Cap., Beato Ignacio de Santhià. Siempre a la disposición de todos, en AA.VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo I. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1993, págs. 395-408.
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San Francisco María de Camporosso

«¿Vas tú o voy yo?» Dado el modo de pensar de entonces, parecía obvio que en la familia Croese de Camporosso, pequeña aldea al límite occidental de Liguria (Italia), alguno de los hijos se inclinase por el estado religioso. Poseían una casa y algunos minifundios de los que sacaban aceite, vino y hortalizas con que se alimentaban en la penosa economía campesina de aquel tiempo.

Tres hermanos había para pasarse la pregunta uno al otro. Dos hermanitos, niño y niña, habían muerto siendo muy pequeños. Fue Juanito, nuestro santo, nacido el 27 de diciembre de 1804, el que se decidió por la vida religiosa. El consejo de una sabia anciana de la familia le ayudó en su propósito; un religioso conventual de su propio pueblo, fray Juan, le proporcionó la dirección concreta.

La decisión tomada por el joven estaba respaldada por el hecho de que su niñez y adolescencia se habían desarrollado dentro de una ferviente religiosidad, de una firme voluntad y de una incipiente disponibilidad para «hacer el bien» a todos. Frecuentaba la iglesia y, apenas llegó a la edad de entenderse con los demás, comunicaba a sus amigos sus pensamientos y oraciones, sobre todo cuando conducía a pastar una vaquilla que garantizaba el alimento de la familia.

Muchas veces, acompañado de la familia, peregrinó al santuario de Laghetto, junto a Niza. Cuando apenas tenía diez años, sus padres le habían presentado a la Virgen con esperanza de obtener para el niño una salud más robusta. Lo consiguieron.

Algunas veces acompañó a su padre en las visitas que hacía a Mentone, donde intentaba poner en marcha un comercio; precisamente durante el regreso de uno de estos viajes fue cuando el muchacho demostró la coherencia de su vida con las palabras aprendidas en el Evangelio. Su padre, Anselmo, según una tradición documentada le había comprado para la ocasión un magnífico vestido; pero el niño al encontrarse con un pobre tan pequeño como él, le había regalado gozoso ese flamante vestido. La reacción de su padre fue una sonora bofetada. Juanito ofreció inmediatamente la otra mejilla, lo que cortó en seco la ira de su padre y le llenó de admiración.

La vocación del joven estaba unida a un secreto impresionante que recordaba como una anécdota misteriosa. Un día que formaba parte de una pandilla de muchachos conflictivos, con actuaciones secretas y equívocas, sintió que una mano invisible lo alejaba imperiosamente de ella.

En la guía de esa misma mano se confiaba, al abrirse ante él un camino del que no veía todavía claro su recorrido.

La meta no podía ser más que una, teniendo a fray Juan como compañero: el convento de San Francisco de Sestri Ponente, donde residía el religioso.

Pensamos que los dos viajeros cubrieron los casi 150 kilómetros de distancia por etapas, al estilo franciscano, es decir, a pie, a lo largo de la fascinante cornisa de la Riviera. El trayecto, además, ofrecía a Juanito la oportunidad de conocer las particularidades de la nueva vida que pretendía abrazar.

No tenemos documentación directa para comprobar el nivel de fervor de aquella comunidad. Seguramente sería parecido al de otras familias religiosas de aquel tiempo, que estaban comprometidas en la restauración, después de los desastrosos acontecimientos de la supresión napoleónica. Por algunas frases, que más tarde se le escaparán al futuro fray Francisco María, parece que se sintió desilusionado.

El 14 de octubre de 1822, los religiosos le concedieron el hábito de la Orden franciscana seglar, confiándolo a la protección del gran santo de Padua. Le pusieron el nombre de fray Antonio; un hermoso nombre que le recordaba el de su madre.

La clase de ocupaciones en las que tuvo que emplearse el nuevo «terciario» en su quehacer diario, fácilmente se pueden sospechar; de lo que estamos seguros es que no ahorraría ningún esfuerzo. Para un hombre maduro como él, la vocación no fue un cómodo expediente, sino una decisión muy pensada. No sería fácil satisfacer su espíritu generoso y ardiente. En esta exigencia interior tendremos que buscar el origen de un cierto malestar que muy pronto brota en su corazón. Deseaba un ambiente distinto de espiritualidad y de sacrificio, pero, ¿dónde encontrarlo?

El buen olfato del campesino iluminado por la fe intuye los «signos» de la Providencia. Un día entró en la iglesia de los capuchinos de la ciudad y quedó hondamente conmovido al ver a un joven religioso absorto en oración delante del tabernáculo. Le impresionó profundamente.

Tal vez ya conocía a un capuchino del convento de San Francisco de Voltri, el padre Alejandro Canepa de Génova. Le abrió su corazón y los dos de acuerdo tomaron las oportunas decisiones.

No hizo caso de los comprensibles consejos de los religiosos conventuales y, sorteados algunos obstáculos, una mañana del tardío otoño de 1824, fray Antonio abandonó sigilosamente el claustro de Sestri y se encaminó rápidamente hacia el convento de Voltri, donde fue acogido con los brazos abiertos. Con la óptima compañía de otro terciario-aspirante comenzó el aprendizaje de la vida religiosa. Le cambiaron el nombre de Antonio por el de Francisco María que fue una divisa y promesa al mismo tiempo.

Enseguida el nuevo postulante brilló por su espíritu de caridad. Un testigo ocular, luego religioso también, lo vio «dar a los pobres la propia comida contentándose él con las sobras». Aquel gesto, unido a su conducta habitual, despertó en torno al joven un sentimiento de estima y admiración. Para él, tal modo de obrar, expresaba sencillamente una coherencia con sus aspiraciones.

La experiencia de Voltri completaba la de Sestri. Hacia finales de 1825 terminaba sus tres años de postulantado. El vicario provincial, padre Antonio de Cipressa, concede la «obediencia» a fray Francisco María y a su fiel compañero, y los dos juntos se dirigen al convento-desierto de San Bernabé en Génova, donde transcurre el año canónico del noviciado.

Novicio capuchino

¡San Bernabé! Este convento, edificado en el monte, en medio del valle, dominado por el viento, rodeado de austera pobreza, sacó a flote del ánimo del terciario reminiscencias no dormidas de su juventud: el áspero olor de los campos, la cabaña de San Andrés que la familia poseía en la campiña. Se sintió inmediatamente como en su propia casa.

El noviciado estaba en plena floración, gracias a la abundancia de vocaciones nacidas como por encanto, después de las frías brumas de la tormenta revolucionaria. Los dos recién llegados se sumaron a otros siete aspirantes a hermanos no clérigos que, juntamente con dieciséis novicios clérigos, formaban el noviciado. Fray Francisco María optó por la clase laica. Ciertamente que su deficiente instrucción, recibida de un maestro sacerdote, hubiese sido demasiado pobre para una ulterior formación escolástica; sin embargo, como se demostrará más tarde, estaba dotado de un cociente de inteligencia normal. Posteriormente comentará su decisión con una persona de su confianza, citando el ejemplo del seráfico Padre que no quiso ordenarse de sacerdote porque «era preferible ser humilde y obediente». Los dos postulantes tomaron el hábito la mañana del 17 de diciembre de 1825. Muchos testigos de los procesos de beatificación recordarán sus actitudes durante el noviciado. El maestro, padre Bernardo de Pontedecimo, insigne por su sabiduría y discernimiento, recordaba que «debía moderar el fervor del novicio» porque era insaciable. Los compañeros atestiguaron que fray Francisco María «era bueno y afable con todos»; y fray Tomás, su fiel amigo desde la primera hora, estaba convencido de que fray Francisco María, desde el primer momento, «fue apreciado y estimado por todos». No se conservan otros informes que nos ofrezcan mayores detalles sobre el año de prueba de fray Francisco María y de las circunstancias que lo rodearon. Su línea y su programa de vida y «conversión» se mantuvo constante y tenaz. El noviciado se concluyó con la profesión el día 17 de diciembre de 1826.

Limosnero por los pueblos

El nuevo profeso tenía veintidós años y la experiencia del noviciado le aportó madurez y firmeza en su vida. Los superiores lo destinaron al convento principal de la provincia, Santísima Concepción de Génova. Este traslado, para alguien menos experimentado, podía haber sido traumatizante. A diferencia del solitario y silencioso San Bernabé, el convento curial estaba poblado de varias decenas de religiosos en número equilibrado entre no clérigos y sacerdotes.

Las tareas de aquella imponente masa de religiosos eran muy diversas. Había que llevar adelante entre todos la típica vida de un convento, con la práctica de la llamada observancia regular, diurna y nocturna, y la normal actividad del ministerio sacerdotal. Aquí estaban centralizadas algunas actividades y servicios referentes a toda la colectividad provincial: la curia, la enfermería donde se hospedaban los ancianos y enfermos, una rica biblioteca, la fabricación de la tela para los hábitos. Una vida intensa y penitente se desarrollaba en el convento de la Santísima Concepción. La comunidad se recuperaba lentamente del período tormentoso de inestabilidad y dispersión.

No cabía pensar que al recién llegado se le confiasen inmediatamente los trabajos de mayor responsabilidad. No sabemos cuales fueron sus ocupaciones a lo largo de cinco años. Pudo ser enfermero, cocinero, hortelano, sacristán, según las exigencias del organigrama de un convento tan complejo como el de Génova. Nadie lo sabe con seguridad. El recién profeso, sin una responsabilidad determinada, ayudaba en algunas de estas faenas según las órdenes que recibía o según su libre y generosa disponibilidad. «Siempre infatigable y sereno -se lee en los procesos-, se hallaba a punto para echar una mano a sus compañeros de trabajo».

El paso por los trabajos más humildes constituyó un entrenamiento para el nuevo giro de su vida y tuvo un influjo decisivo en su desarrollo posterior y, ¿por qué no?, echó los cimientos de su espiritualidad.

El año 1831 el limosnero de los pueblos, fray Pío de Pontedecimo, comenzó a sentirse imposibilitado irreversiblemente. No podía más. Los superiores le dieron como ayudante al joven Francisco María. Tras un breve período de adiestramiento podía sustituirle en su puesto. La zona de recolección era el valle de Bisagno, la montaña de la ciudad; el recorrido le obligaba a estar ausente del convento algunos días, sobre todo si visitaba las casas de campo.

Aprendió inmediatamente que pidiendo se puede dar también. A cambio de las humildes limosnas de los campesinos, él les sugería palabras de fe como catequesis espontánea y eficaz. A la provocación grosera y cruel de unos muchachotes que un día lo apedrearon, respondió con la inesperada reacción de besar la piedra que le había herido. A los «señores» Sauli, en cuya casa se hospedaban los religiosos por la noche, lo mismo que a sus criados, les dio ejemplo de humildad y devoción. Para el anciano hermano, al que acompañaba, guardó toda clase de atenciones, le preparaba un plato caliente, mientras él se contentaba con las sobras; para el anciano reservaba la cama, mientras él descabezaba el sueño sobre la escalera.

En poco tiempo trazó la «regla», el «estilo de vida» que mantendría en sus relaciones con el pueblo. La experiencia como limosnero por los pueblos fue muy intensa, pero no duró demasiado. Cerca de dos años solamente.

Limosnero por las calles de la ciudad

La limosna era importantísima para la economía conventual de aquellos tiempos. Diez religiosos no clérigos se encargaban del suministro de la fraternidad de la Santísima Concepción. La limosna recogida en la ciudad era mucho más importante que la recogida por los pueblos; con ella, prácticamente, cubrían las necesidades normales los hermanos limosneros.

Para facilitarla, la ciudad estaba dividida en barrios. Por la mañana, cada hermano se enteraba en el tablón especial, todavía conservado, cuál era el barrio que le tocaba recorrer para realizar su humilde trabajo; así, a una determinada hora salía a la calle acompañado del imprescindible muchachito de seis a diez años, escogido entre las familias más adictas al convento. El niño estaba encargado de recibir en su bolsa, colgada al cuello, el dinero. El religioso, en la alforja que llevaba al hombro, echaba las limosnas en especie.

Comprobado el magnífico resultado de fray Francisco María en el valle de Bisagno, el padre guardián lo destinó a la ciudad. Para entonces ya había adquirido una buena carta de presentación. Si entre los hermanos gozaba de estima y estaba considerado como «un buen religioso», entre el pueblo, a través de la rápida difusión de anécdotas y noticias edificantes, la fama del joven religioso era todavía más cotizada. La gente lo había descubierto muy pronto y, ya en 1834, la aparición matinal de fray Francisco María en la popularísima calle «del Campo» atraía apresuradamente a las mujeres, que pretendían besarle la mano o la manga y lo saludaban llamándole «fray beato». El buen fraile, enflaquecido por la penitencia, de figura severa y, al mismo tiempo, dulce y buena, sonreía, tratando de escapar a los apretones de aquellas almas devotas, alejándose delicadamente, como lo asegura el viajero y escritor francés Augusto Jal, testigo ocular de la escena.

Esto no era más que el comienzo de una de tantas jornadas que se repetirían a lo largo de los años hasta su muerte.

Por la mañana, en el convento, participaba en el mayor número de misas posible; al muchachito que le esperaba, le preguntaba antes que nada si había desayunado, con intención de servirle enseguida el desayuno. Recitaban una breve oración en la iglesia y luego se ponían en camino. Con el niño hablaba de temas formativos y le enseñaba el catecismo; con la gente no perdía el tiempo en conversaciones inútiles; se acercaba a las tiendas y almacenes, llamaba a las puertas, pero esperaba antes de entrar. Si pasaba cerca de una iglesia siempre entraba a visitar al santísimo Sacramento. El recorrido terminaba hacia el mediodía. A esta hora se dirigía hacia el local del que disponían los religiosos como central para organizar todo lo recogido; el muchacho se marchaba a su casa y el religioso regresaba a su convento. Si era tarde, el niño subía también a la Santísima Concepción para comer.

Aparentemente, fray Francisco María repetía todos los días lo mismo, pero cada uno tenía algo de especial. La limosna, como fuente de santificación, no era algo nuevo entre los capuchinos. Nuestro hermano había escogido como protector a san Félix de Cantalicio, el famoso limosnero de la Roma del siglo XVI, a quien se encomendaba con frecuencia. El modo de realizar su humilde trabajo era muy personal, como lo había sido el de su modelo.

El «diálogo» con la gente

Pedir sí, mas, sobre todo, dar. Gracias a su pronta disponibilidad estableció un «diálogo» con la gente que alcanzó una extrema intensidad, de tal manera que cualquier historiador, no puede profundizar en la vida de la Génova del siglo XIX, si olvida la presencia discreta y generosa del hermano capuchino que, desde los primeros momentos, el pueblo bautizó con el nombre de padre santo.

Son los años de anhelos e impulsos hacia el progreso de la ciudad, de las primeras industrias, de su nueva actividad marinera y mercantil, animada por las máquinas de vapor y el ferrocarril.

La vieja Génova, refugiada desde siglos en sus estrechos callejones, rompe el cerco de sus muros antiguos en busca de un nuevo aire y confía sus ansiedades cotidianas a un humilde capuchino. Las grandes y, más todavía, las pequeñas ansiedades de la vida sencilla que experimenta el pueblo zarandeado por las nuevas fuerzas, que se mueve y se agita, tratan de abrir nuevos caminos y crear nuevas empresas.

El padre santo escucha, escucha siempre: a la niña que padece de los dientes; a la pobre dependiente que está triste porque ha perdido la medallita que le regaló el hermano; al hombre emprendedor que proyecta nuevos negocios y pide consejo; a las madres que piensan de continuo en sus hijos bajo las armas; al sacerdote escrupuloso y a la gente preocupada por las repetidas amenazas del cólera...

El diálogo es cada día más amplio porque el religioso no se asusta ante ningún caso. Si le buscan para que visite un enfermo, emprende incluso un viaje incómodo a pie en medio de la nieve; si le piden que interceda para que rebajen el tiempo de prisión a un encarcelado, da vueltas hasta dar con alguien que tenga influencia.

La vida del padre santo está sembrada de anécdotas. Sus florecillas, saturadas de gracia y frecuentemente envueltas en algún milagro, reflejan de modo evidente el escenario de la ciudad en el incesante devenir de cada día.

De muchos limosneros capuchinos se recuerdan dones especiales de ciencia infusa. Ellos, los ignorantes, sabían hablar de teología y eran reclamados por personajes civiles y eclesiásticos como consejeros. Para fray Francisco María la ciencia de Dios consistía en la catequesis sencilla y en la exhortación a alejarse y purificarse de los pecados, en el consejo de buscar en la Eucaristía y en la oración la fuerza que necesitamos. Sus interlocutores, sin excluir tampoco a la gente cualificada, eran las amas de casa, las tenderas, los cargadores del puerto, que encontraba por la calle o en alguna escalera.

A todos les anunciaba, con un lenguaje simple y sin pretensiones, y, más aún, con su entrega personal, el Reino de Dios. A pesar de su candor y la limpieza de su mirada, se daba cuenta del mal, del que no se dejaba contaminar; su programa, por encima de todo, consistía en ser «activista de la paz» entre las familias y los vecinos. Unánimemente lo aseguran los testimonios sobre su vida.

Dios le había concedido privilegios especiales para cumplir esta misión. Respondía a las preguntas sin que se las hubieran formulado, leía los pensamientos más ocultos tras recogerse interiormente, hablaba de cosas futuras y lejanas. Su persona parecía que estaba presente hasta en los caminos y sendas no frecuentadas por él. Desde fuera de la ciudad y desde otras regiones le llegaban cartas a las que respondía fatigosamente. Sólo una mínima parte de esta abundante correspondencia ha llegado hasta nosotros.

Coordinador de los limosneros

Las pruebas de sensatez demostradas en sus relaciones con tanta gente, el prestigio innegable que el religioso había adquirido ante el público y entre sus hermanos religiosos, indujeron a los superiores a confiarle, después de 1840, una responsabilidad especial, típica de la tradición capuchina: el ser «hermano mayor», es decir, el guía y coordinador del numeroso grupo de hermanos limosneros.

Este cargo recibía el nombre de coordinador de los limosneros. Se le reconocía exteriormente porque llevaba, colgada del brazo, la característica cesta de mimbre, tejida con la técnica propia de la artesanía capuchina. Pertenecía a su especial competencia la recogida de algunas cosas que podríamos llamar de lujo y que, preferentemente, estaban destinadas a los enfermos, tales como café, azúcar, cacao, chocolate. Por esta razón, solamente él gozaba del privilegio, reservado a los capuchinos, de entrar en el «puerto franco», más allá de la aduana, donde los comerciantes tenían sus oficinas, los entonces famosos despachos y los depósitos de las mercancías más caras. La prohibición de entrar era tan severa que el niño que le acompañaba tenía que esperar fuera. Otra obligación del «coordinador» era también la de proveer a los religiosos de cuanto no se obtenía por la limosna ordinaria, como ropas personales, pañuelos, etc.

En el convento de la Santísima Concepción tenía reservado un local como depósito para conservar y distribuir estos objetos o mercancías. También era de su competencia, según una larga tradición, la administración de las limosnas de misas, lo que suponía manejo de dinero. Por añadidura, caía bajo su responsabilidad designar por la mañana a cada uno de los hermanos limosneros su barrio respectivo y resolver las dificultades y posibles divergencias.

Esta posición privilegiada, si así podemos llamarla, ofrecía a fray Francisco María la oportunidad de prestar nuevos servicios en favor de todos. Un hecho insólito en la actividad del santo fue su incansable generosidad por medio de los bienhechores en favor de los necesitados, de las iglesias y de otras instituciones. Atendió a su sobrinita, Luicita Gibelli, huérfana de madre. Procuró que estudiase; se decidió por la vocación religiosa y tuvo la alegría de asistir a su profesión en la congregación de Nuestro Señor del Huerto (Gianelline) de la que, andando el tiempo, llegaría a ser superiora general. Una especial preferencia demostró por su pueblo natal Camporosso. Le regaló lampadarios y otros objetos de ornamentación y culto. Para las capillas, que le recordaban las devociones de su infancia, regaló también algunas cosas. Igualmente en los libros de crónicas se cuentan otros muchos servicios que prestó a los hermanos y a los conventos.

Sobresalen, de igual modo, las ayudas pecuniarias oportunas y continuadas a favor de familias e individuos en situaciones desesperadas. Gracias a su ayuda, una pobre muchacha de Livorno, que buscaba trabajo en Génova, encontró dentro de un paquete, depositado en una tienda, una oferta providencial de empleo. En una carta de acción de gracias al marqués Carlos Bombrini por una «imprevista e inesperada» limosna, le comunicaba que eran tales y tantos los pobres que le asediaban que no sabía cómo hacer.

Durante los procesos de beatificación, como es obvio, estas actividades ofrecieron un cebo fácil para las objeciones del promotor general de la fe. Se recordó a este propósito una intervención del ministro general de la Orden cuando visitó la provincia en 1847. Pero los testigos más importantes estaban al corriente de estas actividades y declararon que las hacía con la debida autorización. Después de la visita del ministro general continuó con estas obras de caridad, apoyado, sin duda, en su irreprensible prudencia y pobreza, además de la rigurosidad en el desempeño del cargo que con plena confianza le habían confiado.

El manantial de su vida

Las relaciones públicas del padre santo eran el reverso de una moneda, mientras la cara la iba grabando delicadamente con su vida de fraternidad, en las silenciosas horas de la noche.

«Tened fe, tened fe», era la recomendación que escuchaban frecuentemente los que solicitaban su ayuda. Él vivía de la fe. Justamente, esta íntima adhesión de su mente y de todo su ser a la verdad le permitía colocar en el sitio exacto cualquier situación propia y de los demás. Sus gestos, sus palabras y, en particular, sus cartas, nos señalan el hilo conductor de su espiritualidad: la aceptación humilde y generosa de la voluntad de Dios, que es «siempre justa, siempre santa, siempre amorosa, siempre paternal con nosotros».

Una intensa presencia de Dios en su vida alimentaba y expresaba esta fe. La oración era la aspiración más constante de su vida y, cuando la obediencia le imponía obligaciones que ocupaban todo su tiempo, se valía de algunas estratagemas para dedicar algunos ratos a la oración. Asistía asiduamente a las funciones litúrgicas de la fraternidad, visitaba frecuentemente las iglesias que hallaba en su recorrido de limosnero, prolongaba las horas de la noche dedicadas al recogimiento y a la meditación, cuyos temas eran preferentemente los dolores de Cristo siguiendo la genuina tradición franciscana. El viernes santo, recordaba un testigo, «se dibujaba en su rostro la congoja de su corazón».

Su piedad, viril y auténtica, no desdeñaba las manifestaciones espontáneas y populares del pueblo llano. La gente debía pedir los favores a Jesús Nazareno, a la Virgen de las Gracias o del Carmen, que eran las advocaciones más conocidas de la ciudad, o también a san Antonio, san Félix, santa Catalina, san Juan Bautista de Rossi (canonizado en 1860), pero no a él. Luego resultaba fácil al religioso esquivar dulcemente las alabanzas: «Yo no he hecho nada, fue la Virgen la que os salvó».

Su integración con el pueblo de Dios que cree y espera, daba a su piedad una dimensión eclesial conmovedora. Sentía en lo más íntimo el ambiente adverso al estado religioso; le hubiese gustado manifestar su indefectible fidelidad al papa viajando a Roma, el único deseo manifestado exteriormente que no pudo cumplir. Percibía muy vivamente las necesidades de la Iglesia y favoreció de todas las maneras puestas a su alcance las vocaciones masculinas y femeninas. En su período de intenso dinamismo evangelizador sintió la llamada a las misiones: «¡Oh, si fuese joven y pudiera acompañar a nuestros misioneros!»

Su programa, coherente con la fe, era de permanente conversión. El seguimiento de Cristo para él consistía en transformar el hombre viejo en hombre nuevo por medio del constante control de sí mismo.

No se dejaba distraer o trastornar por el halo de cariño y gloria que le rodeaba. Le llamaban santo, pero él comentaba con seguridad y asombro: «Se necesitan muchas cosas para ser santo». Algunos marineros llegaban jadeantes al convento, apenas desembarcados, para darle las gracias; un marinero aseguraba sin titubeos que le había visto sobre el palo mayor de su barco cuando estaba a punto de naufragar en el canal de La Mancha; el religioso, fingiendo ignorancia y asombro, le contestaba: «Mira, yo a rezar voy a la iglesia, no sobre los árboles».

La seguridad en sí mismo provenía de su constante avidez de sacrificio y de penitencia. Tenía grabado hondamente en su espíritu, desde los duros años de Camporosso, que el Evangelio había que seguirlo sin atenuaciones y sin disculpas. La pobreza, la mortificación, la renuncia de sí mismo eran las normas indeclinables de su vida: «Vale más una hora de sufrimiento que cien años de deleites», era una de sus frases preferidas. Dormía sobre tablas con un trozo de madera por almohada; cuando visitaba Camporosso, nunca se logró que durmiera sobre la cama, asegura el párroco. Tomaba con alegría las sobras de la comida, y el gesto realizado en unas navidades, cuando después de servir a los pobres la comida pidió al cocinero algunos mendrugos de pan mojados en agua caliente para él, no fue una «florecilla» para la galería, sino la expresión de una actitud. Calzaba siempre sandalias toscas y viejas, nunca se puso un hábito nuevo. Cuando el padre provincial, Valentín de Taggia, en 1848 le mandó ponerse una túnica nueva y dormir sobre el jergón de paja, aceptó la orden con un «sea por amor de Dios». Se sometió tranquilamente al superior cuando en una ocasión ordenó comer carne en día de vigilia; lo mismo sucedió durante un viaje, cuando su compañero, el padre Jaime de Voltri, le recordó el consejo del seráfico Padre de comer de todo cuanto se ponga en la mesa.

Este comportamiento, esta santidad, diríamos, de fray Francisco María se fundaba en un sentido de equilibrio y en una sana libertad de espíritu, abierta a la alegría y a la compresión.

Percibía las vibraciones poéticas de la creación, como nos lo dice el día en que, al escuchar los alegres gorjeos de los pájaros en la plaza, recordó al padre Oracio las palabras de san Francisco: «Tenemos muchos hermanitos que alaban al Señor»; o en la costumbre de colocar una plantita sobre el alféizar de la ventana, que, al decir de uno de los muchachos que le acompañaban a la limosna, estaba siempre en flor.

No nos debemos engañar al contemplar el aspecto austero y reservado de su fotografía. Los religiosos que convivieron con él recuerdan unánimemente que, aun en medio de los sufrimientos y del cansancio, su rostro estaba «siempre alegre y sereno», y la piadosa Magdalena Montobbio, que lo conoció y visitó durante todo el tiempo de su vida religiosa, nos da una elocuente definición de su santidad: «En todo brillaba su santidad verdaderamente amable».

La convivencia en comunidad

Este atractivo no podía nacer más que de la irradiación de una paz interior, de una sincera colaboración en la vida de comunidad. Algunas frases y anécdotas de la biografía del padre santo son incomprensibles fuera de su contexto. Durante el tiempo que trabajó como ayudante del cocinero nos encontramos casualmente con un caso curioso que confirman muchos testigos. Cogió la costumbre de tener una piedrecita en la boca para ejercitarse en la paciencia y en el silencio, a causa de las frecuentes interrupciones en el trabajo que tenía que aguantar por parte de los religiosos, que, por una razón o por otra, venían a molestarlo.

El joven religioso buscó desde entonces una regla de oro para la convivencia en medio de la numerosa comunidad. La encontrará un poco más tarde en un escrito hallado en su celda, ocupada anteriormente por fray Félix, otro religioso muy estimado: «Silencio, mortificación, oración». Confiadamente confesará a otros compañeros: ser fiel a estas tres palabritas fue el secreto de vivir en paz con los noventa religiosos de la Santísima Concepción.

Fray Francisco María comprendía la enorme importancia que tiene la paz dentro de una comunidad y aceptaba como ejercicio ascético las dificultades que de ello se derivaban. «Paz con Dios, paz con nosotros mismos, paz con todo el mundo». En el ámbito de la familia religiosa siempre se esforzará para que los frailes conserven la caridad y, si alguna vez se le hiere o se pierde, para que lo más pronto posible se recupere.

Los actos de los religiosos no todos estaban inspirados en los más altos ideales de la vocación. Las tensiones del iluminismo y los efectos de la revolución civil marcaron profundamente a los miembros de la comunidad, y sus relaciones se resentían por estas circunstancias. Fue relativamente fácil y de modo positivo la recuperación de la actividad sacerdotal, lo mismo que las relaciones sociales; por otra parte, la provincia conoció un maravilloso relanzamiento del ideal misionero. Sin embargo se notaba un sufrimiento interior; los ánimos no estaban serenos. El punto débil radicaba en usos privados y en la tendencia al individualismo proveniente, sin duda, de la supresión y de la amenaza latente que de un momento a otro podía repetirse.

Además, «los proyectos, las esperanzas y la ebullición» que agitaban al mundo exterior, se reflejaban en el interior del convento. Algunos, para usar la pintoresca expresión de un documento, tenían «ideas italianas a la moderna», que demostraban de cuando en cuando clamorosamente. La intervención del ministro general, Venancio de Turín, que giró la visita a la provincia en 1847 e impuso una serie de normas, no consiguió llevar la tranquilidad; más bien, las perspectivas de un porvenir poco seguro agudizaron el problema de la obediencia y de la pobreza que no aceptaban de buen grado algunos religiosos y que provocó una querella mantenida a lo largo de muchos años. La tradicional austeridad muy rígida de los capuchinos sufría en aquel momento las arremetidas y asaltos de las nuevas costumbres «mundanizantes», que los más conservadores juzgaban profanaciones.

El padre santo se movía entre las dos corrientes, manteniendo su programa de sufrimiento y de tenaz partidario de la paz. Lo expresaba en sus gestos forzosamente significativos: decir oportunamente una palabra, ayudar a los demás y salir al encuentro de sus necesidades, sin olvidar a los más solos y tristes, como aquel compañero de noviciado a quien visitaba regularmente en el sombrío lugar de su internamiento, el manicomio.

Un compañero nos cuenta el programa de perfección que cumplía a rajatabla: «Hacerse santo sin que el mundo se dé cuenta». De hecho, en el círculo de la comunidad se notaba su presencia más por esta fidelidad sensata y su silenciosa virtud que por hechos extraordinarios. Los religiosos fervorosos se sentían reanimados, los menos fervorosos se mostraban inquietos.

Su ofrecimiento

Muy pocos acontecimientos interrumpieron el trabajo del padre santo. Aparte de alguna peregrinación que realizó, según costumbre, a sus santuarios queridos, en raras ocasiones se alejó de Génova. Viajó algunas veces a Camporosso para cumplir sus deberes filiales con sus ancianos padres; la última vez en el verano de 1852; en 1853 visitó Novi Ligure. El 8 de septiembre de 1862 asistió a la profesión religiosa de su sobrina en Chiavari, a la que visitó una vez más en 1865, en Novi.

En la ciudad se produjeron muchos acontecimientos, pero en ellos su presencia fue más de espectador que de actor. En particular durante las revueltas jornadas de la insurrección de Génova en 1849, no es probable que tomase parte directamente.

La figura del religioso que baja a diario desde los capuchinos hacia la ciudad, envuelto en la humildad de su oficio, no se alteró a lo largo de los años.

Con el pasar del tiempo, su imagen alta y austera comenzó a acusar fatiga y cansancio. Por el año de 1863 le aparecieron varices en sus piernas. Las de la izquierda cicatrizaron y prefirió no someterse a una intervención quirúrgica; en la derecha se le presentó, además, una «costra callosa» debajo de la rodilla, debida probablemente a su costumbre de estar arrodillado. El cirujano, fray Petronio, le practicó una incisión que le retuvo en cama durante cuarenta días y le obligó a llevar una polaina. A finales de 1865 volvieron las molestias y el médico, padre Apolinar, le sometió a nuevas operaciones.

El espíritu se mantenía activo, pero la carne se hallaba enferma. Otras pruebas delicadas le esperaban a nuestro hermano al aproximarse el término de su vida.

En la primavera de 1866 se celebró el capítulo provincial. Al reflexivo y taciturno Alejandro de Rovereto sucedió en el cargo de provincial el decidido y rígido Juan de Acqui. Los ánimos continuaban tensos porque fuera se recrudecía la borrasca. Como parte del exigente programa de gobierno, el provincial nombró superior de la Santísima Concepción al padre Anacleto Dagnino de Génova, reconocido como de carácter áspero y fogoso. No disimulaba su admiración ante la virtud de su súbdito, pero dentro de la línea de disciplina que impuso a la vida conventual, también impuso algunas normas a fray Francisco María. Le sugirió que no le gustaba que acudiera a la portería con tanta frecuencia y le ordenó que entregara todo lo que administraba, tanto si provenía de las limosnas como de las donaciones del puerto franco. Total, que le relevó de la gestión del depósito del que hemos hablado anteriormente y del resto de las limosnas. Hubo religiosos que criticaron severamente tales normas. Fray Francisco no se inmutó y el mismo padre Anacleto declara que «inmediatamente y simplemente lo entregó todo».

Por algunas alusiones inocentes e inadvertidas del religioso, sus devotos intuían algo raro y doloroso; comprendían que se avecinaba rápidamente la muerte de su bienhechor. Con demasiada frecuencia repetían sus labios la expresión, por otra parte habitual en él: «El cielo, el cielo».

Entre tanto comenzaban a oírse noticias siniestras. Reaparecía de nuevo el cólera en algunos casos aislados; los barcos estaban sometidos a cuarentena.

A primeros de agosto de 1866, fray Francisco María pidió que le dejasen visitar los santuarios marianos de los alrededores. Alguien le propuso quedarse en Nuestra Señora de las Gracias en Voltri; le respondió: «Dejadme marchar». Tenía prisa. En su mirada se adivinaba una profunda tristeza. ¿Qué le pasaba? El 5 de agosto se reconoció «oficialmente» la presencia del cólera en Génova; una mujer contrajo la infección. La misteriosa sensibilidad de las almas hizo sentir también al padre santo todo el drama y el miedo de su gente, de su ciudad. Estar lejos hubiese sido una traición.

Sus días se desenvolvían a un ritmo distinto. Animaba a sus devotos y les regalaba imágenes con la bendición de san Francisco. A algunos más íntimos les ofrecía una reproducción de su propia foto que, por obediencia, le había sacado un fotógrafo a punto de malograrse; dirigía insistentemente a todos palabras de fe, de esperanza, sin ocultarles explícitamente su próxima desaparición. Por la noche alargaba sus oraciones penitenciales. El padre Oracio lo sorprendió en una ocasión «abandonado en sí mismo, absorto, como si durmiera». Al día siguiente él mismo confesó al padre cándidamente: no dormía, sufría terriblemente al enterarse de cómo se extendía la epidemia, y se ofrecía a sí mismo y a los otros religiosos para calmar la ira divina, para que se convirtieran los pecadores... El ofrecimiento no fue en vano.

El sacrificio

El cólera continuaba segando víctimas. El padre santo todavía recorría las calles, pero vivía en su propio cuerpo ya gastado la «pasión» de la ciudad. En una ocasión lo tuvieron que llevar al convento en silla de manos; en bastantes otras se vio obligado a descansar en casa de bienhechores o amigos para poder continuar después. Cierto día entró en el convento de la Annunziata de Portoria y dejándose caer pesadamente sobre un arca, se desfogó contra sí mismo: «Esta carroña ya no puede más».

Su situación, anota el atento portero del convento, no le impedía de ninguna manera complacer a los que le buscaban. Pero una mañana -era el 14 de septiembre, día de la Santa Cruz-, hacia las ocho, el padre santo, al salir de la iglesia donde había comulgado, le dijo a fray Luis de Breccanecca que era el portero: «Si alguno pregunta por mí en la portería, yo no vuelvo más a ella». El portero se sorprendió, por lo que fray Francisco María añadió: «Yo sé por qué».

Internado por obediencia en la enfermería, dijo con alegría al padre Luis de La Spezia: «Pronto iré a Staglieno» (el cementerio de la ciudad), y a fray Nazario de Gavi, muy amigo suyo: «Consuélate, espero entrar en el cielo; rogaré por ti».

Poco tiempo estuvo en cama; el 17 de septiembre de 1866, día de las Llagas de san Francisco, a las cinco de la tarde, «con pleno conocimiento, sereno y tranquilo, después de recibir los santos sacramentos», se durmió en el Señor. El médico, Luis Garibaldi, que estaba presente a la hora de la muerte, certificó que su causa había sido «el cólera fulminante que asolaba a Génova».

La conmoción sacudió a la ciudad. No era solamente la comunidad religiosa que perdía uno de sus miembros; era toda la comunidad ciudadana la que lloraba a su amigo, a su bienhechor, a su padre santo. Toda la prensa, incluida la más hostil a los religiosos, se hizo eco del acontecimiento. La modulación de la noticia y su acento expresivo fueron diversos, pero todos coincidieron en un sincero y único pesar.

Pío XI lo beatificó el 30 de junio de 1929, y Juan XXIII, al terminar la primera etapa del Concilio Vaticano II, el 9 de diciembre de 1962, lo canonizó.

Casiano de Langasco, O.F.M.Cap., San Francisco María de Camporosso. La manera de dar pidiendo, en AA.VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo II. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, págs. 99-12

San José de Cupertino

Por aquellas calendas agitábanse los pueblos con las convulsiones propias del nacimiento de una nueva época: la Edad Moderna.

El antes glorioso Imperio otomano estaba en decadencia; Rusia se regía por zares, sedientos de grandezas; en Alemania se incubaban guerras intestinas; otro tanto ocurría en Inglaterra en los inicios de su hegemonía marítima; en Francia el «Rey Sol» deslumbraba con las fastuosidades de su Versalles; mientras que íbase declinando el poderío español.

En estos momentos históricos, siendo papa Clemente VIII y reinando en España y Nápoles Felipe III, plugo a Dios que viniera al mundo el niño José Desa, como para confundir con su ignorancia a los petulantes de aquel siglo.

Ni por razón de la patria, ni del hogar, puede decirse que resplandeciera este gran santo desde su infancia.

Vino al mundo en un establo de la pequeña aldea napolitana de Cupertino. Su madre, Francisca Panara, hubo de refugiarse en aquel escondrijo, para huir de los ejecutores de la sentencia de embargo, dictada contra el cabeza de familia, Félix Desa, por no poder pagar a sus acreedores.

Eran gente honrada; pero los escasos ingresos de un pobre carpintero de aldea no permitían vivir con deshago económico y, como los agentes judiciales no suelen tener entrañas de misericordia...

En compensación de estas penurias económicas, abundaba aquella familia de caudales de fe tradicional y buenas costumbres, por lo que el pequeño fue educado en el santo temor de Dios y la mayor pureza de vida. Para ponerle bajo la protección de la Santísima Virgen, le añadieron en la confirmación el sobrenombre de María, y así José María desde su infancia pudo contar con dos madres: la del cielo y la de la tierra.

Era ésta una ruda aldeana de carácter fuerte, que no le consentía el menor desliz o travesura, castigándole duramente, hasta el extremo de dejarle alguna noche fuera de casa, teniendo que refugiarse, para dormir, en el atrio de la iglesia parroquial, según cuentan algunos autores.

En lo que todos sus hagiógrafos coinciden es en afirmar que era de muy cortos alcances intelectuales, por lo que no pudo lograr casi ningún adelanto en la escuela rural, donde le matricularon sus padres.

En vista de que el estudiar era para él tiempo perdido, le sacaron de la escuela sin saber leer y, para que ayudase a aliviar las angustias domésticas, le pusieron sus padres como aprendiz en la zapatería del pueblo.

No era muy complicado este oficio de artesanía; mas la ineptitud de José para los estudios corrió pareja con la que mostraba en este aprendizaje, durante el que más de una vez tendría que experimentar las caricias del tirapié, para que se espabilase...

Desechado como inútil por el maestro zapatero, hubo de quedarse en su propia casa, cuyos problemas agrandó más, en vez de ayudar a resolverlos, porque le sobrevino entonces una larga y penosa enfermedad. Su cuerpo se le cubrió de postemas repugnantes y dolorosas, que le ocasionaban muchos sufrimientos, aunque supo soportarlos con ejemplar paciencia, hasta que un buen día la Santísima Virgen le devolvió la salud.

Una vez repuesto corporalmente, como para nada servía, se dedicó a una vida de oración y caridad, prestando a todos, con mejor gana que acierto, sus pobres servicios.

Para lo único que tenía gran habilidad era para orar y mortificarse. Se pasaba largas horas de hinojos en la iglesia, y ni se preocupaba de comer, siendo frugalísimo su alimento, cuando le obligaban a tomarlo.

Así fueron pasando los días de su adolescencia y, al frisar en los diecisiete años, sintióse llamado a la vida religiosa en la Orden de los franciscanos conventuales.

Para solicitar el ingreso en ella, acudió a un convento que le era conocido, por tener allí dos tíos suyos frailes. Gracias a la eficaz recomendación de éstos, fue admitido como lego, ya que, por su ineptitud para las letras, no podía aspirar al sacerdocio. Viéndose en la casa de Dios, se acrecentaron sus fervores, de tal modo que sólo se preocupaba de orar y hacer penitencia, pero descuidando y realizando mal los encargos que se le hacían. Todos reconocieron que era muy santo, pero inútil para la vida de comunidad, pues no servía ni para pelar patatas o fregar platos, por lo que hubieron de despedirle del convento, con gran pena de todos.

Fracasado este primer intento, pensó en pedir el hábito en otra Orden más austera y, en 1620, llamó a las puertas del convento que tenían los capuchinos en Martina.

El ambiente de pobreza y recogimiento de aquella casa encantó a José. Los religiosos también quedaron gratamente impresionados al ver su profunda humildad y oírle hablar de las cosas divinas con tanto fervor, por lo que, ad experimentum, le recibieron entre los hermanos legos. Pronto llegaron hasta allí rumores de que se trataba de un haragán histérico, inservible para todo. Las sencillas pruebas a que le sometieron confirmaron estas apreciaciones: la santidad de aquel postulante no parecía muy sólida, ya que lo que le sobraba de oración, le faltaba de obediencia, pues se olvidaba de los encargos o los hacía al revés. A su capacidad deficiente en lo intelectual, se le añadieron raras enfermedades en los ojos y en las rodillas, por lo que hubieron de despedirle con pena por inservible.

Así plugo al Señor acrisolar a esta alma predilecta suya, llevándole por la penosa senda de las humillaciones y fracasos. Para colmo de desdichas, cuando retornó a su hogar, vio que había muerto su padre, y los acreedores de éste quisieron poner en la cárcel al hijo, para saldar las cuentas familiares; pero ¿de dónde sacaría dinero, si para nada servía?...

Como José supo que uno de sus tíos franciscanos estaba predicando en Vetrara, decidió encaminarse allá, para impetrar orientación y auxilio.

El buen franciscano, en vista del doble fracaso de su sobrino, le recibió con mal talante, reprendiéndole por su inconstancia e inutilidades; pero compadecido y edificado al ver su humildad, se animó a recomendarle a sus hermanos de la pequeña residencia de Santa María de Grotella, donde fue admitido, en 1621, como mero oblato, para ayudar en los servicios más ínfimos.

Aquellos padres conventuales, religiosos de mucho espíritu, supieron apreciar el oro de santidad, encubierto bajo la escoria de las deficiencias del joven oblato, y le admitieron como novicio en 1625, ciñéndole el glorioso cordón franciscano. ¡Todo se lo debía a su Madre del cielo!

El humilde fray José, al verse tonsurado y recibido entre los aspirantes al sacerdocio, henchióse de santo júbilo; pero no cesaron por eso sus amarguras, pues el nuevo género de vida le obligaba a dedicar largas horas al estudio y sus cortas facultades mentales no daban para tanto. Las letras no entraban en su cabeza y a duras penas logró aprender a traducir el sencillo lenguaje evangélico. Cada examen era para él un martirio y un fracaso...

Mas sus progresos en la virtud eran extraordinarios y compensaban este retardo mental; en vista de ello, sus superiores decidieron en 1626 concederle la profesión, al terminar su noviciado, y hasta le dispensaron de los exámenes, para que el señor obispo de Nardó, don Jerónimo de Franchis, le concediera las órdenes menores y el subdiaconado, que recibió el 30 de enero y el 27 de febrero respectivamente.

Al aspirar al diaconado, quiso el señor obispo examinarle personalmente, lo que puso a fray José en un trance peligroso. Temblando fue hacia la sede episcopal, después de haberse encomendado con todo fervor a su querida Virgen de la Grotella. Como de costumbre, presentó el prelado al ordenando los evangelios, para que picase, leyera e hiciese la exégesis del que le correspondiese. Abrió el libro, al azar, por el texto mariano: Beatus venter, qui te portavit... («¡Dichoso el seno que te llevó...!» Lc 11,17), y al punto lo tradujo con tal maestría y lo explanó con tan devota elocuencia, que a todos dejó prendados de su saber, por lo que pudo recibir el diaconado el 30 de marzo del mismo año.

Salvado así este difícil trance, prosiguió fray José sus estudios con igual tesón e idéntico resultado fatal en el aprovechamiento, hasta que, para aspirar al presbiterado, hubo de presentarse ante el tribunal que presidía el obispo de Castro, don Juan Bautista Detti. Presentóse con otros compañeros de claustro que tenían grandes dotes de talento, por lo que el contraste habría de resultarle muy bochornoso; pero la Santísima Virgen se valió de esto mismo para sacar con bien a su devoto; los primeros examinandos probaron su competencia con tal brillantez, que aquel prelado, aunque tenía fama de riguroso, creyendo que todos los condiscípulos estarían a la misma altura, suspendió la sesión, cuando le iba a tocar a fray José, y dio por aprobados a los restantes... Por tan extraordinario favor pudo recibir el 18 de marzo de 1628 los poderes sacerdotales.

Como reconocía que su ordenación era un singular favor de la Santísima Virgen de la Grotella, en este reducido santuario quiso celebrar su primera misa, para dedicar las primicias del sacerdocio a su celestial Madre.

Desde entonces se repitieron casi diariamente los éxtasis y comenzó a prodigar favores milagrosos a cuantos necesitados de auxilio recurrían al convento. Una vida tan extraordinaria y tales hechos taumatúrgicos originaron envidias, habladurías y rumores calumniosos, que llegaron hasta las oficinas curiales, por lo que cierto vicario se creyó obligado a delatar el caso de fray José al Santo Tribunal de la Inquisición, que funcionaba en Nápoles. Tremenda y afrentosa era esta prueba, ya que este Tribunal se cuidaba de extirpar la plaga de herejes y hechiceros. Los inquisidores tomaron cartas en asunto de tanta resonancia en la provincia de Bari y citaron a juicio al acusado.

Harto prolijo y a fondo debió ser el examen, ya que duró dos semanas y le dedicaron tres largas sesiones, indagando su género de vida y arguyéndole sobre las cuestiones teológicas más debatidas entonces, a todo lo cual respondió con una seguridad y acierto asombrosos. Más aún, pues allí mismo verificó un milagro, ya que le mandaron leer en un breviario las lecciones históricas de Santa Catalina de Sena, que contenían un error histórico y, no viendo lo que tenía ante sus ojos, hizo por tres veces una lectura correcta y exacta. Nada encontraron aquellos doctos y ecuánimes jueces que fuera censurable o erróneo en fray José, por lo que proclamaron su inocencia y sabiduría, pues era evidente que tenía ciencia infusa.

Esta gracia gratis data se comprueba mejor en los atestados hechos para el proceso de su canonización. Pero aún hay otro testimonio de más valía, dado por la boca de un pequeñuelo que apenas sabía hablar. Cuando se le presentó su madre al Santo, acaricióle éste, rogándole que repitiera: «Fray José es un pecador, que merece el infierno», y con voz clara el chiquitín dijo: «Fray José es un gran santo, que merece el cielo»...

Como la fama de tales portentos se dilataba cada vez más, de todas partes acudían al convento donde residía el frailecito de Cupertino, por lo que el padre ministro general de los conventuales, fray Juan B. Berardiceldo, decidió llamarle a su residencia de Roma. Recibióle con cautela y dio órdenes para que se le aposentara en la más apartada celda de aquel convento.

Todo fue en vano. Los éxtasis y los milagros se multiplicaron, y las más altas dignidades eclesiásticas se preocupaban de ver al taumaturgo. Hasta el mismo Papa manifestó deseos de conocerle, y, conducido por el padre ministro general, fue recibido en audiencia particular por el papa Urbano VIII; pero hete aquí que, nada más ver al Vicario de Cristo, se quedó extático fray José y, en suave levitación, permaneció suspenso en el aire por largo rato, hasta que su superior le mandó que descendiera. Al terminar la audiencia, el Papa dijo al general: «Si este fraile muriese durante nuestro pontificado, Nos mismo daríamos testimonio de lo sucedido hoy».

Tan extraordinario fenómeno místico llegó a ser cosa corriente en la vida de fray José. Parecía como que su mortificada carne estaba ya exenta de las leyes ordinarias de la gravitación y, en cuanto una idea u objeto le recordaba algo divino, sus sentidos se enajenaban y el cuerpo ascendía por los aires, a veces hasta unirse con la imagen, que le atraía como suave imán, pasando por encima de las velas encendidas, sin que sus llamas quemaran el pobre sayal.

En 1639 fue destinado al observante convento de Asís, donde le sobrevinieron graves crisis de aridez espiritual y lúbricas tentaciones, a lo que se juntaron otras penosas enfermedades y humillaciones; pero, cuando su general le volvió a trasladar a Roma en 1644, se le acabaron todas estas pruebas y comenzó otra serie de compensaciones gloriosas, que continuaron después, al retornar a vivir junto al sepulcro de su padre; allí prodigó los milagros, compuso discordias, purificó las costumbres y evitó una sangrienta revuelta, por todo lo cual llegó a merecer que las autoridades y el pueblo le proclamasen hijo adoptivo de aquella histórica ciudad, perla de la Umbría.

Esta serie de éxitos ruidosos despertó otra de nuevas contradicciones y hasta de diabólicas venganzas.

En cierta ocasión, caminando a caballo de uno a otro convento, al pasar por un estrecho puente, la furia infernal espantó a la noble bestia y el jinete cayó al río; pero lo maravilloso fue que fray José salió del agua tranquilamente con el hábito seco. Contaba después este lance con su ordinaria sencillez, diciendo que fue el diablo quien le dio un empujón, exclamando: «¡Muere aquí, fraile hipócrita, abandonado de Dios!»; pero que él le había respondido: «En todo momento quiero esperar en el Señor, que siempre me ayuda, y no habrá quien me haga desconfiar de Él...»

También debió ser otra diabólica trama la nueva persecución, suscitada en Roma contra el Santo de Cupertino. Cuando subió al solio pontificio Inocencio X, decidió acabar de una vez con todas las disputas que había en torno a los hechos portentosos de fray José y, para esclarecer la verdad y evitar posibles amaños, mandó que se le recluyera en el escondido convento capuchino de Petra Rubra, para librar así a los conventuales de calumniosas maledicencias. Todo fue en vano; pues el ambiente aislador se trocó en nueva exaltación, y aquella recóndita casa convirtióse en centro de peregrinación y manantial de prodigios, creciendo más el frenesí de los fieles. Esto motivó un nuevo traslado a Fesonbrone, pero continuaron allí los éxitos del taumaturgo igual que antes.

Con el cambio de Pontífice, pudieron lograr los conventuales que se permitiera al discutido fraile retornar a vivir entre sus hermanos de la primitiva Orden, y sus superiores le señalaron como residencia claustral a Osimo, en la región de Las Marcas.

Desde que llegó a la que iba a ser su última morada, hasta que enfermó en ella el 10 de agosto de 1663, puede decirse que pasó el ocaso de su vida en un continuado y dulcísimo rapto. Hubieron de separarle de la comunidad y señalarle un oratorio interior, para que celebrase con sus extraordinarios fervores el santo sacrificio, que solía durar casi una hora.

El don de profecía, que había mostrado antes en favor de otros, sirvióle también entonces para conocer la proximidad de su muerte.

Preparóse para el trance final con singular fervor, y pidió él mismo que le administrasen los últimos sacramentos.

Aunque yacía consumido por la fiebre en su pobrísimo lecho, al sentir el toque de la campanilla que anunciaba la proximidad del viático, como impulsado por el resorte de su amor, dio su postrer vuelo para salir, de hinojos sobre el aire, al encuentro de Jesús, exclamando: «¡Oh, véase libre cuanto antes mi alma de la prisión de este cuerpo, para unirse con Vos!»

Después entró en suave agonía, fijos los ojos siempre en lo alto y repitiendo el Cupio dissolvi... [cf. Flp 1,23: “Deseo partir y estar con Cristo...”] ¿Qué contemplaría entonces quien durante su vida disfrutó de tan dulcísimos raptos?... ¡Misterios de la vida interior! Sólo sabemos que sus últimas palabras fueron: Monstra te esse Matrem..., del himno a la Virgen Ave, maris stella. Así entregó su espíritu a Dios este fino amante de María el 18 de septiembre de 1663. Aquel perfume milagroso y celestial, que tantas veces había descubierto su presencia en los recovecos de los conventos, se difundió por todas partes y duró en su celda más de trece años.

José María Feraud García, San José de Cupertino, en Año Cristiano, Tomo III, Madrid, Ed. Católica (BAC 185), 1959, pp. 716-723.
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