San Francisco María de Camporosso

«¿Vas tú o voy yo?» Dado el modo de pensar de entonces, parecía obvio que en la familia Croese de Camporosso, pequeña aldea al límite occidental de Liguria (Italia), alguno de los hijos se inclinase por el estado religioso. Poseían una casa y algunos minifundios de los que sacaban aceite, vino y hortalizas con que se alimentaban en la penosa economía campesina de aquel tiempo.

Tres hermanos había para pasarse la pregunta uno al otro. Dos hermanitos, niño y niña, habían muerto siendo muy pequeños. Fue Juanito, nuestro santo, nacido el 27 de diciembre de 1804, el que se decidió por la vida religiosa. El consejo de una sabia anciana de la familia le ayudó en su propósito; un religioso conventual de su propio pueblo, fray Juan, le proporcionó la dirección concreta.

La decisión tomada por el joven estaba respaldada por el hecho de que su niñez y adolescencia se habían desarrollado dentro de una ferviente religiosidad, de una firme voluntad y de una incipiente disponibilidad para «hacer el bien» a todos. Frecuentaba la iglesia y, apenas llegó a la edad de entenderse con los demás, comunicaba a sus amigos sus pensamientos y oraciones, sobre todo cuando conducía a pastar una vaquilla que garantizaba el alimento de la familia.

Muchas veces, acompañado de la familia, peregrinó al santuario de Laghetto, junto a Niza. Cuando apenas tenía diez años, sus padres le habían presentado a la Virgen con esperanza de obtener para el niño una salud más robusta. Lo consiguieron.

Algunas veces acompañó a su padre en las visitas que hacía a Mentone, donde intentaba poner en marcha un comercio; precisamente durante el regreso de uno de estos viajes fue cuando el muchacho demostró la coherencia de su vida con las palabras aprendidas en el Evangelio. Su padre, Anselmo, según una tradición documentada le había comprado para la ocasión un magnífico vestido; pero el niño al encontrarse con un pobre tan pequeño como él, le había regalado gozoso ese flamante vestido. La reacción de su padre fue una sonora bofetada. Juanito ofreció inmediatamente la otra mejilla, lo que cortó en seco la ira de su padre y le llenó de admiración.

La vocación del joven estaba unida a un secreto impresionante que recordaba como una anécdota misteriosa. Un día que formaba parte de una pandilla de muchachos conflictivos, con actuaciones secretas y equívocas, sintió que una mano invisible lo alejaba imperiosamente de ella.

En la guía de esa misma mano se confiaba, al abrirse ante él un camino del que no veía todavía claro su recorrido.

La meta no podía ser más que una, teniendo a fray Juan como compañero: el convento de San Francisco de Sestri Ponente, donde residía el religioso.

Pensamos que los dos viajeros cubrieron los casi 150 kilómetros de distancia por etapas, al estilo franciscano, es decir, a pie, a lo largo de la fascinante cornisa de la Riviera. El trayecto, además, ofrecía a Juanito la oportunidad de conocer las particularidades de la nueva vida que pretendía abrazar.

No tenemos documentación directa para comprobar el nivel de fervor de aquella comunidad. Seguramente sería parecido al de otras familias religiosas de aquel tiempo, que estaban comprometidas en la restauración, después de los desastrosos acontecimientos de la supresión napoleónica. Por algunas frases, que más tarde se le escaparán al futuro fray Francisco María, parece que se sintió desilusionado.

El 14 de octubre de 1822, los religiosos le concedieron el hábito de la Orden franciscana seglar, confiándolo a la protección del gran santo de Padua. Le pusieron el nombre de fray Antonio; un hermoso nombre que le recordaba el de su madre.

La clase de ocupaciones en las que tuvo que emplearse el nuevo «terciario» en su quehacer diario, fácilmente se pueden sospechar; de lo que estamos seguros es que no ahorraría ningún esfuerzo. Para un hombre maduro como él, la vocación no fue un cómodo expediente, sino una decisión muy pensada. No sería fácil satisfacer su espíritu generoso y ardiente. En esta exigencia interior tendremos que buscar el origen de un cierto malestar que muy pronto brota en su corazón. Deseaba un ambiente distinto de espiritualidad y de sacrificio, pero, ¿dónde encontrarlo?

El buen olfato del campesino iluminado por la fe intuye los «signos» de la Providencia. Un día entró en la iglesia de los capuchinos de la ciudad y quedó hondamente conmovido al ver a un joven religioso absorto en oración delante del tabernáculo. Le impresionó profundamente.

Tal vez ya conocía a un capuchino del convento de San Francisco de Voltri, el padre Alejandro Canepa de Génova. Le abrió su corazón y los dos de acuerdo tomaron las oportunas decisiones.

No hizo caso de los comprensibles consejos de los religiosos conventuales y, sorteados algunos obstáculos, una mañana del tardío otoño de 1824, fray Antonio abandonó sigilosamente el claustro de Sestri y se encaminó rápidamente hacia el convento de Voltri, donde fue acogido con los brazos abiertos. Con la óptima compañía de otro terciario-aspirante comenzó el aprendizaje de la vida religiosa. Le cambiaron el nombre de Antonio por el de Francisco María que fue una divisa y promesa al mismo tiempo.

Enseguida el nuevo postulante brilló por su espíritu de caridad. Un testigo ocular, luego religioso también, lo vio «dar a los pobres la propia comida contentándose él con las sobras». Aquel gesto, unido a su conducta habitual, despertó en torno al joven un sentimiento de estima y admiración. Para él, tal modo de obrar, expresaba sencillamente una coherencia con sus aspiraciones.

La experiencia de Voltri completaba la de Sestri. Hacia finales de 1825 terminaba sus tres años de postulantado. El vicario provincial, padre Antonio de Cipressa, concede la «obediencia» a fray Francisco María y a su fiel compañero, y los dos juntos se dirigen al convento-desierto de San Bernabé en Génova, donde transcurre el año canónico del noviciado.

Novicio capuchino

¡San Bernabé! Este convento, edificado en el monte, en medio del valle, dominado por el viento, rodeado de austera pobreza, sacó a flote del ánimo del terciario reminiscencias no dormidas de su juventud: el áspero olor de los campos, la cabaña de San Andrés que la familia poseía en la campiña. Se sintió inmediatamente como en su propia casa.

El noviciado estaba en plena floración, gracias a la abundancia de vocaciones nacidas como por encanto, después de las frías brumas de la tormenta revolucionaria. Los dos recién llegados se sumaron a otros siete aspirantes a hermanos no clérigos que, juntamente con dieciséis novicios clérigos, formaban el noviciado. Fray Francisco María optó por la clase laica. Ciertamente que su deficiente instrucción, recibida de un maestro sacerdote, hubiese sido demasiado pobre para una ulterior formación escolástica; sin embargo, como se demostrará más tarde, estaba dotado de un cociente de inteligencia normal. Posteriormente comentará su decisión con una persona de su confianza, citando el ejemplo del seráfico Padre que no quiso ordenarse de sacerdote porque «era preferible ser humilde y obediente». Los dos postulantes tomaron el hábito la mañana del 17 de diciembre de 1825. Muchos testigos de los procesos de beatificación recordarán sus actitudes durante el noviciado. El maestro, padre Bernardo de Pontedecimo, insigne por su sabiduría y discernimiento, recordaba que «debía moderar el fervor del novicio» porque era insaciable. Los compañeros atestiguaron que fray Francisco María «era bueno y afable con todos»; y fray Tomás, su fiel amigo desde la primera hora, estaba convencido de que fray Francisco María, desde el primer momento, «fue apreciado y estimado por todos». No se conservan otros informes que nos ofrezcan mayores detalles sobre el año de prueba de fray Francisco María y de las circunstancias que lo rodearon. Su línea y su programa de vida y «conversión» se mantuvo constante y tenaz. El noviciado se concluyó con la profesión el día 17 de diciembre de 1826.

Limosnero por los pueblos

El nuevo profeso tenía veintidós años y la experiencia del noviciado le aportó madurez y firmeza en su vida. Los superiores lo destinaron al convento principal de la provincia, Santísima Concepción de Génova. Este traslado, para alguien menos experimentado, podía haber sido traumatizante. A diferencia del solitario y silencioso San Bernabé, el convento curial estaba poblado de varias decenas de religiosos en número equilibrado entre no clérigos y sacerdotes.

Las tareas de aquella imponente masa de religiosos eran muy diversas. Había que llevar adelante entre todos la típica vida de un convento, con la práctica de la llamada observancia regular, diurna y nocturna, y la normal actividad del ministerio sacerdotal. Aquí estaban centralizadas algunas actividades y servicios referentes a toda la colectividad provincial: la curia, la enfermería donde se hospedaban los ancianos y enfermos, una rica biblioteca, la fabricación de la tela para los hábitos. Una vida intensa y penitente se desarrollaba en el convento de la Santísima Concepción. La comunidad se recuperaba lentamente del período tormentoso de inestabilidad y dispersión.

No cabía pensar que al recién llegado se le confiasen inmediatamente los trabajos de mayor responsabilidad. No sabemos cuales fueron sus ocupaciones a lo largo de cinco años. Pudo ser enfermero, cocinero, hortelano, sacristán, según las exigencias del organigrama de un convento tan complejo como el de Génova. Nadie lo sabe con seguridad. El recién profeso, sin una responsabilidad determinada, ayudaba en algunas de estas faenas según las órdenes que recibía o según su libre y generosa disponibilidad. «Siempre infatigable y sereno -se lee en los procesos-, se hallaba a punto para echar una mano a sus compañeros de trabajo».

El paso por los trabajos más humildes constituyó un entrenamiento para el nuevo giro de su vida y tuvo un influjo decisivo en su desarrollo posterior y, ¿por qué no?, echó los cimientos de su espiritualidad.

El año 1831 el limosnero de los pueblos, fray Pío de Pontedecimo, comenzó a sentirse imposibilitado irreversiblemente. No podía más. Los superiores le dieron como ayudante al joven Francisco María. Tras un breve período de adiestramiento podía sustituirle en su puesto. La zona de recolección era el valle de Bisagno, la montaña de la ciudad; el recorrido le obligaba a estar ausente del convento algunos días, sobre todo si visitaba las casas de campo.

Aprendió inmediatamente que pidiendo se puede dar también. A cambio de las humildes limosnas de los campesinos, él les sugería palabras de fe como catequesis espontánea y eficaz. A la provocación grosera y cruel de unos muchachotes que un día lo apedrearon, respondió con la inesperada reacción de besar la piedra que le había herido. A los «señores» Sauli, en cuya casa se hospedaban los religiosos por la noche, lo mismo que a sus criados, les dio ejemplo de humildad y devoción. Para el anciano hermano, al que acompañaba, guardó toda clase de atenciones, le preparaba un plato caliente, mientras él se contentaba con las sobras; para el anciano reservaba la cama, mientras él descabezaba el sueño sobre la escalera.

En poco tiempo trazó la «regla», el «estilo de vida» que mantendría en sus relaciones con el pueblo. La experiencia como limosnero por los pueblos fue muy intensa, pero no duró demasiado. Cerca de dos años solamente.

Limosnero por las calles de la ciudad

La limosna era importantísima para la economía conventual de aquellos tiempos. Diez religiosos no clérigos se encargaban del suministro de la fraternidad de la Santísima Concepción. La limosna recogida en la ciudad era mucho más importante que la recogida por los pueblos; con ella, prácticamente, cubrían las necesidades normales los hermanos limosneros.

Para facilitarla, la ciudad estaba dividida en barrios. Por la mañana, cada hermano se enteraba en el tablón especial, todavía conservado, cuál era el barrio que le tocaba recorrer para realizar su humilde trabajo; así, a una determinada hora salía a la calle acompañado del imprescindible muchachito de seis a diez años, escogido entre las familias más adictas al convento. El niño estaba encargado de recibir en su bolsa, colgada al cuello, el dinero. El religioso, en la alforja que llevaba al hombro, echaba las limosnas en especie.

Comprobado el magnífico resultado de fray Francisco María en el valle de Bisagno, el padre guardián lo destinó a la ciudad. Para entonces ya había adquirido una buena carta de presentación. Si entre los hermanos gozaba de estima y estaba considerado como «un buen religioso», entre el pueblo, a través de la rápida difusión de anécdotas y noticias edificantes, la fama del joven religioso era todavía más cotizada. La gente lo había descubierto muy pronto y, ya en 1834, la aparición matinal de fray Francisco María en la popularísima calle «del Campo» atraía apresuradamente a las mujeres, que pretendían besarle la mano o la manga y lo saludaban llamándole «fray beato». El buen fraile, enflaquecido por la penitencia, de figura severa y, al mismo tiempo, dulce y buena, sonreía, tratando de escapar a los apretones de aquellas almas devotas, alejándose delicadamente, como lo asegura el viajero y escritor francés Augusto Jal, testigo ocular de la escena.

Esto no era más que el comienzo de una de tantas jornadas que se repetirían a lo largo de los años hasta su muerte.

Por la mañana, en el convento, participaba en el mayor número de misas posible; al muchachito que le esperaba, le preguntaba antes que nada si había desayunado, con intención de servirle enseguida el desayuno. Recitaban una breve oración en la iglesia y luego se ponían en camino. Con el niño hablaba de temas formativos y le enseñaba el catecismo; con la gente no perdía el tiempo en conversaciones inútiles; se acercaba a las tiendas y almacenes, llamaba a las puertas, pero esperaba antes de entrar. Si pasaba cerca de una iglesia siempre entraba a visitar al santísimo Sacramento. El recorrido terminaba hacia el mediodía. A esta hora se dirigía hacia el local del que disponían los religiosos como central para organizar todo lo recogido; el muchacho se marchaba a su casa y el religioso regresaba a su convento. Si era tarde, el niño subía también a la Santísima Concepción para comer.

Aparentemente, fray Francisco María repetía todos los días lo mismo, pero cada uno tenía algo de especial. La limosna, como fuente de santificación, no era algo nuevo entre los capuchinos. Nuestro hermano había escogido como protector a san Félix de Cantalicio, el famoso limosnero de la Roma del siglo XVI, a quien se encomendaba con frecuencia. El modo de realizar su humilde trabajo era muy personal, como lo había sido el de su modelo.

El «diálogo» con la gente

Pedir sí, mas, sobre todo, dar. Gracias a su pronta disponibilidad estableció un «diálogo» con la gente que alcanzó una extrema intensidad, de tal manera que cualquier historiador, no puede profundizar en la vida de la Génova del siglo XIX, si olvida la presencia discreta y generosa del hermano capuchino que, desde los primeros momentos, el pueblo bautizó con el nombre de padre santo.

Son los años de anhelos e impulsos hacia el progreso de la ciudad, de las primeras industrias, de su nueva actividad marinera y mercantil, animada por las máquinas de vapor y el ferrocarril.

La vieja Génova, refugiada desde siglos en sus estrechos callejones, rompe el cerco de sus muros antiguos en busca de un nuevo aire y confía sus ansiedades cotidianas a un humilde capuchino. Las grandes y, más todavía, las pequeñas ansiedades de la vida sencilla que experimenta el pueblo zarandeado por las nuevas fuerzas, que se mueve y se agita, tratan de abrir nuevos caminos y crear nuevas empresas.

El padre santo escucha, escucha siempre: a la niña que padece de los dientes; a la pobre dependiente que está triste porque ha perdido la medallita que le regaló el hermano; al hombre emprendedor que proyecta nuevos negocios y pide consejo; a las madres que piensan de continuo en sus hijos bajo las armas; al sacerdote escrupuloso y a la gente preocupada por las repetidas amenazas del cólera...

El diálogo es cada día más amplio porque el religioso no se asusta ante ningún caso. Si le buscan para que visite un enfermo, emprende incluso un viaje incómodo a pie en medio de la nieve; si le piden que interceda para que rebajen el tiempo de prisión a un encarcelado, da vueltas hasta dar con alguien que tenga influencia.

La vida del padre santo está sembrada de anécdotas. Sus florecillas, saturadas de gracia y frecuentemente envueltas en algún milagro, reflejan de modo evidente el escenario de la ciudad en el incesante devenir de cada día.

De muchos limosneros capuchinos se recuerdan dones especiales de ciencia infusa. Ellos, los ignorantes, sabían hablar de teología y eran reclamados por personajes civiles y eclesiásticos como consejeros. Para fray Francisco María la ciencia de Dios consistía en la catequesis sencilla y en la exhortación a alejarse y purificarse de los pecados, en el consejo de buscar en la Eucaristía y en la oración la fuerza que necesitamos. Sus interlocutores, sin excluir tampoco a la gente cualificada, eran las amas de casa, las tenderas, los cargadores del puerto, que encontraba por la calle o en alguna escalera.

A todos les anunciaba, con un lenguaje simple y sin pretensiones, y, más aún, con su entrega personal, el Reino de Dios. A pesar de su candor y la limpieza de su mirada, se daba cuenta del mal, del que no se dejaba contaminar; su programa, por encima de todo, consistía en ser «activista de la paz» entre las familias y los vecinos. Unánimemente lo aseguran los testimonios sobre su vida.

Dios le había concedido privilegios especiales para cumplir esta misión. Respondía a las preguntas sin que se las hubieran formulado, leía los pensamientos más ocultos tras recogerse interiormente, hablaba de cosas futuras y lejanas. Su persona parecía que estaba presente hasta en los caminos y sendas no frecuentadas por él. Desde fuera de la ciudad y desde otras regiones le llegaban cartas a las que respondía fatigosamente. Sólo una mínima parte de esta abundante correspondencia ha llegado hasta nosotros.

Coordinador de los limosneros

Las pruebas de sensatez demostradas en sus relaciones con tanta gente, el prestigio innegable que el religioso había adquirido ante el público y entre sus hermanos religiosos, indujeron a los superiores a confiarle, después de 1840, una responsabilidad especial, típica de la tradición capuchina: el ser «hermano mayor», es decir, el guía y coordinador del numeroso grupo de hermanos limosneros.

Este cargo recibía el nombre de coordinador de los limosneros. Se le reconocía exteriormente porque llevaba, colgada del brazo, la característica cesta de mimbre, tejida con la técnica propia de la artesanía capuchina. Pertenecía a su especial competencia la recogida de algunas cosas que podríamos llamar de lujo y que, preferentemente, estaban destinadas a los enfermos, tales como café, azúcar, cacao, chocolate. Por esta razón, solamente él gozaba del privilegio, reservado a los capuchinos, de entrar en el «puerto franco», más allá de la aduana, donde los comerciantes tenían sus oficinas, los entonces famosos despachos y los depósitos de las mercancías más caras. La prohibición de entrar era tan severa que el niño que le acompañaba tenía que esperar fuera. Otra obligación del «coordinador» era también la de proveer a los religiosos de cuanto no se obtenía por la limosna ordinaria, como ropas personales, pañuelos, etc.

En el convento de la Santísima Concepción tenía reservado un local como depósito para conservar y distribuir estos objetos o mercancías. También era de su competencia, según una larga tradición, la administración de las limosnas de misas, lo que suponía manejo de dinero. Por añadidura, caía bajo su responsabilidad designar por la mañana a cada uno de los hermanos limosneros su barrio respectivo y resolver las dificultades y posibles divergencias.

Esta posición privilegiada, si así podemos llamarla, ofrecía a fray Francisco María la oportunidad de prestar nuevos servicios en favor de todos. Un hecho insólito en la actividad del santo fue su incansable generosidad por medio de los bienhechores en favor de los necesitados, de las iglesias y de otras instituciones. Atendió a su sobrinita, Luicita Gibelli, huérfana de madre. Procuró que estudiase; se decidió por la vocación religiosa y tuvo la alegría de asistir a su profesión en la congregación de Nuestro Señor del Huerto (Gianelline) de la que, andando el tiempo, llegaría a ser superiora general. Una especial preferencia demostró por su pueblo natal Camporosso. Le regaló lampadarios y otros objetos de ornamentación y culto. Para las capillas, que le recordaban las devociones de su infancia, regaló también algunas cosas. Igualmente en los libros de crónicas se cuentan otros muchos servicios que prestó a los hermanos y a los conventos.

Sobresalen, de igual modo, las ayudas pecuniarias oportunas y continuadas a favor de familias e individuos en situaciones desesperadas. Gracias a su ayuda, una pobre muchacha de Livorno, que buscaba trabajo en Génova, encontró dentro de un paquete, depositado en una tienda, una oferta providencial de empleo. En una carta de acción de gracias al marqués Carlos Bombrini por una «imprevista e inesperada» limosna, le comunicaba que eran tales y tantos los pobres que le asediaban que no sabía cómo hacer.

Durante los procesos de beatificación, como es obvio, estas actividades ofrecieron un cebo fácil para las objeciones del promotor general de la fe. Se recordó a este propósito una intervención del ministro general de la Orden cuando visitó la provincia en 1847. Pero los testigos más importantes estaban al corriente de estas actividades y declararon que las hacía con la debida autorización. Después de la visita del ministro general continuó con estas obras de caridad, apoyado, sin duda, en su irreprensible prudencia y pobreza, además de la rigurosidad en el desempeño del cargo que con plena confianza le habían confiado.

El manantial de su vida

Las relaciones públicas del padre santo eran el reverso de una moneda, mientras la cara la iba grabando delicadamente con su vida de fraternidad, en las silenciosas horas de la noche.

«Tened fe, tened fe», era la recomendación que escuchaban frecuentemente los que solicitaban su ayuda. Él vivía de la fe. Justamente, esta íntima adhesión de su mente y de todo su ser a la verdad le permitía colocar en el sitio exacto cualquier situación propia y de los demás. Sus gestos, sus palabras y, en particular, sus cartas, nos señalan el hilo conductor de su espiritualidad: la aceptación humilde y generosa de la voluntad de Dios, que es «siempre justa, siempre santa, siempre amorosa, siempre paternal con nosotros».

Una intensa presencia de Dios en su vida alimentaba y expresaba esta fe. La oración era la aspiración más constante de su vida y, cuando la obediencia le imponía obligaciones que ocupaban todo su tiempo, se valía de algunas estratagemas para dedicar algunos ratos a la oración. Asistía asiduamente a las funciones litúrgicas de la fraternidad, visitaba frecuentemente las iglesias que hallaba en su recorrido de limosnero, prolongaba las horas de la noche dedicadas al recogimiento y a la meditación, cuyos temas eran preferentemente los dolores de Cristo siguiendo la genuina tradición franciscana. El viernes santo, recordaba un testigo, «se dibujaba en su rostro la congoja de su corazón».

Su piedad, viril y auténtica, no desdeñaba las manifestaciones espontáneas y populares del pueblo llano. La gente debía pedir los favores a Jesús Nazareno, a la Virgen de las Gracias o del Carmen, que eran las advocaciones más conocidas de la ciudad, o también a san Antonio, san Félix, santa Catalina, san Juan Bautista de Rossi (canonizado en 1860), pero no a él. Luego resultaba fácil al religioso esquivar dulcemente las alabanzas: «Yo no he hecho nada, fue la Virgen la que os salvó».

Su integración con el pueblo de Dios que cree y espera, daba a su piedad una dimensión eclesial conmovedora. Sentía en lo más íntimo el ambiente adverso al estado religioso; le hubiese gustado manifestar su indefectible fidelidad al papa viajando a Roma, el único deseo manifestado exteriormente que no pudo cumplir. Percibía muy vivamente las necesidades de la Iglesia y favoreció de todas las maneras puestas a su alcance las vocaciones masculinas y femeninas. En su período de intenso dinamismo evangelizador sintió la llamada a las misiones: «¡Oh, si fuese joven y pudiera acompañar a nuestros misioneros!»

Su programa, coherente con la fe, era de permanente conversión. El seguimiento de Cristo para él consistía en transformar el hombre viejo en hombre nuevo por medio del constante control de sí mismo.

No se dejaba distraer o trastornar por el halo de cariño y gloria que le rodeaba. Le llamaban santo, pero él comentaba con seguridad y asombro: «Se necesitan muchas cosas para ser santo». Algunos marineros llegaban jadeantes al convento, apenas desembarcados, para darle las gracias; un marinero aseguraba sin titubeos que le había visto sobre el palo mayor de su barco cuando estaba a punto de naufragar en el canal de La Mancha; el religioso, fingiendo ignorancia y asombro, le contestaba: «Mira, yo a rezar voy a la iglesia, no sobre los árboles».

La seguridad en sí mismo provenía de su constante avidez de sacrificio y de penitencia. Tenía grabado hondamente en su espíritu, desde los duros años de Camporosso, que el Evangelio había que seguirlo sin atenuaciones y sin disculpas. La pobreza, la mortificación, la renuncia de sí mismo eran las normas indeclinables de su vida: «Vale más una hora de sufrimiento que cien años de deleites», era una de sus frases preferidas. Dormía sobre tablas con un trozo de madera por almohada; cuando visitaba Camporosso, nunca se logró que durmiera sobre la cama, asegura el párroco. Tomaba con alegría las sobras de la comida, y el gesto realizado en unas navidades, cuando después de servir a los pobres la comida pidió al cocinero algunos mendrugos de pan mojados en agua caliente para él, no fue una «florecilla» para la galería, sino la expresión de una actitud. Calzaba siempre sandalias toscas y viejas, nunca se puso un hábito nuevo. Cuando el padre provincial, Valentín de Taggia, en 1848 le mandó ponerse una túnica nueva y dormir sobre el jergón de paja, aceptó la orden con un «sea por amor de Dios». Se sometió tranquilamente al superior cuando en una ocasión ordenó comer carne en día de vigilia; lo mismo sucedió durante un viaje, cuando su compañero, el padre Jaime de Voltri, le recordó el consejo del seráfico Padre de comer de todo cuanto se ponga en la mesa.

Este comportamiento, esta santidad, diríamos, de fray Francisco María se fundaba en un sentido de equilibrio y en una sana libertad de espíritu, abierta a la alegría y a la compresión.

Percibía las vibraciones poéticas de la creación, como nos lo dice el día en que, al escuchar los alegres gorjeos de los pájaros en la plaza, recordó al padre Oracio las palabras de san Francisco: «Tenemos muchos hermanitos que alaban al Señor»; o en la costumbre de colocar una plantita sobre el alféizar de la ventana, que, al decir de uno de los muchachos que le acompañaban a la limosna, estaba siempre en flor.

No nos debemos engañar al contemplar el aspecto austero y reservado de su fotografía. Los religiosos que convivieron con él recuerdan unánimemente que, aun en medio de los sufrimientos y del cansancio, su rostro estaba «siempre alegre y sereno», y la piadosa Magdalena Montobbio, que lo conoció y visitó durante todo el tiempo de su vida religiosa, nos da una elocuente definición de su santidad: «En todo brillaba su santidad verdaderamente amable».

La convivencia en comunidad

Este atractivo no podía nacer más que de la irradiación de una paz interior, de una sincera colaboración en la vida de comunidad. Algunas frases y anécdotas de la biografía del padre santo son incomprensibles fuera de su contexto. Durante el tiempo que trabajó como ayudante del cocinero nos encontramos casualmente con un caso curioso que confirman muchos testigos. Cogió la costumbre de tener una piedrecita en la boca para ejercitarse en la paciencia y en el silencio, a causa de las frecuentes interrupciones en el trabajo que tenía que aguantar por parte de los religiosos, que, por una razón o por otra, venían a molestarlo.

El joven religioso buscó desde entonces una regla de oro para la convivencia en medio de la numerosa comunidad. La encontrará un poco más tarde en un escrito hallado en su celda, ocupada anteriormente por fray Félix, otro religioso muy estimado: «Silencio, mortificación, oración». Confiadamente confesará a otros compañeros: ser fiel a estas tres palabritas fue el secreto de vivir en paz con los noventa religiosos de la Santísima Concepción.

Fray Francisco María comprendía la enorme importancia que tiene la paz dentro de una comunidad y aceptaba como ejercicio ascético las dificultades que de ello se derivaban. «Paz con Dios, paz con nosotros mismos, paz con todo el mundo». En el ámbito de la familia religiosa siempre se esforzará para que los frailes conserven la caridad y, si alguna vez se le hiere o se pierde, para que lo más pronto posible se recupere.

Los actos de los religiosos no todos estaban inspirados en los más altos ideales de la vocación. Las tensiones del iluminismo y los efectos de la revolución civil marcaron profundamente a los miembros de la comunidad, y sus relaciones se resentían por estas circunstancias. Fue relativamente fácil y de modo positivo la recuperación de la actividad sacerdotal, lo mismo que las relaciones sociales; por otra parte, la provincia conoció un maravilloso relanzamiento del ideal misionero. Sin embargo se notaba un sufrimiento interior; los ánimos no estaban serenos. El punto débil radicaba en usos privados y en la tendencia al individualismo proveniente, sin duda, de la supresión y de la amenaza latente que de un momento a otro podía repetirse.

Además, «los proyectos, las esperanzas y la ebullición» que agitaban al mundo exterior, se reflejaban en el interior del convento. Algunos, para usar la pintoresca expresión de un documento, tenían «ideas italianas a la moderna», que demostraban de cuando en cuando clamorosamente. La intervención del ministro general, Venancio de Turín, que giró la visita a la provincia en 1847 e impuso una serie de normas, no consiguió llevar la tranquilidad; más bien, las perspectivas de un porvenir poco seguro agudizaron el problema de la obediencia y de la pobreza que no aceptaban de buen grado algunos religiosos y que provocó una querella mantenida a lo largo de muchos años. La tradicional austeridad muy rígida de los capuchinos sufría en aquel momento las arremetidas y asaltos de las nuevas costumbres «mundanizantes», que los más conservadores juzgaban profanaciones.

El padre santo se movía entre las dos corrientes, manteniendo su programa de sufrimiento y de tenaz partidario de la paz. Lo expresaba en sus gestos forzosamente significativos: decir oportunamente una palabra, ayudar a los demás y salir al encuentro de sus necesidades, sin olvidar a los más solos y tristes, como aquel compañero de noviciado a quien visitaba regularmente en el sombrío lugar de su internamiento, el manicomio.

Un compañero nos cuenta el programa de perfección que cumplía a rajatabla: «Hacerse santo sin que el mundo se dé cuenta». De hecho, en el círculo de la comunidad se notaba su presencia más por esta fidelidad sensata y su silenciosa virtud que por hechos extraordinarios. Los religiosos fervorosos se sentían reanimados, los menos fervorosos se mostraban inquietos.

Su ofrecimiento

Muy pocos acontecimientos interrumpieron el trabajo del padre santo. Aparte de alguna peregrinación que realizó, según costumbre, a sus santuarios queridos, en raras ocasiones se alejó de Génova. Viajó algunas veces a Camporosso para cumplir sus deberes filiales con sus ancianos padres; la última vez en el verano de 1852; en 1853 visitó Novi Ligure. El 8 de septiembre de 1862 asistió a la profesión religiosa de su sobrina en Chiavari, a la que visitó una vez más en 1865, en Novi.

En la ciudad se produjeron muchos acontecimientos, pero en ellos su presencia fue más de espectador que de actor. En particular durante las revueltas jornadas de la insurrección de Génova en 1849, no es probable que tomase parte directamente.

La figura del religioso que baja a diario desde los capuchinos hacia la ciudad, envuelto en la humildad de su oficio, no se alteró a lo largo de los años.

Con el pasar del tiempo, su imagen alta y austera comenzó a acusar fatiga y cansancio. Por el año de 1863 le aparecieron varices en sus piernas. Las de la izquierda cicatrizaron y prefirió no someterse a una intervención quirúrgica; en la derecha se le presentó, además, una «costra callosa» debajo de la rodilla, debida probablemente a su costumbre de estar arrodillado. El cirujano, fray Petronio, le practicó una incisión que le retuvo en cama durante cuarenta días y le obligó a llevar una polaina. A finales de 1865 volvieron las molestias y el médico, padre Apolinar, le sometió a nuevas operaciones.

El espíritu se mantenía activo, pero la carne se hallaba enferma. Otras pruebas delicadas le esperaban a nuestro hermano al aproximarse el término de su vida.

En la primavera de 1866 se celebró el capítulo provincial. Al reflexivo y taciturno Alejandro de Rovereto sucedió en el cargo de provincial el decidido y rígido Juan de Acqui. Los ánimos continuaban tensos porque fuera se recrudecía la borrasca. Como parte del exigente programa de gobierno, el provincial nombró superior de la Santísima Concepción al padre Anacleto Dagnino de Génova, reconocido como de carácter áspero y fogoso. No disimulaba su admiración ante la virtud de su súbdito, pero dentro de la línea de disciplina que impuso a la vida conventual, también impuso algunas normas a fray Francisco María. Le sugirió que no le gustaba que acudiera a la portería con tanta frecuencia y le ordenó que entregara todo lo que administraba, tanto si provenía de las limosnas como de las donaciones del puerto franco. Total, que le relevó de la gestión del depósito del que hemos hablado anteriormente y del resto de las limosnas. Hubo religiosos que criticaron severamente tales normas. Fray Francisco no se inmutó y el mismo padre Anacleto declara que «inmediatamente y simplemente lo entregó todo».

Por algunas alusiones inocentes e inadvertidas del religioso, sus devotos intuían algo raro y doloroso; comprendían que se avecinaba rápidamente la muerte de su bienhechor. Con demasiada frecuencia repetían sus labios la expresión, por otra parte habitual en él: «El cielo, el cielo».

Entre tanto comenzaban a oírse noticias siniestras. Reaparecía de nuevo el cólera en algunos casos aislados; los barcos estaban sometidos a cuarentena.

A primeros de agosto de 1866, fray Francisco María pidió que le dejasen visitar los santuarios marianos de los alrededores. Alguien le propuso quedarse en Nuestra Señora de las Gracias en Voltri; le respondió: «Dejadme marchar». Tenía prisa. En su mirada se adivinaba una profunda tristeza. ¿Qué le pasaba? El 5 de agosto se reconoció «oficialmente» la presencia del cólera en Génova; una mujer contrajo la infección. La misteriosa sensibilidad de las almas hizo sentir también al padre santo todo el drama y el miedo de su gente, de su ciudad. Estar lejos hubiese sido una traición.

Sus días se desenvolvían a un ritmo distinto. Animaba a sus devotos y les regalaba imágenes con la bendición de san Francisco. A algunos más íntimos les ofrecía una reproducción de su propia foto que, por obediencia, le había sacado un fotógrafo a punto de malograrse; dirigía insistentemente a todos palabras de fe, de esperanza, sin ocultarles explícitamente su próxima desaparición. Por la noche alargaba sus oraciones penitenciales. El padre Oracio lo sorprendió en una ocasión «abandonado en sí mismo, absorto, como si durmiera». Al día siguiente él mismo confesó al padre cándidamente: no dormía, sufría terriblemente al enterarse de cómo se extendía la epidemia, y se ofrecía a sí mismo y a los otros religiosos para calmar la ira divina, para que se convirtieran los pecadores... El ofrecimiento no fue en vano.

El sacrificio

El cólera continuaba segando víctimas. El padre santo todavía recorría las calles, pero vivía en su propio cuerpo ya gastado la «pasión» de la ciudad. En una ocasión lo tuvieron que llevar al convento en silla de manos; en bastantes otras se vio obligado a descansar en casa de bienhechores o amigos para poder continuar después. Cierto día entró en el convento de la Annunziata de Portoria y dejándose caer pesadamente sobre un arca, se desfogó contra sí mismo: «Esta carroña ya no puede más».

Su situación, anota el atento portero del convento, no le impedía de ninguna manera complacer a los que le buscaban. Pero una mañana -era el 14 de septiembre, día de la Santa Cruz-, hacia las ocho, el padre santo, al salir de la iglesia donde había comulgado, le dijo a fray Luis de Breccanecca que era el portero: «Si alguno pregunta por mí en la portería, yo no vuelvo más a ella». El portero se sorprendió, por lo que fray Francisco María añadió: «Yo sé por qué».

Internado por obediencia en la enfermería, dijo con alegría al padre Luis de La Spezia: «Pronto iré a Staglieno» (el cementerio de la ciudad), y a fray Nazario de Gavi, muy amigo suyo: «Consuélate, espero entrar en el cielo; rogaré por ti».

Poco tiempo estuvo en cama; el 17 de septiembre de 1866, día de las Llagas de san Francisco, a las cinco de la tarde, «con pleno conocimiento, sereno y tranquilo, después de recibir los santos sacramentos», se durmió en el Señor. El médico, Luis Garibaldi, que estaba presente a la hora de la muerte, certificó que su causa había sido «el cólera fulminante que asolaba a Génova».

La conmoción sacudió a la ciudad. No era solamente la comunidad religiosa que perdía uno de sus miembros; era toda la comunidad ciudadana la que lloraba a su amigo, a su bienhechor, a su padre santo. Toda la prensa, incluida la más hostil a los religiosos, se hizo eco del acontecimiento. La modulación de la noticia y su acento expresivo fueron diversos, pero todos coincidieron en un sincero y único pesar.

Pío XI lo beatificó el 30 de junio de 1929, y Juan XXIII, al terminar la primera etapa del Concilio Vaticano II, el 9 de diciembre de 1962, lo canonizó.

Casiano de Langasco, O.F.M.Cap., San Francisco María de Camporosso. La manera de dar pidiendo, en AA.VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo II. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, págs. 99-12

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