Apolinar Morel de Posat, Beato

El 17 de octubre de 1926, Pío XI beatificó a 191 mártires de la Revolución Francesa, víctimas en París de las masacres de septiembre de 1792. Tres de esos mártires pertenecen a la familia franciscana: Juan Francisco Burté, conventual, Apolinar de Posat, capuchino, y Severino Girault, terciario regular. Apolinar nació en 1739 cerca de Friburgo de Suiza. Se educó en los jesuitas, y a los 23 años entró en los capuchinos. Ordenado de sacerdote en 1764, se dedicó con fervor y entrega al apostolado y a las misiones populares; además, lo nombraron maestro y profesor de sus estudiantes de teología. A pesar de la santidad de su vida y acción, tuvo que sufrir injustas acusaciones de herejía e inmoralidad. Destinado a Siria como misionero, fue a París en 1788 para instruirse en la lengua y cultura asiática. En la capital francesa ejerció también el apostolado, un tiempo clandestino, dedicado en particular a los alemanes. Por negarse a firmar la Constitución civil del Clero, impuesta por la Revolución, fue encerrado en el convento de los Carmelitas de París el 14 de agosto de 1792, y asesinado el 2 de septiembre del mismo año.

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BEATO APOLINAR DE POSAT
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.

Pocas veces ha recogido la Iglesia Católica mayor número de palmas y laureles que durante los días calamitosos de la Revolución Francesa. Los corifeos de la impiedad, al perseguir y sacrificar en las aras de la fe a incontables víctimas, creyeron que el catolicismo sufriría un golpe decisivo, mortal; pero sucedió precisamente todo lo contrario. La Iglesia de Cristo sale siempre de los combates más fuerte y más gloriosa.

Aquellos torrentes de sangre cristiana vinieron a hermosear, como en los tiempos de Diocleciano y de Nerón y de otros perseguidores, la diadema triunfal de la Iglesia. El año 1926, el Sumo Pontífice Pío XI puso su sello de inmortalidad sobre los restos casi olvidados de ciento noventa y un mártires de París, elevándolos en masa al honor de los altares. Hoy nadie se acuerda ya de los ridículos así llamados «derechos del hombre», que no eran otra cosa que un burdo insulto a la libertad humana y una máscara para disfrazar pasiones y odios inconfesables. En cambio, las víctimas de la bárbara persecución brillan con nuevas luces y proyectan vivos resplandores sobre la Historia, atrayendo las miradas de todos los espíritus nobles y el homenaje de todos los cristianos.

La cosecha de aquellos días fue muy abundante; y los frutos maduros que Dios recogió en sus trojes eternas no tienen número, y algunos tampoco tienen historia.

La matanza llevada a cabo en París en los primeros días de septiembre de 1792 fue un capítulo de tal ferocidad y de tal magnitud, como pocas veces ha presenciado el mundo. Más de mil trescientas víctimas, según cálculos aproximados, pagaron con su sangre, sólo en París, el delito de sostener los principios católicos con energía y con amor. Las cárceles de la Abadía de San Germán, La Force, Le Châtelet, El Carmen, San Fermín, La Salpêtrière y otras muchas quedaron llenas de cadáveres. Pero la Commune de París no se contentó con enrojecer de sangre las prisiones de la capital; por medio de una infame proclama circular, los asesinos llevaron su satánico furor a muchas otras ciudades y campos de Francia, y el suelo de la patria quedó sembrado de cruces y de coronas.

Entre los mártires de París beatificados, había un capuchino, el Padre Apolinar de Posat, simpática figura de noble continente y de rasgos propios e inconfundibles.

El martirio del Beato Apolinar nos era casi desconocido. Escaseaban los documentos que orientan al historiador, faltaban los datos que le iluminan y le guían. El mártir capuchino era uno de tantos, entre el numeroso conjunto de héroes de aquellos días alborotados y siniestros. La última etapa de su vida, la más interesante y la más gloriosa, era conocida únicamente de Dios, que penetra el interior de cada una de sus criaturas. Las modernas investigaciones y el hallazgo providencial de los documentos oficiales, han venido a derramar un haz de brillante luz sobre todos los puntos oscuros de la tragedia. Tenemos además un precioso legajo de cartas del Padre Apolinar, conservadas afortunadamente a través de muchos años de polvo y de olvido.

Los mártires del Carmen de París, capitaneados por el santo arzobispo de Arles, Monseñor Juan María de Lau, fueron asesinados sin más formalidades que un simulacro de juicio y una sentencia premeditada. En el mismo caso se encuentran las víctimas que cayeron bajo el puñal sectario en las numerosas cárceles de Francia. Hoy la Historia va descubriendo y glorificando los nombres de aquellos valientes confesores de la fe católica.

Nuestro Padre Apolinar nació en 1739 en el pueblecito suizo de Préz-vers-Noréaz, del cantón de Friburgo. En el bautismo recibió el nombre de Juan Jacobo. Juan Morel e Isabel Maître fueron sus padres, honrados y piadosos. El nombre de Posat que lleva nuestro santo le vino del pueblo originario de su familia.

Su infancia fue un continuo progreso en la virtud y en los estudios. Debía poseer una memoria envidiable, pues conocemos sus brillantes notas en los exámenes de Literatura y Lenguas y en otras ciencias de aquellos años juveniles.

En el célebre colegio «San Miguel», de los jesuitas de Friburgo, fundado por San Pedro Canisio, cursó la Filosofía con tanto aprovechamiento, que su maestro le señaló para que sostuviera públicamente una tesis de especial importancia. Juan Jacobo Morel cosechó, en aquella ocasión, los primeros laureles de su vida.

Al mismo tiempo, el joven estudiante daba señales inequívocas de una sólida y bien cimentada virtud: sus costumbres angelicales, sus palabras siempre bondadosas y castas, su humildad y su fervor religioso hacían de él un estudiante de cualidades superiores, ejemplo vivo de perfecta conducta cristiana para todos sus condiscípulos.

Los profesores de Friburgo estaban orgullosos de Morel, y felicitaban frecuentemente a los dichosos padres del mejor estudiante del colegio.

La virtud de Juan Jacobo no era la clásica timidez de los niños piadosos; comenzaba a manifestarse con energía y con valor admirable, dando a entender lo que sería el joven andando el tiempo. Su alma tenía ya los perfiles de las almas varoniles y apostólicas; nada le hacía retroceder en el camino del bien, ni las burlas de sus frívolos compañeros, ni las seducciones de la juventud, ni el ambiente poco propicio para la vida del espíritu.

En la iglesia del colegio se le veía con frecuencia, en actitud reverente, adorando al Dios de los sagrarios; se acercaba todas las semanas a la mesa eucarística, y animaba a sus amigos a comulgar con él; saludaba a la Virgen dondequiera que encontraba alguna de sus imágenes, y daba muestras de intensa vida interior.

A los veintitrés años, Juan Jacobo era un brillante filósofo, y la vida se le presentaba con todos sus atractivos. Pero en su corazón había un deseo de mayores alturas, y sentía que Dios era el único que podría llenar completamente las ansias de su alma. «Tal vez en un claustro -pensó el joven- hallaré lo que busco».

Durante algunos meses pensó reposadamente en elegir una Orden religiosa que fuera conforme con los propósitos de su espíritu y con la firmeza de su carácter. Conocía varios institutos que le atraían y que, al mismo tiempo, le dejaban perplejo. Los jesuitas de Friburgo, sus maestros, eran excelentes para educar a la juventud en las ciencias y en la piedad; los Padres conventuales y los ermitaños de San Agustín se ejercitaban en obras de celo y de caridad con el aplauso unánime de la población; los cistercienses de Hauterive vivían en continua oración y en apartada soledad. La elección era difícil y había que pensarla seriamente.

Por fin se fijó en los capuchinos. El hábito franciscano le había gustado siempre, como signo de humildad y penitencia. Los capuchinos recorrían el cantón de Friburgo en todas las direcciones, infatigables en la predicación, afables en su trato, elocuentes y apostólicos en sus misiones, irreprochables en su conducta. La gente les miraba con especial simpatía, y hasta los mismos protestantes se convertían a la fe católica ante los argumentos poderosos y convincentes que los capuchinos esgrimían con su santidad proverbial.

El joven Morel había encontrado el ideal que buscaba. Y con la energía propia de su carácter, renunció al mundo, dejó su familia y sus riquezas y se fue al convento de Zug a pedir el hábito capuchino.

Los primeros fervores de la vida religiosa del Beato Apolinar se adivinan a través de las escasas noticias que han llegado hasta nosotros. El año del noviciado debió ser un ejercicio constante de oración, de penitencia y de vida franciscana; y los estudios teológicos con que se preparó para el sacerdocio fueron profundos y completos.

Uno de sus panegiristas escribe: «Después de la profesión religiosa, dio a sus hermanos el ejemplo de una virtud sublime y de una profunda piedad... Observaba con minucioso cuidado todas las costumbres y tradiciones de la Orden, aun las más insignificantes. Hecho sacerdote, celebraba la santa misa con extraordinario respeto, atención y fervor. Era el primero en el coro, tanto de día como de noche. En él se veía brillar una humildad profunda, una pronta obediencia, y el sincero amor de Dios y del prójimo. Era asiduo en el estudio, pero sin detrimento de la oración, según la mente y deseos del Seráfico Padre... Y así como en su vida seglar había llamado la atención del público al defender sus tesis filosóficas, después de vestir el hábito capuchino recogió aplausos y felicitaciones explicando puntos teológicos ante muchos y doctísimos oyentes».

Pero el nuevo sacerdote debía ser, ante todo, un formidable apóstol inflamado en el fuego que consumió a los grandes operarios evangélicos. Uno de sus compañeros escribía con palabras entusiastas: «He vivido siete años con Fray Apolinar; lo he observado y admirado, y he podido dar testimonio de su celo extraordinario por la conversión de los pecadores, instrucción de los ignorantes y catequesis de los niños; puedo decir que conozco pocos misioneros que puedan compararse con él... Todos sus compañeros de misión pueden atestiguar y contar los sudores de su apostolado y el fruto que recogió con sus predicaciones... Hay, además, muchas otras pruebas de su virtud, que los superiores de la provincia han recogido».

Nuestro santo vivió en los conventos de Porrentruy, Bulle y Romont; tuvo una cátedra en Friburgo durante seis años; fue vicario de los conventos de Sión y de Bulle, y al mismo tiempo se dedicaba a la enseñanza de la filosofía entre los jóvenes de las familias más importantes, que buscaban ansiosos al eximio maestro y admiraban su humildad y su cultura.

En 1783 pidió permiso para dejar sus clases, y presintiendo quizá el tremendo combate que le esperaba, quiso fortalecer su alma con el retiro, la penitencia y la oración. Nombrado Maestro de novicios, pasó dos años en Altdorf preocupado únicamente de su santificación y de la de sus súbditos, siendo para los novicios un perfecto dechado de espíritu capuchino, y esparciendo por todas partes la suave fragancia de su virtud. El Padre Apolinar era considerado por cuantos le conocían como un hombre excepcional y perfecto.

Más tarde fue trasladado al convento de Stans y enseñó a los jóvenes religiosos el curso de elocuencia sagrada, y a los niños las primeras lecciones del catecismo, poniendo el mismo interés en las más altas cuestiones de la teología que en los primeros rudimentos de la religión. Tenía una gracia especial para hablar a los pequeños, narrándoles interesantes anécdotas, estimulándoles con premios y regalos, descendiendo hasta el nivel de las inteligencias más oscuras para iluminarlas con luz de su palabra diáfana y llena de encanto. El catecismo del Padre Apolinar cobró tal fama de amenidad y tuvo tanta fuerza de atracción, que la gente corría a la iglesia para escuchar aquellas lecciones sencillísimas del capuchino, verdaderos modelos de pedagogía. Por este tiempo escribió un notable tratado que intituló Método para pensar seriamente en el estado que se ha de elegir, y que demuestra la vasta erudición escrituraria y patrística de nuestro santo.

Otro de los campos más fecundos del apostolado del Padre Apolinar era la dirección espiritual de las almas que acudían a su confesonario. Su amabilidad, su prudencia, sus excelentes consejos eran conocidos y admirados por cuantos llegaban a tratarle en la intimidad. Y el incansable apóstol, sentado casi todo el día en su confesonario, se veía asediado por toda clase de gentes que venían a él, unos para hacer confesión general, otros para pedir su parecer en los más diversos asuntos de conciencia, y otros para adelantar más rápidamente en las vías dificultosas de la perfección. El Padre Apolinar tenía siempre en los labios la palabra justa, oportuna y santa que cada uno necesitaba.

Pero Dios sabe preparar las almas de sus héroes con golpes y amarguras que purifican a los elegidos, mientras que abaten y desalientan a los flacos de corazón. El Padre Apolinar, hombre de virtud acrisolada, de fe invencible y de ciencia vastísima, que era considerado como un oráculo y como un santo, tuvo que apurar hasta las heces el cáliz amargo de la más negra calumnia. La envidia de algunos que no pudieron tolerar sus continuos y resonantes triunfos, dio el primer zarpazo a su ortodoxia: se le acusó de hereje y de blasfemo, se propaló que en la enseñanza del catecismo y en los sermones sostenía errores contra la fe. La tremenda prueba terminó con la más completa victoria del siervo de Dios.

Los enemigos no se durmieron. El segundo golpe fue más diabólico y más tenaz: le acusaron de escandaloso. La castidad invicta del apóstol capuchino fue atacada públicamente con todos los dardos de las lenguas viperinas. Se acudió al soborno y al perjurio, se pagó con largueza a personas viciosas para que esparcieran el veneno de falsas acusaciones, corrieron las más horribles sospechas con la velocidad del rayo; y el mártir habría permanecido mudo e indefenso si los superiores no le hubieran mandado por obediencia que justificara solemnemente su conducta. En medio de la furiosa borrasca, el alma del Padre Apolinar estaba serena y tranquila, descansando en las manos paternales de Dios y en el testimonio de su propia conciencia. El memorial que redactó para defenderse, es un luminoso informe de absoluta sinceridad, la más humilde autoapología de un santo. En esas páginas, breves y magistrales, embellecidas por un destello de encantadora modestia, el calumniado capuchino deshace y desmenuza las burdas invenciones de la envidia; pero al mismo tiempo sabe excusar la malicia del adversario, juzga benignamente sus perversos intentos, perdona la injuria y se contenta con poder reanudar tranquilamente su apostolado, sin pedir sanciones ni castigos.

La heroica mansedumbre del Padre Apolinar no hizo sino exasperar el encono de sus adversarios; y él, en un arranque de entereza y de humildad, pidió a sus superiores que le concedieran retirarse a un convento lejano, para descansar de sus trabajos y ofrecerse a Dios como víctima por sus enemigos.

En abril de 1788 llegó al convento de Lucerna, gozoso y satisfecho por haber sido elegido por Dios para padecer persecución por la justicia.

Aquel descanso no fue más que un alto en el camino, para poder llegar con mayores energías al sacrificio completo a que Dios le había predestinado. Pocos meses más tarde, debiéndose formar una expedición de misioneros valerosos para evangelizar las apartadas y salvajes regiones de Asia, el Padre Apolinar fue invitado para participar en la gloriosa aventura. No podían darle noticia más ardientemente deseada. Su corazón apostólico se inundó de alegría; su ardiente imaginación voló a las estepas asiáticas, donde los errores y los vicios de aquellas gentes esperaban tal vez una palabra de amor y de verdad para caer a los pies de Cristo; quizá soñó también en el supremo placer de los apóstoles: las palmas y coronas del martirio. Cuando salió del convento de Lucerna, en dirección a su soñado ideal, el Padre Apolinar iba radiante y dichoso, como aquel que está cercano a la meta de su carrera; pero, ¡ah!, la corona del triunfo estaba más próxima que lo que él se imaginaba.

Con el fin de que se instruyera en las lenguas asiáticas e hiciera los últimos preparativos para el largo viaje, los superiores lo mandaron a París, hervidero de pasiones por aquellos días, que comenzaba a enrojecerse con los crímenes de una revolución del más fiero libertinaje.

Nuestro santo llegó a la capital de Francia y se dirigió inmediatamente al convento de capuchinos de Marais. Sus tareas sacerdotales comenzaron el mismo día, y al poco tiempo fue conocido y respetado en un vasto sector de la ciudad. Predicaba en francés y en alemán ante diversos auditorios que solicitaban sus elocuentes instrucciones, confesaba a sanos y enfermos, catequizaba a los niños, socorría a los pobres. Su fama llegó hasta los barrios más apartados: el capuchino era considerado como un santo admirable y como un sabio orador.

Los numerosos alemanes de la parroquia de San Sulpicio pidieron con insistencia al Padre Apolinar que tomara a su cargo el cuidado y dirección de sus almas. El siervo de Dios aceptó en el acto, y tuvo que presentarse ante el tribunal de doctores de la Sorbona para rendir el examen obligatorio de aprobación. La prueba fue un nuevo laurel para el misionero, y el docto tribunal le concedió facultades extraordinarias para el ejercicio de su ministerio sacerdotal. Dejó el apartado convento de Marais, y se vio obligado a vivir en una casa particular cercana a la parroquia: la vida del perfecto capuchino no experimentó ninguna variación, y su residencia se convirtió en un pequeño monasterio de rígida clausura.

Muy pronto fulguraron en París y en toda Francia los primeros chispazos del sectarismo revolucionario: el padre Apolinar sufrió sus consecuencias con ánimo varonil y constante. La Asamblea Nacional intentó obligar a todos los sacerdotes que tenían cura de almas, a jurar obediencia absoluta a sus leyes inicuas. El capuchino, con otros muchos colegas valerosos, se negó terminantemente a pronunciar un juramento que combatía y atropellaba los derechos espirituales de la religión católica. La calumnia intentó envolver en sus redes a todos los recalcitrantes. Se difundió el rumor de que el padre Apolinar había jurado la Constitución; y hasta de su misma patria le llegaron quejas amargas que él sufrió con su acostumbrada serenidad. Pero como de su silencio se podía seguir grave daño para la causa católica y una tácita aceptación de la calumnia, escribió un enérgico folleto titulado Los seductores desenmascarados, en el que probaba el sectarismo del juramento nacional, sosteniendo paladinamente que ningún católico podía suscribirlo ni acatarlo. Aquellas páginas eran el más rotundo mentís a las malévolas afirmaciones de sus calumniadores.

La persecución arreciaba de manera alarmante. Los amigos del padre Apolinar temieron por su vida y le aconsejaron que se ocultara en lugar seguro hasta que pasara el peligro. Pero nuestro héroe no sabía de miedos, ni temblaba ante la muerte, antes parecía desearla con toda su alma. Estaba ya maduro para el sacrificio: su valor intrépido merece colocarse al lado del de los primeros mártires cristianos. Las cartas que escribió en estos últimos días de su vida, ponen al descubierto una alma gigantesca, animada de los sentimientos más nobles y sublimes, alma gemela de la de Pablo de Tarso, del Papa San Clemente y de otros esforzados paladines de la fe cristiana.

A uno de sus amigos le escribe en estos términos: «¿Por qué, amigo mío, por qué tener tanto temor por mi cabeza? ¿No sabes que yo debo cumplir con mi oficio? La misericordia de Dios me ha destinado a morir gloriosamente por la fe... ¡Alleluja, alleluja! ¿Por qué me compadeces? Alégrate conmigo, porque, aunque miserable, he sido grato al Altísimo que me ha predestinado para tan glorioso triunfo. Estoy lleno de alegría porque voy a entrar en la mansión del Señor. Allí, querido, allí, Apolinar cantará eternamente las misericordias divinas». Y de esta forma, con frases caldeadas en amor y en celo apostólico, el mártir da rienda suelta a su pluma, sin poder reprimir el gozo de su corazón ante el próximo combate. Está seguro de morir, y esa idea le hace rebosar de un entusiasmo febril que se comunica al lector, le consuela y le enardece. No sería aventurado suponer que muchos de los mártires de París llegaron animosos al supremo heroísmo, debido en gran parte a las cartas y estímulos del padre Apolinar. «No lloréis por mí», dice en otra parte; y pone en sus propios labios las admirables palabras de San Ignacio de Antioquía: «Soy trigo de Cristo; seré molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan inmaculado».

Al padre Provincial de Suiza le escribe en forma parecida: «Os mando uno de los tomos del Concilio, y he dispuesto lo necesario para que recibáis los otros volúmenes después de mi muerte. Repito: después de mi muerte; porque es menester que el fuego, la cruz, las fieras y todos los tormentos del demonio caigan sobre mí. Temo como hombre, espero como cristiano, me alegro como religioso, y, como pastor de cinco mil ovejas, salto de júbilo... A todos mis enemigos y perseguidores presentes, pasados y futuros, los abrazo y les doy el ósculo de la paz, como a mis amigos predilectos... ¡Oh, pecado de Rousseau y de Voltaire! La consecuencia será que los ciegos vean, hablen los mudos, caminen los cojos y se anuncie a los pobres el Evangelio. ¡Alleluja, alleluja, alleluja!»

Las cartas del padre Apolinar, escritas en vísperas de su glorioso martirio, son documentos de fe, de santa alegría y de invicta fortaleza. Sabe que su muerte se aproxima; podría, si lo quisiera, huir o esconderse hasta que cese la persecución; sabe que los esbirros de El Terror han comenzado a buscar víctimas entre los sacerdotes que se niegan a jurar las leyes nacionales; y él continúa sereno en su puesto, visitando a los enfermos, predicando en su parroquia, repartiendo entre los pobres los consuelos de su caridad.

Un día, un grupo de malvados logra seguir de cerca los pasos del capuchino. El padre Apolinar entra en una pobre casa, y sus enemigos se lanzan en pos de él; abren violentamente la puerta de una habitación, creyendo segura su presa, y hallan al santo sacerdote a la cabecera de un moribundo, hablándole dulces palabras de perdón, administrándole los últimos sacramentos, recitando pausadamente las oraciones de los agonizantes. Los sicarios huyeron avergonzados ante aquella escena de caridad cristiana, imponente y augusta dentro de su triste sencillez.

El santo religioso sabe que sus días están contados, que los enemigos le buscan por todas partes, ávidos de su sangre; y para ahorrarles molestias inútiles, él mismo se presenta ante los comisarios Jourdain y Foubert para afirmar categóricamente su fe, asegurándoles que jamás ha pronunciado el inicuo juramento de la Constitución. Antes de dar ese paso decisivo, lo consulta con su Dios, acepta su divina voluntad, y se prepara para el sacrificio celebrando la Santa Misa con un fervor excepcional.

La Asamblea Nacional ordenó la inmediata prisión del padre Apolinar, y el día 14 de agosto de 1792 fue llevado al convento de los Padres Carmelitas descalzos, que servía de cárcel por aquellos días. Allí encontró al célebre y santo arzobispo de Arles, Monseñor Juan María de Lau, a los obispos de Beauvais y de Saintes, los hermanos La Rochefoucauld, y a numerosos sacerdotes seculares y religiosos de toda la nación, cuyo delito consistía en defender los derechos de la fe contra las injusticias de la Constitución nacional.

Uno de los prisioneros, el reverendo Miquet, que pudo escapar milagrosamente, habla en una carta acerca de nuestro mártir: «El padre Apolinar llegó a la prisión con tanta alegría, que todos los detenidos anteriormente quedaron admirados. Desde aquel momento, el capuchino fue objeto de edificación para todos los prisioneros. La mayor parte de ellos acudían al padre Apolinar para confesarse. Hablaba con los tristes para animarles, y con los valerosos para fortalecerse él mismo en su compañía... Trabajaba para hacerse útil a todos, arreglando las camas, las mesas para comer, barriendo la iglesia, y haciendo alegremente los oficios más bajos y pesados».

Hasta aquí llegan las noticias que poseemos sobre nuestro Beato Apolinar. Desde este momento, su figura es nada más que una parte del conjunto glorioso de los mártires de París: los numerosos arroyuelos se unen entre sí, se confunden, pierden sus características propias, forman un solo caudal de imponente grandeza.

Encerrados y vigilados en la iglesia de los Carmelitas, los mártires bendecían a Dios con voces unánimes, se animaban mutuamente para la próxima batalla, tenían todos una alma y un corazón.

Un sacerdote de San Sulpicio leía en voz alta las Actas de los primeros mártires cristianos; y un estremecimiento de entusiasmo corría por aquellas apretadas falanges de víctimas. El momento supremo se acercaba.

Danton, que por una cruel ironía de las cosas se apellidaba Ministro de Justicia, no se contentó con la pena de deportación decretada por la Asamblea contra los sacerdotes detenidos. Quería otro castigo más decisivo y radical: consiguió que la Commune de París cambiara el primer decreto por el de pena de muerte. Uno de sus esbirros más feroces, Maillard, recibió de Danton instrucciones precisas y detalladas para dar el golpe, según decía el ministro, «de manera útil y segura, con precauciones para evitar los gritos de los ajusticiados y para borrar cualquier rastro de sangre».

Danton tenía demasiada prisa por desembarazarse de aquel montón de prisioneros cuya muerte podía provocar un tumulto en el pueblo; además, las amenazas del ejército prusiano que se acercaba a París, le ponían en trance de salir rápidamente de la capital. En la madrugada del domingo 2 de septiembre, los rumores alarmantes se hicieron más vivos; había que consumar el crimen lo antes posible: cada minuto de retardo podía ser para él un paso hacia la muerte.

Maillard, al frente de una banda de forajidos, penetró en el convento de los Carmelitas, dispuesto a ejecutar la horrible carnicería. Los confesores de Cristo fueron sacados violentamente de la iglesia y conducidos al jardín inmediato. Con increíble serenidad y fervorosos actos de fe, obedecieron a sus verdugos que les amenazaban con mazas de hierro y con gritos salvajes. Los sacerdotes se postraron de rodillas, prontos para entregar su vida sin resistencia; se dieron la última absolución unos a otros, y la matanza comenzó con toda la furia de un huracán.

En aquel momento de confusión, algunos prisioneros consiguieron saltar las tapias del jardín y escapar por una de las calles vecinas. Otros se refugiaron en la iglesia.

Los criminales, poseídos de ciego furor, comenzaron a descargar sus armas sobre todos sin distinción: unos morían en el acto, otros quedaban palpitando en un charco de sangre; los asesinos tenían deseos de acabar su obra en poco tiempo, y las víctimas eran más de cien. En breves instantes, los cadáveres cubrieron los caminos y arriates del jardín, el suelo de la capilla, los bancos, la sacristía. Al feroz Maillard le pareció que aquello iba demasiado lento: «No -gritó-, así no; seguidme». Víctimas y verdugos entraron en la iglesia y allí se constituyó un tribunal burlesco ante el cual pasaron de dos en dos los pocos detenidos sobrevivientes.

-- «¿Cuál es tu profesión?», preguntaba el juez. Y los reos contestaban; invariablemente:

-- «Soy católico, apostólico, romano».

Un grupo de hombres armados, que rodeaban el tribunal, se encargaban de hacer enmudecer a los valientes confesores de la fe.

En pocos minutos, ciento trece mártires fueron asesinados brutalmente. Morían sonrientes, tranquilos, dichosos. El comisario Violet exclamó sorprendido: «Yo no comprendo la conducta de estos sacerdotes; van a la muerte como si fueran a una fiesta nupcial».

Los cadáveres fueron sacrílegamente despojados, en medio de una orgía frenética: un baile macabro, movido por el vino y azuzado por el olor de la sangre caliente y por los estertores de los que aún agonizaban, puso un epílogo de horror al drama que acababa de consumarse.

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¿Cuál fue la suerte de nuestro padre Apolinar en aquel confuso y rápido desenlace? No sabemos si fue de las primeras víctimas, o si tuvo que presenciar el bárbaro espectáculo del martirio de sus compañeros, muriendo él al final de la hecatombe. Tampoco sabemos si recibió su palma de mártir en el jardín o en la iglesia de los Carmelitas. Nadie ha podido contarnos los pormenores de su heroísmo, que sólo se adivinan a través de su carácter esforzado y de su ánimo invencible.

El último documento oficial que ha llegado hasta nosotros, es un certificado de defunción que fue remitido al superior de los capuchinos de Suiza, y que nos permite suponer que los restos de nuestro santo fueron sepultados en el cementerio Montrouge, de Vaugirard, junto con otros sesenta compañeros de triunfo. El documento dice fríamente: «Yo, el infrascrito, comisario de la Convención general, sección de Luxemburgo, certifico, acerca de la sepultura de los sacerdotes y de otras personas fallecidas el 2 de septiembre pasado, que Juan Jacobo Morel, sacerdote y capuchino, era del número de los detenidos en esta casa, que murió y que fue enterrado en mi presencia. Dado en París, el 15 de octubre de 1792, año primero de la República. Firmado: Daubault. Secretario de los jueces de esta sección».

El Beato Apolinar de Posat, es para la Orden Capuchina, un nuevo ornamento de la más pura belleza: la vida del amable religioso compendia todas las virtudes de las almas elegidas; su carrera, larga y dolorosa como el camino del Calvario, tiene una variada sucesión de amarguras que nos la presentan más grande y más uniforme. La calumnia soez que pretendió empañar el brillo de esta figura inmaculada, con ataques solapados y tenaces, le comunica un esplendor extraordinario; y la sangrienta rúbrica del martirio es el digno coronamiento de una vida perfecta, consagrada únicamente al amor de Dios y a la salvación de las almas.

[Prudencio de Salvatierra, OFMCap, Beato Apolinar de Posat, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 285-302].

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BEATO APOLINAR DE POSAT
Un mártir por la Iglesia
por Francisco Javier Toppi, o.f.m.cap.

El 17 de octubre de 1926, Pío XI elevaba al honor de los altares a 191 mártires, víctimas en París de las famosas masacres de septiembre de 1792, perpetradas en odio a la fe por los revolucionarios franceses. Al reconocer su martirio, el vicario de Cristo declaraba que fueron asesinados por haberse negado a jurar la Constitución civil del clero, impuesta a la fuerza por la autoridad civil, pero condenada por el papa y los obispos como contraria y perjudicial a la libertad y a la unidad de la Iglesia.

En la relación de los 191 mártires beatificados, el puesto 69 lo ocupaba Juan Jacobo Morel, en religión padre Apolinar de Posat. Para los capuchinos, él era el emblema de una larga lista de mártires que, durante la Revolución Francesa, derramaron su sangre por Cristo. Pasaron del centenar los frailes que testimoniaron con la vida su fe: guillotinados, pasados por las armas, arrojados al mar, deportados; está documentado el martirio de 41 de ellos y se les ha abierto el proceso de beatificación. El beato Apolinar fue uno de éstos: mártir, no sólo por haber derramado su sangre muriendo por Cristo, sino por haber dado de Él testimonio heroico a través de luchas, persecuciones, imposibles de describir.

JUAN JACOBO MOREL

Nació y fue bautizado el 12 de junio de 1739 en la villa de Préz-vers-Noréaz, cercana a Friburgo en Suiza. Sus padres, Juan Morel y María Isabel Maître, casados en 1737, tuvieron tres hijos: Ana María, nuestro beato y Nicolás Plácido. En 1740, cuando todavía no había nacido el tercer hijo, Juan Morel hubo de abandonar el hogar, emigrando probablemente al extranjero, donde ya había vivido algunos años antes de esposarse. María Isabel Maître, mujer de virtudes eximias, se encontró sola para sacar adelante a la familia.

El 5 de mayo de 1744, Juan Jacobo recibía el sacramento de la confirmación de manos del obispo de Lausana, Claude-Antoine Duding; hacía de padrino el tío paterno Francisco José Morel, que en aquella época estaba a punto de concluir sus estudios teológicos en el seminario de Saint-Nicolas du Chardonnet en París. En 1747, Francisco José Morel fue enviado providencialmente como vicario a la parroquia de Préz-vers-Noréaz y, entonces, nuestro beato fue confiado a sus cuidados sacerdotales en lo referente a su formación religiosa y escolástica. Vivió con él, como un hijo con su padre, y con él permaneció, cuando en 1750 su madre fue empleada, como comadrona, por el Estado en la ciudad de Friburgo. Más tarde lo siguió también a Belfaux, donde había sido trasladado como párroco en 1752.

En 1755, preparado adecuadamente por su tío sacerdote, fue admitido en el colegio de San Miguel, dirigido por los jesuitas, en Friburgo. Careciendo el colegio de internado, volvió a vivir con su madre, residente ya en la ciudad. De estos años de estudio, el primer biógrafo, Mauricio Stadler, testimonia: «Juan Jacobo Morel empleó de tal manera los talentos que Dios le había dado, que superó a sus condiscípulos tanto en su conducta como en el estudio». De hecho, al finalizar los cursos escolásticos, el 28 de julio de 1762, era elegido para exponer públicamente y defenderla la tesis de filosofía, según se acostumbraba en las escuelas de entonces. Su éxito fue lisonjero; la dirección del colegio le otorgaba la nota de «sobresaliente cum laude».

Ante sí, tenía un porvenir rico en promesas y esperanzas, pero no se dejó cautivar por ideales terrenos; siguió, en cambio, con prontitud dócil, al Señor que lo llamaba a seguirle en la vida religiosa. Stadler anota: «Los padres jesuitas habían admirado en su discípulo su conducta ejemplar, su tesón indeclinable y sus grandes aptitudes para el estudio. Conociendo su inclinación a la vida religiosa, intentaron conquistarle para la Compañía. Muchos otros hubieran tenido por gran honor y suerte poder entrar en una Orden que, entonces, gozaba en todos los campos del más alto prestigio. Pero el Espíritu de Dios que lo guiaba, quiso que llegase a ser un hijo auténtico, hijo del humilde y pobre Francisco de Asís, para obtener la gracia de sufrir múltiples persecuciones y, por último, el martirio, para gloria de Dios».

APOLINAR DE POSAT, CAPUCHINO

El 26 de septiembre de 1762, a los 23 años, tomaba el hábito capuchino en el convento de Zug, tomando el nombre de fray Apolinar de Posat (ciudad de origen de su padre). Tuvo como maestro de novicios al padre Dionisio Zürcher, que lo formó en el más genuino espíritu franciscano. Al finalizar el año de prueba, hizo los votos religiosos y comenzó el estudio de la teología. Según costumbre de aquel tiempo, recibe en seguida las órdenes sagradas y el 22 de septiembre de 1764, en la ciudad de Bulle, es ordenado de sacerdote, por el obispo de Lausana, José Nicolás de Montenach.

Desde el 1765 estuvo en Lucerna, donde concluyó los estudios teológicos bajo la guía del padre Ermanno Martín de Reinach. De estos años, el primer biógrafo atestigua: «Después del día de su profesión religiosa, dio a sus cohermanos el ejemplo de una eximia virtud y de una profunda piedad. La oración vocal y mental era su ocupación preferida; de ella derivó, sin duda, aquella fuerza heroica que lo sostuvo en todas las dificultades de la vida hasta el día del martirio. Observaba con cuidado minucioso las costumbres de la Orden, aun en las cosas más insignificantes. Ordenado sacerdote, celebraba los santos misterios con singular reverencia, devoción y fervor. Era el primero en el coro para el oficio divino del día y de la noche. En él resplandecía una humildad profunda, una solícita obediencia, un amor sincero a Dios y al prójimo. A la hora debida, atendía con asiduidad al estudio, pero sin menoscabo del espíritu de la santa oración. Igual que estando en el siglo había defendido con éxito las tesis de filosofía, así también en la Orden tuvo que defender las tesis de teología universal: esto lo hizo públicamente en Sión, ante la presencia de muchos hombres doctos que quedaron llenos de admiración».

PREDICADOR Y PROFESOR DE TEOLOGÍA

Un religioso así preparado en la oración y en el estudio no podía menos que ser elegido para las tareas de la viña del Señor. Acabado el curso de teología, se dedica al apostolado capuchino típico de ayuda a los sacerdotes en las parroquias y a la predicación de misiones populares. Lo encontramos realizando este empeño desde 1769 a 1774 en los conventos de Sion, Porrentruy, Bulle y Romont sucesivamente. El padre Ermanno, que fue profesor y superior suyo, es testigo entusiasta del fervor misionero de nuestro beato: «He vivido siete años con fray Apolinar, le he observado, le he admirado, soy testigo de su celo extraordinario por la conversión de las almas, por enseñar a los ignorantes con predicaciones y catequesis, por infundir en los jóvenes, tanto dentro como fuera de la Orden, principios sólidos religiosos y morales, por llevar a la penitencia a hombres endurecidos y habituados al mal, y esto hasta el punto de que pocos otros he conocido que se le puedan comparar. Todos aquellos que fueron compañeros suyos en las misiones, pueden testimoniar las fatigas que afrontó en su apostolado y el bien que hizo con sus palabras, llenas de celo y adaptadas a la inteligencia del pueblo».

Hacia el final de agosto de 1774 le fue encomendado el cargo de profesor y director de los estudiantes de teología en Friburgo. Era un reconocimiento público de sus dotes de religioso espiritualmente maduro y culturalmente preparado. Respondió plenamente a la confianza que se había depositado en él, desempeñando la delicada misión de formador durante seis años con resultados óptimos. Nos ha quedado, como síntesis expresiva de su magisterio, una disertación sobre la relación entre filosofía y teología, que fue publicada en 1932.

Juntamente con las clases de teología, estaba también encargado de dar catequesis a la comunidad; participaban, por disposición de los superiores, los sacerdotes jóvenes, los clérigos y los hermanos no clérigos. Este período de Friburgo fue el más tranquilo de todos los que ejercitó en su ministerio sacerdotal. No se dan acontecimientos dignos de relieve, a no ser la muerte de su tío párroco, acaecida el 29 de septiembre de 1774 en Belfaux y un probable encuentro con san José Benito Labre, que pasó por Friburgo en los años 1775-1776.

Al finalizar el segundo trienio de enseñanza, el padre Apolinar habría sido nombrado superior, según costumbre de la provincia capuchina, si él no hubiera pedido con solicitud permanecer súbdito. Así fue como se le envió de vicario a Sion, convento que acababa de erigirse aquel año 1780 junto con el convento de Saint-Maurice en la prefectura apostólica confiada a los capuchinos. Aquí pudo volver a su actividad misionera en medio del pueblo, pero sólo por un año, ya que el 20 de agosto de 1781 era trasladado, también como vicario, al convento de Bulle.

LA BIENAVENTURANZA DE LOS PERSEGUIDOS

Fue ésta la bienaventuranza que caracterizó la vida del padre Apolinar. La primera vez le sucedió en Romont. En el pleito de una causa civil, fue acusado de haber insinuado una denuncia contra un cierto Jorge Cordey que vivía entre los frailes en el convento. El padre Apolinar, en cambio, había obrado exactamente en sentido contrario, y la acusación fue desmentida por los más directamente interesados, que afirmaron que el padre Apolinar «era totalmente inocente de dicha culpa y que, más bien, era digno de alabanza por sus buenos consejos y sus virtuosas acciones».

Esta iniciativa fue criticada por los religiosos, como una innovación que perturbaba el ritmo de la vida conventual. Se concentraron allí algunos seglares que veían con malos ojos que un fraile sirviera a un representante del gobierno, contra el cual poco antes se había levantado una insurrección popular, capitaneada por Chenoux. Se llegó incluso a escribir y a difundir un folleto difamatorio contra el padre Apolinar, que pidió a los superiores ser trasladado de Bulle, para calmar los ánimos en el convento y en el pueblo.

Fue entonces enviado a Altdorf, en donde se encontraba de superior el padre Zürcher, que había sido su maestro en el noviciado. Aquí permaneció dos años, dedicado a la plegaria y a la soledad, serenando su espíritu. El 12 de septiembre de 1783 moría su madre, a la que no pudo asistir, por encontrarse de viaje, camino del capítulo provincial que iba a celebrarse en Sursee.

De Altdorf pasó, en 1785, a Stans como director de la escuela aneja al convento y catequista de los jóvenes del vecino lugar de Büren. El primer biógrafo escribe: «Testigos dignos de fe legaron pruebas de su vida religiosa en Stans. Era el primero en el coro y en el confesonario. El último en abandonarlos. En cuanto dependía de él, celebraba la misa en el turno último, especialmente los días dedicados a las confesiones. Era requerido de manera continuada al confesonario, porque sus consejos espirituales inspiraban en todos una verdadera confianza. Innumerables fieles querían hacer con él confesión general de su vida y, en tales ocasiones, el padre Apolinar ejercía un bien inmenso. Sus salidas del convento eran irreprensibles, su comportamiento digno de un religioso, su conversación siempre agradable y edificante. Después del rezo del oficio divino de media noche, raramente volvía a descansar, pues se dedicaba entonces al estudio, a la oración y a la meditación. La catequesis que impartía a los jóvenes de Büren resultaban tan atractivas que también acudían muchos adultos, obteniendo gran fruto».

Todo hacía esperar que un apostolado tan múltiple y fecundo durase largo tiempo sin disturbio alguno; pero no fue así. La tempestad no tardó en aparecer en el horizonte. Los primeros síntomas aparecieron con motivo de las lecciones del catecismo; se comenzó a insinuar que no eran ortodoxas y que desorientaban a los oyentes. El ataque era grave e insidioso. Cuando los buenos parroquianos de Büren tuvieron conocimiento del hecho, acudieron altamente indignados al alcalde Wirsh, para que acallase las voces malévolas. El alcalde se acercó con dos jurados al convento de Stans y atestiguó, ante la comunidad reunida, que los catecismos del padre Apolinar no sólo no eran sospechosos, sino útiles y edificantes, y dejó una declaración escrita muy favorable. Para sus enemigos, iluminados y legalistas, un sacerdote fiel a la Iglesia como el padre Apolinar, con su prestigio de hombre culto y virtuoso, constituía un obstáculo que debía eliminarse a toda costa. Inatendida la insinuación sobre el catecismo, comenzaron a desacreditarlo en su labor y tarea escolar, con todo tipo de medios, recurriendo incluso al arma del ridículo mediante representaciones teatrales.

El padre Apolinar creyó deber suyo dimitir, pero el alcalde Wirsch intervino una vez más para defenderlo. En enero de 1788, la Cancillería del estado envió una instancia al padre provincial, llegado a Stands para la visita canónica, en la que se le pedía no aceptase la dimisión del padre Apolinar y que, en cambio, se le confirmase en sus tareas, apoyándole moralmente, ya que todo redundaba en provecho del pueblo. La instancia fue acogida positivamente, pero los enemigos no cesaron en su lucha. Envenenados de odio, alentaron la acción de personas entregadas a todo tipo de vicios, para que enfangasen en vil calumnia la reputación moral del padre Apolinar. Se abrió una encuesta judicial que puso en claro la inocencia de nuestro beato. Sin embargo, la calumnia diabólica se agrandó como una mancha de aceite, que tomó proporciones imposibles de contener. Los superiores pidieron al padre Apolinar que se defendiese y éste elaboró un memorial que, por desgracia, se ha perdido. Nos ha quedado tan sólo la siguiente plegaria conclusiva de dicho memorial: «Padre, si este cáliz no puede alejarse de mí sin que yo lo beba, ¡hágase tu voluntad! Yo lucho con menor lealtad, cuando no sufro persecuciones. El siervo no es más que su maestro. Si Dios me mortifica con la persecución, puedo esperar pertenecer al número de los elegidos. Déjame a mí el realizar la justicia, dice el Señor, soy yo quien la haré. En lo que a ti respecta, tú sigue mis pasos».

Habría podido perseguir en los tribunales a los calumniadores, pero renunció a ello. Prefirió seguir el ejemplo de Jesús en la cruz, cuando imploraba misericordia para los que lo crucificaban. Escribiendo a una penitente, sor Clara Rosalía, le rogaba: «Reza conmigo, para que Dios perdone a mis perseguidores».

Mientras tanto, al ver que la lucha no llevaba traza de terminarse, para evitar a los demás religiosos posteriores fastidios, suplicó ardientemente al superior provincial que lo trasladase de Stans, apelando al ejemplo del profeta Jonás. Esta vez fue acogida su demanda. Y el 16 de abril de 1788 dejaba Stans y se dirigía a Lucerna.

De este período de grandes sufrimientos morales, se conserva un retrato del beato, realizado por el pintor Jakober de Sarnen y que se conserva en el convento de Altdorf. Su aspecto es expresivo al máximo: está sentado en su mesa de trabajo, la frente espaciosa revela al pensador, la serenidad que irradia deja la paz profunda de que está colmado su corazón y que la persecución no ha podido turbar. Junto a él, sobre la mesa, el crucifijo, su amor; en la estantería, a su izquierda, algunos libros, sus amigos; Apolinar escribe, y las líneas que traza aluden evidentemente a los muchachos de su catequesis: «Dejad que los pequeños vengan a mí, porque el reino de los cielos pertenece a los que se les asemejan».

EN LA TORMENTA DE LAS PERSECUCIONES DE PARÍS

Algunos meses después de su llegada a Lucerna, se hospedaba allí, de paso, el padre Victor de Rennes, ministro provincial de Bretaña. Teniendo conocimiento de las increíbles persecuciones sufridas por el padre Apolinar, le propuso agregarse al grupo misionero de su provincia que trabajaba en Siria. Descubriendo en aquella inesperada propuesta un indicio de la voluntad de Dios, Apolinar aceptó con agrado, y en el otoño de 1788 se encontraba ya en París, en el convento de Marais, para aprender la lengua necesaria en el desarrollo de las tareas apostólicas en el Oriente. París debía ser solamente una etapa de su viaje hacia la misión de Siria, pero el Señor dispuso que fuese el último campo de su apostolado y el lugar de su martirio.

El 4 de mayo de 1789 se convocaban los Estados Generales para afrontar la crisis en que se debatía Francia desde hacía tiempo; el 17 de junio, el tercer Estado se proclamaba Asamblea Nacional, que, a su vez, después de diez días, se transformaba en Asamblea Constituyente; el 14 de julio de 1789, la toma de la Bastilla señalaba el inicio de la Revolución Francesa.

El superior del convento de Marais, sabiendo que el padre Apolinar conocía el alemán, le rogó que se interesase por los cinco mil católicos provenientes de Alemania que vivían en la ciudad. El padre Apolinar, que no sabía negarse a ninguna petición de servicio que se le hiciera, aceptó el encargo y se dedicó a él con su inconfundible celo pastoral. Se presentó, de acuerdo con las leyes canónicas, ante los doctores de la Sorbona para el examen canónico, y lo superó tan brillantemente que le fue concedida la facultad de confesar y perdonar los pecados, incluso los reservados.

El 13 de febrero de 1790 fueron suprimidas las órdenes religiosas. Esto dio lugar a la clausura de 3.000 conventos y monasterios, a la dispersión de 26.000 religiosos, de los cuales muchos pasaron a ayudar al clero diocesano en las parroquias. El padre Apolinar, a primeros de marzo, era nombrado vicario para los fieles de lengua alemana en la parroquia de San Sulpicio. El 19 de mayo de 1790 lo encontramos, sin embargo, presente todavía en la comunidad de Marais, como resulta de la siguiente declaración de los comisarios enviados para la clausura de aquella casa religiosa: «Juan Jacobo Morel, llamado en la religión padre Apolinar, ha declarado que es intención suya permanecer en una casa de la Orden en París, para poder continuar sus trabajos apostólicos en favor de los alemanes residentes en la ciudad, de los cuales es vicario en la parroquia de San Sulpicio, como también de los detenidos y encarcelados en la Tournelle. Se reserva el derecho de aprovechar el decreto de la Asamblea Nacional, en el caso de que no pudiese permanecer en su Orden en París. Ha firmado: padre Apolinar, capuchino de Friburgo, profesor».

El 27 de noviembre de 1790, el convento de Marais es cerrado definitivamente, y entonces encuentra alojamiento en una casa, puesta a su disposición por seglares y a la que provee de clausura casi monástica. Entretanto, la revolución había dado grandes pasos en su lucha contra la Iglesia: el 2 de noviembre de 1789, bajo propuesta del famoso obispo de Autun, Carlos Mauricio de Talleyrand, habían sido expropiados todos los bienes de la Iglesia, y el 2 de julio de 1790 se había promulgado la Constitución civil del Clero, que será la causa de la persecución. Con ella, en efecto, se ordenaba, entre otras cosas, la posibilidad de que el poder civil eligiera los obispos y párrocos de todos los habitantes de una diócesis o parroquia, ya fuesen católicos, calvinistas, luteranos, hebreos o librepensadores, y se vetaba a los obispos el pedir a Roma la confirmación de dicha elección, consintiendo sólo el que se comunicase este suceso al papa.

La ofensa a la libertad y a la unidad de la Iglesia era flagrante. La Revolución no tenía escrúpulo de trastocar radicalmente la disciplina eclesiástica y de pisotear los derechos más elementales de la conciencia cristiana. Sin prestar oídos a las autorizadas voces que se elevaron para protestar contra esta arbitrariedad, siguió adelante en el camino empezado de modo irreversible, imponiendo sus directrices por la fuerza. Entre el 9 y el 16 de enero de 1791, todos los sacerdotes con cura de almas fueron llamados a jurar la Constitución civil del clero. Aquellos que se negasen a hacerlo serían declarados contra-revolucionarios y perturbadores del orden público, apartados del oficio y perseguidos según las normas de la ley. El primero en rechazar la Constitución civil del clero fue el arzobispo de París, monseñor Antonio de Juigné, que debió tomar el camino del exilio. Le siguió la mayoría de los obispos. El papa Pío VI, el 10 de marzo y el 3 de abril de 1791, intervenía con dos breves, condenando formalmente la Constitución civil del clero y excomulgando a todos los que la jurasen.

Los sacerdotes de San Sulpicio, con su valiente párroco a la cabeza, monseñor Pancemont, se negaron abiertamente a jurar la Constitución. En la tentativa sincera de conciliar las exigencias del Estado y la fidelidad a la Iglesia, en armonía con directivas explícitas del arzobispo, propusieron un juramento condicionado, en el que excluían solamente aquello que era contrario a la religión y a la conciencia. La propuesta fue rechazada. Entre los que defendían este juramento «condicionado» se encontraba el padre Apolinar. La calumnia lo zarandeó y clavó de nuevo su diente en él: se hizo figurar su nombre en la lista de los que habían prestado juramento incondicional a la Constitución. La noticia llegó hasta los superiores capuchinos de Suiza, que no tardaron en enviarle su condena por tal actitud. Apolinar tomó entonces la pluma y escribió una vibrante rectificación, que envió para la publicación el 23 de octubre de 1791 a la redacción de «L'Ami du Roi». El texto es demasiado importante como para no transcribirlo íntegramente; es un espléndido flash sobre la firmeza heroica de nuestro mártir, en un momento crucial de su vida.

Escribe: «Deseando dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, en virtud del decreto del 27 de noviembre de 1790, yo he jurado ser fiel a la ley, a la nación, y al rey, pero exceptuando formal y expresamente todo aquello que, a juicio de la Iglesia, contuviera la Constitución de herético o de cismático o contrario a las buenas costumbres. La fórmula de mi juramento fue, el 16 de enero de 1791, consignada públicamente a los señores comisarios de la Comuna de París, reunidos en la iglesia de San Sulpicio, en donde uno de ellos hizo su lectura y en alta y clarísima voz, en presencia de más de diez mil personas, de las cuales unas cuarenta no dudaron en exigir que mi juramento, dadas sus restricciones, fuese rechazado como insuficiente, cosa que al instante los citados comisarios realizaron públicamente. ¿Cómo es posible, entonces, que se haya tenido la desvergüenza de colocarme en la lista de los que juraron incondicionalmente la Constitución? La religión, mi honor, la edificación del pueblo, todo me obliga a denunciar esta impostura. Ruego, señores, tengáis a bien hacer pública mi justa protesta, aunque ello me causase las más crueles persecuciones. Mejor morir mil veces que figurar entre los que han jurado "pura y simplemente" la nueva Constitución, juramento que yo siempre he creído y demostrado sin réplica alguna (léase Le Séducteur démasqué, editado por Crapart) que es una verdadera y escandalosa apostasía. Me enorgullezco, señores, de declararme, con tanta estima y devoción, vuestro humildísimo y obedientísimo siervo padre Apolinar Morel, capuchino, vicario de los alemanes de San Sulpicio».

La declaración, clara y decidida, deja transparentar el alma limpia y eclesial del padre Apolinar, dispuesto a afrontar las más crueles persecuciones con tal de permanecer fiel a la Iglesia. Testimonio irrefragable es el opúsculo por él compuesto y ya citado Le Séducteur démasqué. Él afirma que obedecer a la Iglesia es obedecer al Espíritu Santo que habla a través de las jerarquías. Ante el dilema: seguir la autoridad de la Iglesia o la del Estado, sin dudarlo lo más mínimo, Apolinar escoge lo primero. Escribe textualmente: «Nosotros debemos escuchar a la Iglesia y no a la Comuna de París. ¡Es la sabiduría eterna que nos lo ordena!».

Esta actitud, firme y abierta, hace que se le anote como contra-revolucionario. El 1 de abril de 1791 debe abandonar, juntamente con el párroco monseñor Pancemont, la iglesia de San Sulpicio y dedicarse al ministerio pastoral de manera clandestina. Buscado como un fuera de la ley, va a Meudon, algunos kilómetros al sudeste de París, en donde se encontraba el convento capuchino más antiguo de Francia; al encontrarlo cerrado, vuelve a la ciudad y se aloja provisionalmente en el barrio de San Antonio, en casa de un alemán llamado Weullers, que le confía la educación de sus dos hijos. Pero su corazón está en San Sulpicio, y se traslada de nuevo al barrio de su amada parroquia, a casa de un amigo sastre, Stohl, en la calle «Des Canettes». Se encuentra con monseñor de Pancemont y con él organiza una asistencia clandestina a los católicos que permanecieron fieles a las directrices de la jerarquía.

AL ENCUENTRO DEL MARTIRIO

Mientras tanto, la revolución continuaba avanzando en una escalada de medidas represivas cada vez más inquietantes. El 3 de septiembre de 1791, la Asamblea Legislativa sucede a la Asamblea Constituyente y se dispone a afrontar el problema de los sacerdotes rebeldes a la Constitución civil, decidida a resolverlo radicalmente. La persecución es ya un hecho y el padre Apolinar lo sabe. Así, el 27 de abril de 1792 escribe a su amigo, el abad Valentín Jann de Altdorf, una carta que, por su importancia, se ha incluido en la lectura de la liturgia de las horas [de los Capuchinos], como reflejo auténtico del espíritu del beato en vísperas de su martirio.

«¿Por qué -escribe-, por qué, amigo mío, tener tanto miedo por mi vida? ¿Por qué se aflige tanto por mí? ¿No sabe acaso que yo pertenezco a mi ministerio apostólico? Reconoced y adorad a la divina providencia. Su misericordia me condujo por medio del Espíritu Santo al convento de Altdorf como a un sediento, a fin de prepararme, mediante obras de caridad de todo género, a la misión de la que me ocupo en este momento. Esa misma misericordia me llevó, casi a la fuerza, al convento de Stans para ejercitarme en la lengua alemana y enseñar sagrada elocuencia; y todavía esta misericordia es la que, para purificarme como se purifica el oro en el fuego, me ha llamado a París para instruir, mantener y confirmar a los alemanes en la religión, destinándome a morir gloriosamente por Cristo. ¡Alleluya, alleluya, alleluya!

»¿No se marchaban de la presencia del Sanedrín jubilosos los apóstoles, por haber sido dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús? ¿No exultaban de gozo en todas sus tribulaciones? ¿A quién pertenece el Reino de Dios? A aquéllos que sufren persecución por la justicia. ¿No es acaso sufriendo tormentos, incluso atroces, como Cristo ha entrado en su gloria? ¿Será el discípulo más que su Señor? ¿Por qué, pues, me enviáis vuestras condolencias? Alegraos más bien conmigo porque, aunque tan pequeño, he sido agradable al Altísimo que me ha preferido y escogido entre tantos hermanos venerables y mejores que yo, predestinándome a un glorioso triunfo. Uníos a mí, para glorificar al Señor, y exulte vuestro espíritu en Dios nuestro salvador, porque ha vuelto sus ojos a mí, siervo indigno y ha hecho en mí cosas grandes; su nombre es santo.

»Yo me alegro, y ¿qué cristiano no se alegraría? Yo gozo con la palabra que me ha sido dicha y que veo hecha sentencia en mí. ¡Alleluya, alleluya! Entraremos en la casa del Señor... Allí, querido amigo mío, Apolinar cantará las misericordias del Señor por toda la eternidad... Oh, ¿qué podré yo devolver al Señor por todos los dones que me ha hecho? Tomaré el cáliz de la salvación e invocaré su nombre. Invocaré el nombre del Señor. Invocaré al Señor en mi alabanza y seré liberado de mis enemigos...

»Teméis por mí; es justo: conocéis mi debilidad de hombre; pero mirad a Cristo y participaréis de mi seguridad. Nosotros lo podemos todo en Aquél que nos conforta; es Él en quien tenemos nuestra vida, en Él nos movemos y existimos. Nos encontramos con dificultades irremontables, pero no sucumbimos; somos apaleados, pero no perdemos la esperanza; perseguidos, pero no estamos abandonados; abatidos, pero nunca perdidos. No lloréis, pues, por mí. Soy grano de trigo de Cristo y es necesario que sea triturado por los dientes de las fieras, para llegar a ser un pan puro...».

La carta continúa todavía, es como una cascada que salta hasta las fuentes de la biblia y de la liturgia de los mártires. Apolinar salta de gozo y de entusiasmo, porque se encuentra en comunión con el misterio pascual de Cristo: conformándose con la muerte al crucificado, pregusta ya la transfiguración con el resucitado. Por esto anhela el martirio, y, en lo que depende de él, corre a su encuentro, como a la meta suspirada de su vida. Hubiera podido marchar al extranjero, ya que no era francés; hubiera podido esconderse en casa de amigos seguros, como hicieron tantos otros: no quiso. Y decidió, por el contrario, entregarse voluntariamente, para ahorrar, así, inevitables represalias contra aquellos que le hospedaban.

La noche entre el 13 y el 14 de agosto, asistió a un pobre moribundo; al amanecer celebró la misa, «con el fin de prepararse -según escribe en su última carta- para combatir con coraje la batalla del martirio»; y después se presentó a los comisarios de la sección de Luxemburgo, Jourdain y Foubert, declarando no haber prestado juramento, sin considerarse por ello un conspirador. Fue inmediatamente arrestado y enviado al convento del Carmen, en donde ya estaban presos cerca de 160 rebeldes a la Constitución, casi todos eclesiásticos, entre los cuales se encontraban el arzobispo de Arles, Juan María de Lau, y los dos hermanos La Rochefoucauld: Francisco José, obispo de Beauvais, y Pedro Luis, obispo de Saites.

El abad Miquet, que estaba entre los detenidos en el Carmen y que logró escapar de la matanza del 2 de septiembre, nos ha dejado un testimonio precioso de este período en una carta dirigida a monseñor Gottofrey, secretario del obispo de Lausana. Leemos allí, entre otras cosas: «El padre Apolinar vino a la prisión con tanta alegría y satisfacción, que sorprendió a todas las personas que se encontraban allí prisioneras. Desde aquel momento fue edificación para todos los encarcelados. La mayor parte de ellos se dirigía a él, para recibir el sacramento de la confesión. Estaba continuamente ocupado, o rezando al Señor, o confortando a los que estaban abatidos por el temor o la angustia, o para entretenerse con aquéllos que, más adelantados en la vida espiritual, anhelaban sólo el martirio. No se ahorraba ningún ejercicio de caridad. Buscaba ser útil a todos, bien en preparar los lechos que, las más de las veces, eran bancos de madera, bien en arreglar las mesas para la comida, que por necesidad se colocaban en el centro de la iglesia. Realizaba, además, con solicitud los trabajos aparentemente más bajos y viles, pero que a nuestros ojos mostraban su virtud y su humildad, como, por ejemplo, barrer la iglesia, único espacio que teníamos reservado para nosotros, vaciar los cubos que habían sido colocados en algunas capillas para las necesidades corporales, y otras tareas del género. Tantas obras buenas fueron al fin coronadas con una muerte preciosa, de la cual yo no puedo dar particular alguno, ya que la Providencia permitió que yo saliese de aquel lugar antes de consumarse tan glorioso sacrificio».

El 14 de agosto de 1792, la Asamblea Legislativa impuso un nuevo juramento, en el que se exigía fidelidad a la nación y a los valores de la libertad y de la igualdad. Ante esta nueva formulación, aparentemente legítima, los eclesiásticos se preguntaron si podían hacer juramento lícitamente. Lo que, de manera particular, les interesaba era conocer el pensamiento de la jerarquía. Estando en el exilio el arzobispo, le pidieron el parecer al nuncio papal, monseñor Salamón, encarcelado él también en locales dispuestos del ayuntamiento. Éste, después de haber reflexionado y ponderado el tema, respondió en los siguientes términos: «Yo no puedo saber todavía cuáles son las intenciones del papa, ya que este juramento es totalmente nuevo. Pero creo que, cuando esté informado del mismo, no lo aprobará, porque es ambiguo e implícitamente contiene la fórmula ya condenada. Por mi parte, yo estoy decidido a rechazarlo, aunque no me sienta en condiciones de condenar a los que eventualmente lo aceptasen».

Esta declaración del representante pontificio bastó para que los encarcelados en la iglesia del Carmen se decidiesen también ellos a rechazar la nueva fórmula de juramento. De hecho, éste sólo fue exigido a dos o tres eclesiásticos. Resulta estar bien documentado por los procesos judiciales que los encarcelados en el Carmen murieron todos por no haber querido jurar la Constitución civil del clero.

FIN GLORIOSO

La Asamblea Legislativa había decretado la deportación para los que no aceptasen la Constitución civil del clero. Sin embargo, en París, la Comuna era la dueña de la situación e impuso la pena de muerte. Danton, ministro de justicia, confió la ejecución de esta pena al terrible Maillard, apodado «corazón de piedra».

En la jornada del viernes, 31 de agosto, se hizo trasladar de la iglesia del Carmen todo aquello que servía para el culto. Hacia las once de la noche se comunicó a los encarcelados oficialmente el decreto de deportación; con todo, a aquella misma hora, estaba ya decidida la matanza de todos los encarcelados para el domingo siguiente, y se cavaba la fosa en el cementerio de Vaugirard.

El sábado fue día de intensa oración y de trepidante espera. Los prisioneros no se hacían ilusiones sobre su suerte; habían comprendido claramente lo que les aguardaba, y se preparaban para ello con espíritu de fe. A un visitador benévolo que les había preguntado en qué podía ayudarles en su viaje al exilio, monseñor de Cucsac respondió: «El único servicio que nos podéis hacer es el de procurar las Actas de los Mártires».

En la mañana del domingo, 2 de septiembre de 1792, se esparció la voz de que los prusianos, después de haber ocupado Verdún, marchaban sobre París. Danton ordena resistir a los invasores con todos los medios, y de exterminar, entre tanto, a los rebeldes encarcelados. En la iglesia del Carmen, la guardia ordinaria es sustituida por soldados armados de espadas. Al atardecer, comienza la matanza. Los esbirros de Maillard, después de haber pasado por la espada a los detenidos en la abadía de Saint-Germain-des-Prés, irrumpen en el convento de los carmelitas y matan a lo loco a todos los que encuentran a su paso. Entre los primeros en caer está el arzobispo de Arles, Juan María de Lau. Los sacerdotes se arrodillan, se intercambian la absolución y ofrecen al Señor el sacrificio de su vida. Maillard, cuando ya unas cuarentas víctimas estaban tiradas agonizando por el suelo, ordena conducir a los prisioneros restantes al interior de la iglesia. Improvisa un simulacro de tribunal y organiza la farsa de un proceso sobre un rellano entre la iglesia y el jardín. Los detenidos son llamados de dos en dos por su nombre e interrogados secamente: «¿Habéis prestado el juramento?». Tras la respuesta negativa, son inmediatamente pasado por las armas, degollados sin piedad a golpes de sable o de puñales. La espantosa masacre termina a las seis de la tarde: 113 mártires se encuentran esparcidos por el jardín en medio de un inmenso charco de sangre.

Habían caminado al encuentro de la muerte con espíritu digno, sereno, incluso jubiloso. Al día siguiente, el comisario Violette, que había presidido las ejecuciones, exclamaba desconcertado: «Yo no comprendo nada; estos sacerdotes han ido a la muerte con alegría como si fueran a unas bodas».

Entre los muertos se encontraba el padre Apolinar de Posat. De él, de su gozo ante el cercano martirio, sabemos mucho merced a la carta dirigida a su amigo Jann; y lo confirma además otra carta, escrita el mismo día 27 de abril de 1792, a su antiguo superior el padre Ermanno Martín. Constituye su testamento espiritual y revela la intimidad de su espíritu, que exulta ante la certeza de su inmolación por Cristo.

Escribe: «Padre carísimo, le mando el sexto volumen del Concilio y he tomado las disposiciones necesarias para que recibáis los otros volúmenes después de mi muerte. Digo: después de mi muerte, porque la persecución toma dimensiones cada vez más vastas: venid y veréis a los mártires con la corona que el Señor pone sobre su cabeza. ¡Este es un bautismo que yo debo recibir y no veo la hora que llega...! Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo...; como hombre, yo tengo miedo; como cristiano, tengo esperanza; como religioso, me alegro; como pastor de cinco mil almas, me gozo, porque no he prestado el juramento. Nosotros podemos todo en Aquél que nos conforta. A todos mis enemigos, a todos mis perseguidores presentes, pasados y futuros, yo los abrazo y les doy el beso de la paz como si fueran grandes bienhechores. Que Dios tenga a bien perdonarlos. Si yo he ofendido a alguno de cualquier manera, humildemente le pido también perdón. A todos mis amigos me encomiendo en este mi último combate.

»¡Alleluya, Alleluya, Alleluya! En verdad, en verdad os digo, bien pronto Francia, impregnada con la sangre de tantos mártires, verá reflorecer la religión sobre su suelo... ¡Oh! este es de verdad el tiempo sobre el que se escribió: Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. ¡Oh, qué hombre más feliz soy! Mi padre y mi madre me han dejado, pero Dios ha tomado cuidado de mí y me ha colocado como pastor de cinco mil almas, en el número de tantos héroes que mueren en Francia por su fe.

»¡Alleluya, Alleluya! ¡Oh, en verdad cuando el Espíritu sopla, nadie sabe dónde va. Si José no hubiese sido vendido a los ismaelitas por sus hermanos, y si en su fidelidad al Señor no hubiese sido víctima de una calumnia, no habría sido nunca coronado en Egipto. Yo imitaré aquella víctima inocente, vendida, calumniada, en verdad, pero que perdonó de todo corazón. ¡Sí, que se realice esto! Así es, así será».

En la luz del martirio, Apolinar ve resplandecer el designio de Dios sobre su vida de perseguido, y entona el alleluya pascual que cantará después, por toda la eternidad, junto a «aquellos que vienen de la gran tribulación y se han vestido con las vestiduras blancas del cordero degollado».

[Francisco Javier Toppi, O.F.M.Cap., Beato Apolinar de Posat. Un mártir por la Iglesia, en AA.VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo II. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, págs. 57-76]

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